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Los recitales (y por qué me escarapelo ante su sola mención)


Cuando estaba en los primeros años de la universidad, en la Católica, asistí a varios recitales poéticos. Incluso leí mis propios poemas en algunos de ellos; a tanto llegó mi desfachatez.

Recuerdo uno en particular: un largo desfile de más de veinte poetas (y un monólogo teatral), en un gran salón de Letras lleno de bote a bote, lo que resultaba especialmente llamativo considerando que había otros dos recitales al mismo tiempo en el campus y todos estaban similarmente pobaldos. Es sabido que en la Católica dos de cada quince estudiantes son poetas y al menos uno de ellos merece la inmortalidad (a su juicio).

Como parte del público embobado, me tocó escuchar algunos recitales memorables: Enrique Verástegui caminando a la hoguera con Giordano Bruno; Rodolfo Hinostroza carraspeando con vozarrón de barra brava las épicas estrofas de «Nudo borromeo», Antonio Cisneros o Ernesto Cardenal remezclando sus nuevos cantos y sus viejos epigramas.

También recuerdo los especialmente estúpidos y los gratuitamente beligerantes: un poeta que se llamaba César Ángeles, por ejemplo, terrible imitador de Luis Hernández, gritándole al hermano de Luis Hernández, en un homenaje al poeta muerto, que Luis Hernández era suyo y no del hermano.

Aunque no reniego de los buenos recitales a los que fui, los otros en cambio me erizan la piel de vergüenza propia y de vergüenza ajena. Hace veinte años, quizás, que no voy a un recital: la costumbre me curó a punta de espantos y me vacunó con carácter, espero, vitalicio.

Los recitales de poesía, que son el más burgués de los ritos literarios, son una costumbre heredada sobre todo, curiosamente, por quienes más antiburgueses se proclaman.

Los recitales del antiguo modernismo hispanoamericano eran una mezcla de soirée de damas de tertulia y concierto de Julio Iglesias: los poetas declamaban encaramados en un podio y luego firmaban álbumes con rúbricas, garabatos y florecitas e improvisaban al margen de la página sus peores rimas «de ocasión».

Los recitales de la vanguardia europea, y por calco y herencia los latinoamericanos, eran bastante menos reverentes en forma, tenían algo de la calidad de un acontecimiento estético en sí mismos, y muchas veces eran, además, precisamente antiburgueses. Pero no dejaban de ser el mostrador de exhibición de quienes se sentían distintos y adelantados.

La última transformación más o menos fundamental vino con los beats, la acogida del jazz en el mundo poético, la experiencia de la música y la poesía reunidas nuevamente, como en su origen mítico y en su pasado histórico, y otra vez los recitales fueron presididos por el espíritu de la protesta anti-establishment.

Pero yo no vi ninguno de esos. Yo lo que vi fue la procesión interminable de los egos grandotes y los poemas chiquitos: la vanidosa exposición de lo crudamente mediocre en una ceremonia de orgullos olímpicos. Lo que vi fue a poetas más interesados en el espacio, los ojos y las bocas del recital que en los textos escritos o compuestos.

El recital limeño es como el concurso de belleza de los feos y los jurados tuertos: cada quien está listo para ser democráticamente deslumbrado por lo que le guste a la mayoría o para emitir el juicio destructor de lo que disguste a la mitad más uno; todos están seguros de que al lado de lo propio lo ajeno es un galimatías insípido y hueco; noventa y nueve de cada cien poemas son idénticos e idénticamente olvidables y el que es diferente resulta poco menos que imperceptible, opacado en la marisma de medianías.

Los recitales se han devaluado cada vez más, por cierto. Si alguna vez marcaron hitos en la esfera pública, hoy son hitos de la historia privada, rincones meramente propios en la autobiografía, o, en el mejor de los casos, casetas de peaje en el callejón sin salida del colectivo miniatura, del grupúsculo incoloro que piensa estar escribiendo leyendas aunque nadie jamás las lea.

(Dicho sea de paso, por eso es que, como acaso habrán notado, no suelo anunciar recitales poéticos).

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