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La sociedad abigarrada

Cisarro, aún antes de nacer, y muchos niños como él han sido, para todos los efectos de la planificación presupuestaria de burócratas obsesionados con el superávit estructural, tanto en dictadura como en democracia, desechos sociales absolutamente prescindibles.


El mejor calificativo que se podría usar para caracterizar el actual escenario político es abigarrado. Muchas cosas muy diferentes entre si juntas sin orden ni concierto. Conflictos de intereses, velados a veces abiertos otras, en la instalación del gobierno; problemas de probidad pública; crisis institucionales significativas como la de la iglesia católica; demasiados asuntos privados mezclados con lo público, como lo que ocurre en las campañas presidenciales del Partido por la Democracia y el Partido Socialista. Y una agenda de reconstrucción que demanda eficiencia, buen criterio y equidad social.

En momentos así lo que generalmente prevalece en la conducta de los actores son sus valores de orientación más preciados, sean doctrinarios o religiosos. Ellos, a su vez, puestos juntos sobre la mesa de la evaluación ciudadana, expresan los promedios culturales que dominan la sociedad. Interés colectivo o individualismo, prejuicio o diálogo, libertades civiles o autoritarismo, prevención o represión, control corporativo o presencia del interés general en la solución de los conflictos.

De esa fragmentación y ambigüedad surge la convicción de que algo esencial para un funcionamiento libre y estable de la sociedad es la transparencia y la libertad de información. Si ellas existen, los ciudadanos pueden de verdad ejercer su libertad de elegir y decidir.

[cita]Las autoridades han sacado pecho y, nuevamente al parecer, se impondrá el paradigma de control y represión, aceptando métodos intrusivos de seguridad e, incluso, policías dentro de los colegios.[/cita]

Los intentos por controlar o manipular los medios de información, hacerlos clientes ciegos de poderes económicos omnímodos, desviarlos de su papel  o simplemente eliminarlos, es contrario a los intereses generales de toda la ciudadanía. Y atenta contra un principio esencial  en el funcionamiento de una democracia: el derecho social a la información.

En un escenario político abigarrado todos los temas parecieran tener el mismo valor de exhibición e igual jerarquía en los intereses políticos de la sociedad. Ello no es así. Hay casos, por más simples que parezcan,  que reflejan la profundidad estructural de una crisis, que ningún abrazo u obra de caridad puede solucionar, pues requieren medidas mucho más profundas.

Ese es el caso del niño “Cisarro”, cuya vida de delincuencia infantil ha llenado páginas de periódicos en días pasados y provocado una visita del Presidente de la República al centro del SENAME en Valparaíso donde se encuentra recluido.

Por todos conocida, la vida de Cisarro es el epítome de la precariedad social y la desigualdad de nuestra sociedad, en la cual las poblaciones en mayor riesgo son los niños y los ancianos.

Echando mano a los argumentos sobre la libertad en abstracto y el destino de los seres humanos, es posible encontrar explicaciones a la existencia de un niño de 10 años como  un alcohólico, drogadicto y delincuente. Lo que no tiene explicación es que no haya un solo lugar donde tratarlo y rehabilitarlo adecuadamente.

Ello implica un abandono ex- ante por parte del Estado. Un notable  abandono de la obligación de proteger a la infancia. Cisarro, aún antes de nacer, y muchos niños como él han sido, para todos los efectos de la planificación presupuestaria de burócratas obsesionados con el superávit estructural, tanto en dictadura como en democracia, desechos sociales absolutamente prescindibles.

Su médico tratante por siete meses en el Hospital Calvo Mackenna declaró que se trata de un caso grave pero absolutamente rehabilitable  “como cualquier otro niño con patología psiquiátrica, en la medida que reciba un tratamiento adecuado”. Sin embargo, agregó, “hoy día en Chile no hay camas de psiquiatría para niños como él”.

Situaciones como las del niño Cisarro aumentan día a día. No todas tienen el mismo tono dramático y casi terminal, en las cuales las autoridades reconozcan que carecen de instrumentos y de políticas. Pero son mucho más frecuentes de lo que se quiere aceptar. Los antecedentes previos son siempre casi idénticos: pobreza, violencia intrafamiliar, hogares desestructurados y entornos sociales precarios.

A lo anterior se ha agregado un fenómeno creciente de violencia adolescente e infantil, que contamina fuertemente muchos establecimientos educacionales. Las autoridades han sacado pecho y, nuevamente al parecer, se impondrá el paradigma de control y represión, aceptando métodos intrusivos de seguridad e, incluso, policías dentro de los colegios.

Es necesario enfrentar este terremoto silencioso que afecta a nuestra sociedad y para el cual parece no haberse preparado nunca. Las consecuencias de la marginalidad y la desigualdad aparentemente han calado más hondo de lo que se supone, con  impactos de mayor alcance y profundidad que los daños materiales sufridos con el tsunami del 27-F.

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