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Política de enemigos y libertad de prensa

La tendencia a demoler al adversario sin fundamento o de manera agraviosa lesiona tanto al contrincante como a la política misma. La transforma en un acto de violencia simbólica, pues su lógica no es el debate sino la descalificación.


Toda elección es un acto político público en el cual los contendores deben estar dispuestos a  decir lo que proponen, y a pasar el test de la transparencia al que los someterán tanto la ciudadanía como sus adversarios políticos, los que escrutarán hasta el último detalle, buscando coherencia entre lo que predican y lo que practican.

Así funcionan las sociedades democráticas, en las cuales la alternancia en el poder no depende ni de privilegios ni de acuerdos o negocios corporativos, sino de los votos provenientes de una contienda electoral  que debe ser abierta, sujeta a reglas claras e iguales para todos.

Bajo esta premisa, no son de extrañar las expresiones rudas acerca del contendor en cualquier campaña electoral. Tampoco el uso del poder económico, las influencias sociales, el uso de la imagen del gobierno del cual son continuadores, la iconografía sagrada de los adherentes, sea gremio, religión o familia. Y por supuesto la imaginería instrumental de las técnicas de mercadeo para vender candidatos.

Pero ellos quedan sujetos de inmediato a la revisión ciudadana. A que quien lo desee investigue sus errores y aciertos, sus posibles mentiras o manipulaciones, las situaciones poco claras que los envuelvan, los abusos de poder o la búsqueda del privilegio. Y también a que se sepa quiénes los acompañan, quién financia sus campañas y cuáles son sus intereses preferentes.

Todo ello porque en una sociedad democrática nadie está obligado a ser candidato ni a asumir una vida pública.  Quien decide serlo es por voluntad propia y cuando lo hace,  lleva toda su historia a la luz de la ciudadanía. Porque intenta representar al pueblo y lo convoca para que le de sus preferencias, es que apenas se convirtió en candidato se transformó en sujeto de escrutinio público.

Ello vale por igual para todos los candidatos, y no es un proceso sin reglas ni límites. Aunque alguien pudiera considerarlo como una utopía, el primer límite es la autorregulación de los candidatos. Aceptar el control como un valor de transparencia y veracidad, es una manera de fomentar la confianza frente a la ciudadanía.

El segundo límite es reconocer expresamente que la legalidad y la eficacia de las instituciones del Estado no es un freno para la libertad individual, sino una manera de garantizar la igualdad y la libertad del colectivo social, además de la de cada uno de sus miembros. Ello se cumple con un respeto riguroso de la ley, sin manipulaciones o presiones destinadas a impedir que las instituciones funcionen como y para lo cual fueron establecidas. La visión instrumental de ellas lesiona directamente a los ciudadanos, la mayoría de los cuales no tiene otro capital que éstas, y que si desaparece los deja sometidos a un poder arbitrario.

El tercer límite es el respeto del adversario y el derecho a la información bajo reglas de respeto cívico, veracidad y equilibrio. La tendencia a demoler al adversario sin fundamento o de manera agraviosa lesiona tanto al contrincante como a la política misma. La transforma en un acto de violencia simbólica, pues su lógica no es el debate sino la descalificación.

Desde el punto de vista de los medios, una campaña electoral llena de acusaciones y descalificaciones genera un interés del público muy superior a una elección en la cual se debaten programas u orientaciones de gobierno. La forma preferida de la información es la noticia de interés masivo, y si ella transita por escándalos, corrupciones o incoherencias de los candidatos, no es un problema de los medios, sino de la propia política y de los políticos que las producen.

Informarlo es parte de la atmósfera de libertad civil, a condición de estar sometida esa información a las reglas de veracidad y equilibrio informativo. Lamentablemente, y sin perjuicio de lo anterior, es evidente que un escenario como ese es más propio de los sistemas políticos en descomposición que de uno de competición y salud republicanas.

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