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El sí de Irlanda y nuestra integración

No es necesario seguir el modelo, pero si el ejemplo de la Unión Europea. Es decir, lo que no debemos seguir haciendo -tal vez ese fue nuestro primer y definitivo error- es tratar de copiar el modelo de la UE y confundir la integración con una determinada y única forma institucional …


Por Héctor Casanueva*

“Fuera de la UE hace mucho frío”, ironiza un editorialista del diario español “El Mundo” a propósito del contundente resultado del referéndum irlandés favorable al Tratado de Lisboa, que revierte la negativa de hace un año, dando un claro respaldo al proceso de institucionalización de la Europa política. Este resultado pone en tierra derecha la próxima aplicación del Tratado, aún cuando están pendientes las firmas de Polonia y la República Checa, cuyos parlamentos ya lo ratificaron. No deja de tener razón la ironía del editorial, pues el temor a quedar fuera del paraguas comunitario, que ha permitido capear mejor y atenuar los efectos de la crisis financiera, ha sido sin dudas un factor importante en la decisión. Pero no es toda la explicación, y en cierto modo este presunto voto del miedo  -como los euroescépticos lo califican-  responde a una toma de conciencia colectiva de la importancia de la integración en un mundo incierto, altamente competitivo y con nuevos desafíos globales.

Esta vez los líderes europeístas debieron explicar mejor a sus ciudadanos los alcances del proceso en marcha, y obtener de los demás países comunitarios las garantías suficientes en materia de soberanía. Pero sobre todas las cosas, tanto los líderes irlandeses, como los de toda Europa, debieron emplearse a fondo en una pedagogía política que señalara rumbos más allá de la coyuntura y lograra instalar una reflexión prospectiva acerca del futuro esperable con y sin integración.

La clave de todo este proceso, y la apuesta política que viene desde los orígenes, es tan simple como efectiva: la unión hace la fuerza, especialmente cuando la globalización exige posicionarse y competir desde espacios integrados, porque la competitividad es sistémica. Y del mismo modo que en sus inicios la integración europea se planteó en lo político como un proyecto de paz, democracia y cooperación, y en lo económico como una respuesta a la competencia de Estados Unidos y del Asia emergente, hoy el proyecto para reforzar la Unión tiene que ver con las nuevas realidades y desafíos de la globalización: el crecimiento de China e India, el cambio climático, la sustentabilidad global del desarrollo, la paz y seguridad global, los avances científicos. Por eso con el Tratado de Lisboa las instituciones comunitarias se verán reforzadas, especialmente el Parlamento Europeo, que intervendrá directamente en las decisiones sobre la agricultura, la pesca, los negocios, la policía y la justicia, y tendrá más influencia en la elección de la Comisión (el ejecutivo comunitario), pero al mismo tiempo los parlamentos nacionales tendrán más control en la elaboración de la legislación europea. También habrá un presidente de la UE para tener una sola voz frente al exterior. Y el tema de la competitividad  -con sus dimensiones sociales y económicas-  será sin duda central.

¿Y cómo andamos por casa? Algunos dirán que no debemos comparar nuestro proceso latinoamericano con el europeo, pues son realidades distintas. Es verdad, hay muchas diferencias, pero los desafíos son los mismos y el camino de la integración una necesidad evidente. No es necesario seguir el modelo, pero si el ejemplo de la Unión Europea. Es decir, lo que no debemos seguir haciendo  -tal vez ese fue nuestro primer y definitivo error- es tratar de copiar el modelo de la UE y confundir la integración con una determinada y única forma institucional de lograrla.

A similares desafíos se puede responder con un diseño político, económico e institucional diferente. Por ejemplo el Asia ha adoptado una forma de integración basada en la convergencia unilateral. Nosotros, en los ochenta adoptamos un modelo de bilateralismo convergente al que no le sacamos el partido previsto.

Actualmente, seguimos insistiendo en diseños homogeneizadores cuando por otra parte los países buscan elegir caminos propios para su inserción internacional en la globalización. ¿Cuál es el ejemplo de Europa que a nuestro juicio deberíamos seguir? Me atrevo a formularlo de este modo: avanzar integrando lo integrable, pero de manera irreversible, haciéndose cargo en cada caso de la diversidad, generando sólo aquella institucionalidad común imprescindible para hacer mejor lo que los estados o las regiones no pueden hacer por si solos (principio de la subsidiaridad muy bien expuesto en un reciente artículo de la profesora Encarna Hernández, de la Universidad de Murcia), generando los consensos para el máximo común denominador. Habiéndose iniciado los procesos de integración en simultáneo en Europa y en América Latina en los años cincuenta, nuestra capacidad para crear nuestro propio modelo y avanzar en ello ha sido muy limitada, y las diferencias están a la vista. Lo de Irlanda, el antes y el después, sus por qué y como, así como sus consecuencias, no son en absoluto lejanos y deberían ser fuente de reflexión por estos lados.

*Héctor Casanueva es Director Ejecutivo del Centro Latinoamericano para las Relaciones con Europa (CELARE).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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