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La crisis de autoridad en Chile


El sueño del recambio presidencial del Bicentenario que agita las aguas electorales a la izquierda y derecha del espectro político nacional, está muy lejos del país real. Este vive una crisis de autoridad que la política no es capaz de contener ni entender. Las aspiraciones ciudadanas transitan por una vereda que va contramano de lo que cree su elite política.



Puede ser efectivo que ésta sea una crisis de madurez de la democracia y el desarrollo como sostienen algunos, o la expresión de un agotamiento del liderazgo de la Concertación, una vez cumplido su ciclo, como sostienen otros. Más allá de la exactitud de uno u otro diagnóstico, lo que resulta paradojal son los aprontes de tanto candidato presidencial en medio de una evidente desconfianza e incredulidad ciudadana. No solamente en temas como el transporte público, la inflación, y las incertidumbres del modelo vigente. También en aquellas que caracterizan el sistema político.



El primer efecto en este último aspecto se encuentra en el consistente envejecimiento del padrón electoral debido a que los jóvenes no se inscriben. Menos de un diez por ciento de los ciudadanos entre 18 y 24 años se halla inscrito en el padrón electoral, lo que tiene un fuerte impacto en la legitimidad que exhibe el sistema político.



Ello, sin embargo, no pasa de ser una preocupación de imagen para los políticos, que la enfrentan con apelaciones retóricas acerca de los jóvenes y el futuro, y capean de tiempo en tiempo, el vendaval de insultos que les propinan en actos públicos.



En estricto rigor, la epopeya de la inscripción electoral para el Plebiscito de 1988, que tuvo al mundo joven como protagonista, se transformó, veinte años después, en un sonsonete legislativo acerca de la inscripción automática, que resuelven de consuno los mismos que ayer se disputaban los significados profundos del Sí y el No.



La democracia, atrapada finalmente en cálculos menores, no hizo nada por fortalecer el flujo de ciudadanos jóvenes hacia la política y los asuntos públicos, provocando que el poder político también envejeciera de manera ostensible.



Los jóvenes de hace veinte años hoy expresan su malestar democrático absteniéndose o haciendo volátiles sus adhesiones políticas. Según todas las encuestas el porcentaje de ciudadanos que no se identifica con ningún partido llega a cerca del cincuenta por ciento del electorado.



No es raro entonces que en medio de este escepticismo y apatía ciudadanas se amplíe un fenómeno de desorden político que algunos dirigentes y partidos califican de indisciplina intolerable y que desean reprimir. Lo que en verdad ocurre es que en el camino a contramano que transita la ciudadanía se manifiesta una crisis de representación política que, a falta de proyectos nacionales, se resuelve en pequeñas escaramuzas cotidianas.



Las próximas elecciones municipales, cuyos resultados han sido calificados por algunos como trascendentales para las elecciones presidenciales del año 2009, no debieran escapar al contrasentido entre ciudadanía y política. Lo más seguro es que la gente va a votar en masa por los buenos alcaldes, independientemente del partido al que pertenezcan. Serán matemáticas de suma simple y, al menos esta vez, apenas una referencia respecto del juego presidencial, pese a todo lo que digan los ingenieros electorales. Porque en ellas se expresa un principio de autoridad que es de carácter local, perfectamente identificable, que no es posible sumar para sacar promedios de éxito extrapolables a la lucha presidencial. Si Francisco de La Maza, Julio Palestro o Claudio Orrego, por nombrar solo a algunos, tienen la reelección asegurada, es porque son buenos alcaldes y los ciudadanos de varios colores votarán por ellos.



Por el contrario, en el escenario nacional no hay un principio de autoridad capaz de ordenarlo. Ni el gobierno, ni su coalición, ni la oposición, tienen o controlan el principio de autoridad que toda sociedad requiere en algún momento de su desarrollo o evolución. La multiplicidad de candidatos son exactamente eso: candidatos, que por ahora se enredan en demasiadas cuentas acerca de la imagen, el poder económico personal, el mejor derecho, o la mayor capacidad de crear problemas. Ninguno juega realmente a posicionar una Autoridad, así, con mayúscula, que ordene un relato político de futuro, más allá de las simples promesas o las frases cliché de cada época electoral.


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