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De sepultureros y analistas

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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La Concertación pudo haber liderado la nueva etapa modernizadora, pero todo indica que se ha cerrado sobre sí misma y ahora busca ahogar los liderazgos emergentes que nacen de su propia creación. La ciudadanía está escogiendo, como lo hizo con Bachelet, por dar otro paso en la dirección de…


Por Osvaldo Torres*

Gabriel Valdés ha afirmado que la Concertación está muriendo. Su declaración ha sido desestimada por el presidente de su partido.  Hace unas semanas atrás otros analistas acusaron a un candidato presidencial de «sepulturero» de la coalición gobernante, incluso sin que éste lo hubiese afirmado.

Hay un dicho que dice «a confesión de partes, relevo de pruebas» y esto evitaría seguir argumentando. Pero la cuestión es seria y profunda, y si bien las coaliciones políticas no son eternas, es importante buscar las causas de su proceso de disolución o pérdida de la mayoría electoral.

Un tema central está en que la democracia que tenemos no es la democracia que queremos. La limitada democracia pactada de la transición está agotada, tanto porque las libertades políticas institucionalizadas son menores que las deseadas por los chilenos como porque la rigidez constitucional impide dinamizar el desarrollo económico.

La cuestión de fondo es la democracia y no la economía. La democracia no es sólo un asunto de los políticos y lo «binominal» de la nuestra es una distorsión,  por lo que en la medida que se agotaba la larga transición, la ciudadanía comprendía que no sólo tenía algo que decir, sino que podía expresarlo públicamente. Este proceso comenzó con Lagos luego que nos convencimos que «las instituciones funcionan»; posteriormente los ciudadanos fueron los que decidieron llevar de candidata y elegir a M. Bachelet; con ella llegaron los «pingüinos» y la demanda ciudadana masiva, y ahora culturalmente no están disponibles para que les impongan candidatos ni alternativas en blanco y negro, cuando es evidente que las redes del poder traspasan a las dos coaliciones más importantes. La madurez ciudadana es mayor de la que se supone.

Lo que se agotó, entre otras cosas, es el concepto hegemónico de democracia que prevaleció en los últimos 18 años, la llamada «democracia de los acuerdos» -de tipo «platónica»-, en que la minoría tiene derecho a veto (minoría social privilegiada que se expresa políticamente) y la elite ilustrada es la que decide. Este esquema ideado para la transición pactada ha dejado de ser útil, pues restringe las opciones, separa lo político de la ciudadanía y de la economía, y no da cuenta de la diversidad cultural y la desigualdad social. Los chilenos, particularmente los jóvenes, ya no dividen su mundo político en dos coaliciones, ni están tan disponibles en apostar a que «algo debe cambiar para que todo siga igual», como en la novela del Gatopardo.

El concepto de democracia como exclusivamente política y de un acuerdo racional de las elites es lo que ha terminado. El Informe PNUD para Chile del 2000 y sobre la «Democracia en América Latina» del 2004, coinciden al afirmar que la democracia no es meramente un régimen formal acordado, es también un tipo de sociedad, con una idea de ser humano, una cierta distribución del poder, una experiencia histórica y en que el reconocimiento de derechos sociales implica entonces un asunto de todos y, axiomáticamente, un asunto político para todos. Lo que se está viviendo es el fin de esta etapa, en que las reivindicaciones de mayor equidad y justicia social se vivían como una amenaza a la estabilidad y gobernabilidad, por lo que la actual y osificada estructura institucional debe cambiar para impedir una crisis futura.

Es también por lo anterior, que es opinable el concepto de gobernabilidad. Nada o poco se saca con acusar a otros de no asegurar gobernabilidad, de no tener acabados programas, pues la democracia sustantiva no entiende la gobernabilidad como el orden formal y la paz de los privilegios, sino la capacidad de transformar democráticamente las situaciones de injusticia social y desigualdad política. Esto pone como una tarea  principal la reforma del régimen centralista y ultrapresidencial, por otro descentralizado que permita elegir autoridades con poder real a niveles regionales y comunales, para liberar las energías contenidas por el burocratismo centralista y reimpulsar el desarrollo económico, haciendo participar a los ciudadanos de las decisiones y no sólo invocándolos para que den su apoyo a los gestores políticos.

Lo que ocurre es una paradoja, como muchas de la historia. Hay que señalarle a los analistas del oficialismo que el sepulturero de la Concertación está siendo la propia ciudadanía que ayudamos a reconstituir. Es el momento en que la coalición gobernante, que parecía eterna,  ahora como «todo lo sólido se desvanece en el aire», y la creación moderna con su carga de contradicciones y ambigüedades, nos hace ver incierto el futuro; somos arrastrados por el torbellino de la novedad y buscamos donde aferrarnos. Es aquí donde surgen los liderazgos conservadores que nos llaman a resguardar la tradición, a temer al futuro, a dejar que ellos nos administren nuestras vidas, en un sistema político que opera por acuerdos de las elites.

La Concertación pudo haber liderado la nueva etapa modernizadora, pero todo indica que se ha cerrado sobre sí misma y ahora busca ahogar los liderazgos emergentes que nacen de su propia creación. La ciudadanía está escogiendo, como lo hizo con Bachelet, por dar otro paso en la dirección de renovación y democratización y en esto no bastan las palabras sino también aquellas personas creíbles, pues la política es también -como decía Lechner- subjetividad.

*Osvaldo Torres G. es antropólogo. Director. Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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