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Dagas envenenadas

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Desde hace una década en Europa y últimamente en nuestro país, se agrega lo que algunos han denominado la «violencia difusa y sin rostro» como la que asoma en cada marcha, en cada protesta o en determinadas fechas cargadas de simbolismo. Este vandalismo además se expresa sobre las mujeres, los…


Por Ricardo Manzi*

¿Cuando se jodió el Perú, Zavalita? El Perú es el país que se jode cada día, decía Vargas Llosa en «Conversación en la Catedral».

¿Cuándo nos joderemos nosotros? Cuando nos lleven a todos y sea demasiado tarde porque no prestamos atención a las señales y marcas incandescentes que día a día los violentos vienen dejando sobre el espacio público y también en el privado, sobre plazas y calles, en los teléfonos y luminarias, en la señalética, en las murallas, en las  vidrieras de los comercios de una transnacional o una gran institución financiera, en la de un pequeño comerciante de abarrotes, un colegio particular subvencionado, o las instalaciones de un consultorio de salud, quizá en la carnicería del matarife y el quiosco de la esquina; sobre el cuerpo social, cuando tantas familias son asoladas por la brutalidad pagando el costo de perder a uno de los suyos porque aquellos debían protestar en contra de todo aquello que les parece obsceno.  

Para los violentos todo es obsceno, todo es irritante y todo lo que les molesta debe ser erradicado de la faz de la tierra, luego de un sumarísimo juicio popular.

Por cierto, lo obsceno son las injusticias sociales y económicas, la bobina sumisión del pueblo y la felicidad que exhiben los satisfechos, de modo que, los justicieros quedan automáticamente autorizados para acabar con ellas y borrar las sonrisas de las caras de aquellos, por cualquier instrumento eficaz al efecto.

En este marco, en días recientes hemos visto como un grupo de muchachos universitarios hace sus primeras armas contra una comisaría de la policía civil y como sus compañeros tratan de justificar su proceder y enjuiciar a una policía que se defiende contra un ataque injustificado y absurdo. Como de costumbre, es la policía la que debe salir a justificar la licitud de sus actos. Últimamente, siempre son los agredidos los que deben justificar sus conductas, pues ya no importa qué hicieron los agresores, si estaban armados, si eran más numerosos, si su conducta obedecía o era respuesta a una agresión previa. Tampoco importa si su proceder es una flagrante transgresión a medidas cautelares dispuestas por la autoridad  judicial destinadas a pretejer personas o bienes.

¿Qué está sucediendo en ciertos centros universitarios que sus alumnos enarbolan las banderas de la ira? ¿Quién los está adoctrinando o instruyendo y sobre qué, de modo que todo se ha de resolver mediante el expediente de las dagas envenenadas?

A inicios de los años 60′, en todo el mundo desarrollado y también en los países del tercer mundo se inaugura una época de convulsiones signada por un discurso contracultural y antisistémico que se escurre de las sedes universitarias y se dirige a la sociedad y especialmente al mundo del trabajo apelando a la toma de conciencia y a la necesidad de su liberación recurriendo a todos los métodos de lucha y en forma preponderante a los violentos, ya que los tradicionales procedimientos democráticos no satisfacían la urgencia de los  resultados  esperados. Francia e Italia, fueron el laboratorio occidental donde se probaron a gran escala los procedimientos que el terrorismo luego extendería al mundo entero. Lo curioso de esto, es que sus soldados eran jóvenes universitarios, frecuentemente formados al alero de la iglesia católica, que impulsados por su sed de justicia estimaban que ésta no podía esperar y si para lograrla era necesario tomar el atajo de hacer circular la sangre, la finalidad lo ameritaba. Esto a su turno ocurría en nuestra América, donde el foquismo guevarista había alentado la urgencia de la conquista del poder por las vías de hecho tras el éxito de la revolución cubana.

En Italia en particular una reforma legal dio lugar a que las aulas universitarias  se transformaran en verdaderas asambleas populares, donde ni alumnos ni profesores se sometían a un escrutinio intelectual, esencial en una institución que como se quiera tiene como misión la formación de las élites dirigenciales de cualquier país. De ahí salieron los violentos que conformaron los cuadros de las brigadas rojas que tiñó con sangre los empedrados medievales de las ciudades italianas e irradió a otras latitudes.

Desde hace una década en Europa y últimamente en nuestro país, se agrega lo que algunos han denominado la «violencia difusa y sin rostro» como la que asoma en cada marcha, en cada protesta o en determinadas fechas cargadas de simbolismo. Este vandalismo además se expresa sobre las mujeres, los niños, los viejos, los extranjeros, en fin, sobre los débiles.

En nuestro país vemos que en forma creciente la violencia empieza a apoderarse de las calles y del lenguaje; los descontentos se animan a adoptar métodos cada vez más severos para reclamar y conseguir sus objetivos; efectúan alianzas con la delincuencia organizada y el narcotráfico; es más, es ésta la que provee el armamento, que frecuentemente supera en sofisticación al de las policías; la utilización de menores en riesgo social, aprovechando las licencias de una legislación que al menos en el papel aspira a la reinserción y la rehabilitación, pero que no tiene un correlato material en la realidad diaria.

Los violentos por cierto, utilizan una estrategia antigua, que no es otra que, la acción, represión y reacción, en el entendido que la violencia legítima del Estado, dejará heridos y, con suerte, puede haber una represión indiscriminada, lo que hará confluir a los descontentos timoratos a la lucha incruenta contra la democracia imperfecta que nos gobierna. Esa fue la estrategia de todos los grupos violentistas de los 60 y 70 y es la que se avizora en los primeros años de este siglo.

La autoridad pública, por su parte, manifiesta por sus actos un evidente temor e incluso inmovilismo dado que advierte que una represión de la brutalidad con todo el arsenal legal, judicial y policial con que cuenta, podría traer aparejada una reacción aún más violenta por parte de los «jóvenes idealistas encapuchados» y su soporte intelectual, que lo hay, pero como todos los cobardes, lo ocultan transfiriendo la responsabilidad a la sociedad y sus estructuras de poder, a la autoridad ejecutiva que lo detenta y, finalmente, a las policías.

Los objetivos de estos grupos se han ido cumpliendo uno a uno en los últimos años, a saber:

Primero, aterrorizar a la ciudadanía que soporta estoicamente las arremetidas de la «violencia difusa» frente a ciertos eventos corriendo a refugiarse a su hogares; y, a diario, la de la delincuencia organizada y el narcotráfico, ahora coaligados con los revolucionarios y sus mentores;

Segundo, encorsetar y amordazar a la autoridad que retrocede y que no titubea en responsabilizar por supuestos excesos a las fuerzas de orden. Esto provoca a su turno, en las fuerzas policiales una evidente frustración y una desafección en el ejercicio de sus atribuciones.

Tercero, lenta e imperceptiblemente, comenzar a legitimar sus métodos o, cuando menos a acostumbrarnos a ellos, que en esta última hipótesis, significa el inmovilismo privado del terror, manifestado en las casas enrejadas, muros que suben al cielo, electrificaciones, ofendiculas y cuanto ingenio protectivo surge de la invención humana.

Cuarto, comienzan a visualizarse, como lo han puesto en evidencia algunas investigaciones periodísticas, «territorios libres» donde el Estado no ejerce soberanía o lo hace sólo en forma intermitente.

Lo paradojal de todo esto, es que en esos «territorios libres» se han perdido los espacios públicos. La violencia difusa, los justicieros revolucionarios y la delincuencia ajustando sus cuentas y suministrando la muerte, le niegan al pueblo la calle.

Ricardo Manzi Jones es abogado. rmanzi@adsl.tie.cl

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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