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La fiesta de los euroscépticos


El rechazo de Irlanda al Tratado de Lisboa -pieza clave en la meta de la unidad política de la Unión Europea- ha vuelto a poner de plácemes a los euroescépticos de toda la vida, más otros nuevos que se suman dentro de las fronteras comunitarias y desde otras partes del mundo, América Latina incluida. Hay gente que tiene una rara fascinación por los reveses, sobretodo cuando estos afectan a grandes proyectos.



Para quienes no son capaces de mirar el horizonte y tener una perspectiva global y de largo plazo, estas situaciones les permiten confirmar agoreras visiones negativas que justificarían su inacción, su día a día, el corto plazo, la coyuntura.



Afortunadamente, en la historia de la humanidad nunca han triunfado los escépticos ni los pesimistas. La Unión Europea es una prueba contemporánea de ello, pues su construcción se ha hecho siempre como fruto de la sobredeterminación política de grandes líderes con mirada estratégica, como Adenauer, Schumann, De Gásperi, Delors, Kohl, Mitterrand, Martens, que fueron capaces de unir a los dos mayores contrincantes de su historia -Francia y Alemania- y plantear a los ciudadanos un proyecto político, económico y de cooperación que generó, en pocos años, paz y prosperidad.



Fue un revulsivo que contribuyó a derrumbar el muro y la cortina de hierro, para avanzar en la unidad del Este y el Oeste y terminar con la Guerra Fría. Recordemos que antes de firmarse el Tratado de Roma en 1957, un connotado canciller euroescéptico vaticinó, erróneamente: «Ese tratado nunca se firmará, y si se firma nunca se aplicará, y si se aplica nunca funcionará». Cincuenta años después, la Unión Europea cuenta con veintisiete miembros, es la primera potencia comercial y de cooperación del mundo, y sus ciudadanos gozan de un bienestar que se mide no sólo en ingreso per cápita, sino en calidad de vida.



Por eso que el revés que significa el referéndum negativo de Irlanda no puede ser la medida de un supuesto fracaso del proyecto integracionista europeo, como no lo fueron en su momento ni las negativas francesa y holandesa de hace unos años, o el rechazo danés al Tratado de Maastricht, revertidos mediante un trabajo de ingeniería política y capacidad de liderazgo.



En este caso, los líderes irlandeses han fallado, no han logrado trasmitir al pueblo los valores de un proyecto integracionista que a Irlanda le ha significado grandes beneficios y un desarrollo inimaginable hace pocos años. Están en deuda con Europa, pero lo más probable, como ha ocurrido muchas veces, es que los actores políticos, sociales, académicos, llegarán a encontrar la manera de leer debidamente el significado del referéndum, escucharán lo que la voz del pueblo está diciendo -que más que un no a Europa, es una advertencia a una determinada forma de construirla- y podrán reemprender el camino trazado.



Lo que se juega en Europa es la tensión entre individualismo y comunitarismo, que es lo mismo que nos estamos jugando con la fallida integración latinoamericana. Por estos lados, tenemos también nuestros «latinoescépticos», que no creen en la integración de nuestros países o tratan de llevarla sólo a sus molinos. Para ellos es un verdadero festín que algunas veces la integración europea -un paradigma como proyecto- tenga estos traspiés. Pero el curso de la historia de la Unión Europea demuestra que aún con letra torcida, va escribiendo inexorablemente sus avances hacia más comunitarismo, más humanismo y más bienestar, y ese sí es un ejemplo para nosotros.



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*Héctor Casanueva es vicerrector académico de la Universidad Miguel de Cervantes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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