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Autopisteros y burocracia

Ello no era una mera casualidad, pues sus poderosos gestores contaban, entre otros factores, con la certeza de que podrían utilizar la Ruta 68 para lograr su conectividad con Santiago sin necesidad de comprometerse con la realización de costosas obras viales para conseguir el ansiado cambio de …


Por Patricio Herman*

El pasado domingo 8 de marzo, en su columna del diario La Tercera, el arquitecto Pablo Allard se refiere, con este mismo título, a los denominados Proyectos con Desarrollo Urbano Condicionado (PDUC) que pretenden instalarse en sectores agrícolas de la comuna de Pudahuel, y a la supuesta negligencia con que, a su juicio, la Seremi de Transportes habría actuado al denegarles el uso de la autopista Santiago-Valparaíso, conocida como Ruta 68, como su vía de acceso expresa al centro urbano.

Debemos tener presente que estamos hablando de negocios inmobiliarios del orden de los 3 mil millones de dólares, gestados en base a inversiones preliminares de escaso monto y riesgo. Curiosamente, estos proyectos, con superficies equivalentes nada menos que al tamaño de las áreas urbanas de tres comunas de Santiago, no han sido debidamente tratados por la prensa dominante, autocensura que puede explicarse en el comprensible deseo de no entorpecer a sus influyentes titulares con una posible polémica en torno a su eventual aprobación final.

Pero, Allard, preso al parecer de un raptus de pasión por enarbolar la defensa de los PDUC, y rompiendo con el prudente pacto de silencio criollo-castellano-vasco, les lanza un salvavidas de plomo, y con ello saca a relucir uno de los tantos sombríos episodios que tiñen toda su tramitación, a estas alturas, en la Contraloría.

La defensa que emprende de aquellos negocios, parte tratando de sensibilizar al lector respecto a lo que sería una nueva negligente actuación de la burocracia chilena de la que serían también victimas esos proyectos, citando para ello algunos emblemáticos casos, como el del túnel San Cristóbal y los antojadizos permisos de edificación otorgados en el denominado sector de Sanhattan. Acto seguido, después de azuzar al lector en contra de la burocracia, de la que todos alguna vez hemos padecido, por simple asociación de ideas las emprende contra la Seremi de Transportes, calificándola igualmente de negligente (sic), cuando en realidad, como veremos en este relato, ella evitó precisamente que despropósitos de una  magnitud mucho mayor que los citados por él en La Tercera se repitieran en contra de la Ruta 68 y del erario estatal por cuenta de los PDUC.

La supuesta burocrática negligencia de esa Seremi, radicaría, según Allard, en la exigencia de que tales PDUC construyeran sus propias vías de conexión con la metrópoli mediante la ejecución de nuevas vialidades paralelas e independientes de la Ruta 68, preservándose ésta, como es lógico, para los fines de conectividad interurbana para los que fue creada.

 Sobre este punto, Allard olvida ilustrar al desprevenido lector de La Tercera, que dichos proyectos inmobiliarios se generan al amparo de una muy discutida franquicia jurídica, elucubrada para convertir en urbanos terrenos rurales del entorno de Santiago, pero con la condición sine qua non, de  paliar y solventar todas las externalidades negativas que producirán en contra de la ciudad de Santiago.

Quienes se acogieron a dicha prebenda urbanística, los PDUC «Urbanya» del grupo Santa Cruz-Yaconi, «Enea» de Endesa y «Ciudad Lo Aguirre» de Hurtado Vicuña, postulando con todo lo que poseían,  (700, 450 y otras 700 hectáreas, respectivamente) sabían de antemano que debían mitigar de sus bolsillos por dichas externalidades. Cosa distinta, es que ellos creyeran que sus aportes financieros serían un tanto exiguos, al dar por hecho que se valdrían del uso de la Ruta 68 para sus fines particulares.

Allard, para fundamentar sus críticas, procede, acto seguido, a contrastar la supuesta negligencia de dicha Seremi con la, a su vez, supuesta desprendida y solícita decisión de la administradora de dicha autopista,  «Concesionaria Rutas del Pacífico S.A.», de presentar, motu proprio, al MOP una propuesta de solución que, utilizando su Ruta 68, vendría a conciliar los intereses de unos y otros, ante el gravísimo problema que recaería sobre ella, por el uso, como por el no uso de la misma, por parte de los tráficos previstos en los tres descomunales PDUC.

Nosotros, por razones completamente inversas a las de Allard, hemos tocado in extenso el tema de estos PDUC en artículos publicados en El Mostrador, La Nación y Le Monde Diplomatique, calificando los hechos que han rodeado la aprobación del Gobierno Regional Metropolitano a esos tres proyectos en junio de 2008, como uno de los episodios más reprochables que se hayan verificado en materia urbanística, situación que, por lo demás,  le hemos planteado personalmente a Igor Garafulic, nuevo Intendente y presidente de ese cuerpo colegiado. En todo caso, cabe puntualizar que la Contraloría no ha tomado razón de ellos, pues existen gravísimas denuncias interpuestas en contra de esos negocios.

Pero para que el lector pueda comprender donde se centra realmente la polémica, debemos hacer algo de historia sobre el origen de los PDUC y el actual intento de aprobar en la comuna referida los proyectos ya mencionados, para así, recién entonces, dejar que los hechos rebatan por sí solos las expresiones que el urbanista Allard profiriera en contra de las sanas decisiones de la Seremi de Transportes.

El antecedente teórico-urbanístico de los PDUC se encuentra en aquella presunta voluntad del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, presidido en aquel entonces por el imaginativo Ravinet (2001-2005), de corregir las arbitrariedades en las que incurrieron sus tristemente precursoras, las Zonas de Desarrollo Urbano Condicionadas (ZODUC), que permitieron en 1997 transformar en urbanas miles de hectáreas rurales de la Provincia de Chacabuco.

Así, por tanto, en el año 2002, se propone la figura de los PDUC, dándose olímpicamente por zanjada la discusión de si una ciudad que se ahogaba bajo la contaminación atmosférica, debía o no seguir expandiéndose. Simplemente se resolvió que de allí en adelante cualquiera inversionista que contara con al menos 300 hectáreas rurales en los alrededores de Santiago, y estuviera, ante todo, dispuesto a mitigar a sus expensas las externalidades negativas que generarían estos nuevos proyectos de expansión urbana, podría proponer la aprobación de su correspondiente cambio de uso de suelo al Gobierno Regional Metropolitano.

Pero como la introducción de esta nueva fórmula mercantil fuera resistida por los entendidos en la materia, se exigió que su normativa dejara muy en claro, con el propósito de conseguir su aprobación y despejar cualquier recelo acerca de la «seriedad» del compromiso de proteger los intereses públicos ya vulnerados por las ZODUC, que cualquier futuro PDUC sólo se aprobaría si superaba un «Estudio de Capacidad Vial y Transporte». Éste incluiría un plan de inversiones de las obras requeridas para mitigar sus impactos, así como las expropiaciones necesarias para su construcción, y, por cierto, la entrega de los correspondientes aportes monetarios por parte de cada uno de los gestores para garantizar su efectiva ejecución. Y así, ceñidos a esta  exigencia, el 13 de noviembre de 2003 se aprobó el Art. 8.3.2.4 del PRMS que regularía esta nueva figura de expansión urbana.

Ahora bien, no obstante que, al mecanismo de los PDUC podría acogerse cualquier inversionista que reuniera las condiciones previstas en su normativa, se sabía a ciencia cierta, y los hechos lo han demostrado fehacientemente, que éste fue creado para dar vida a los tres proyectos que mencionáramos, los que ingresaron a tramitación tan pronto fue  promulgado ese Art. 8.3.2.4. Ello no era una mera casualidad, pues sus poderosos gestores contaban, entre otros factores, con la certeza de que podrían utilizar la Ruta 68 para lograr su conectividad con Santiago sin necesidad de comprometerse con la realización de costosas obras viales para conseguir el ansiado cambio de uso de suelo para sus terrenos. De paso, al capturar toda la capacidad vial de la Ruta 68 para dichos proyectos, se auto garantizaban, por carambola, el monopolio del mercado inmobiliario de la zona, pues su colapso evitaba el ingreso de nuevos actores a éste, cerrándose así el círculo. 

Pero este curso de acción se encontró con un organismo del Estado que sí funcionó, la Seremi de Transportes, la que apoyada por su par de OO.PP., no sólo avizoró y calculó los enormes problemas que se presentarían para uno de los principales accesos a la ciudad de Santiago, sino que, en función de ello, exigió que lo dispuesto en el Art. 8.3.2.4. no fuera letra muerta, demandando, por consiguiente, que las externalidades negativas, constituidas por los flujos vehiculares de tales PDUC, fueran asumidos por éstos, mediante la creación de corredores paralelos a la Ruta 68 que evitaran interferir con sus funciones.

Por cierto, que nada de esto gustó a los titulares de los negocios, cuyas  críticas reproduce Allard, cuando constataron que unos funcionarios probos y profesionales les recordaban que la Ruta 68 no les pertenecía, y que al Estado tampoco le correspondía alentar situaciones monopólicas. Ya, para ese entonces, el negocio de las PDUC no se había reducido en comprar terrenos rurales baratos y entregar al Estado unos tantos papeles etiquetados como «estudios» y que aquel los validara entregándoselos «plusvalizados» con los cambios de uso de suelo requeridos. Ahora, resultaba que había que cumplir con la promesa de invertir en obras y por cierto, de cuantiosas sumas, si se quería utilizar la granjería de los PDUC.  

Como ya se habrá dado cuenta el lector, los intereses en juego no se reducen a hechos de negligente burocracia para con unos inocuos proyectos de supuestas ciudades satélites, como algunos aducen, sino verdaderas pugnas por proyectos de conurbación que procuran disminuir al mínimo posible sus aportes por los efectos adversos que generan, y la posible competencia a enfrentar, para llegar ante sus accionistas con altos índices rentabilidad, a lo Wall Street.

En cuanto a la disposición que por su parte mostrara la concesionaria para solucionar la situación expuesta, utilizando la propia Ruta 68, mediante la elaboración de un plan maestro presentado para su aprobación al MOP, éste debe ser cuidadosamente estudiado, ya no sólo por esta cartera, cuya negligencia evocara Allard en su columna, sino también por otras instancias, desde ya la misma Contraloría y la Comisión Anti Monopolios, toda vez que pudieran considerarse en ese plan sólo las demandas viales de algunos proyectos, y sus correspondientes obras de mitigación, en desmedro de otros, atentándose contra el principio de imparcialidad y fomento de la competencia al que se deben todos los organismos del Estado.

Por lo demás, no hay que olvidar que la «Concesionaria Rutas del Pacífico S.A.» no sólo podría estar actuando como un intermediario imparcial ante la demanda de servicios requerida por distintos actores inmobiliarios en competencia, sino también podría verse envuelta en un conflicto de intereses, pues el conglomerado Abertis S.A. que es dueño del 50% de aquella, junto con una filial del Banco Santander, es a su vez propietario del centro de almacenaje de cargas más grande de Chile, en plena construcción nada menos que en la PDUC Enea.

Como se ve, estimado Pablo, no solo la Seremi de Transportes procedió bien en el caso comentado, sino también la de OO.PP. actuó correctamente.

*Patricio Herman, Fundación «Defendamos la Ciudad».

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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