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La muerte de un rockolero

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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El periodismo nacional, con una falta de sensibilidad enorme, consideró su canto como “música cebolla” o música de vertedero, sin percibir que la noche de la rockola es otra noche dentro de las varias que tiene la cultura popular. No es fina ni de consenso. Simplemente es, como son las cosas del pueblo, sin pedir mucho permiso.


Toda cruz tiene cuatro esquinas. Y en la del bolero, hay una que pertenece a La Rockola, ese movimiento musical donde estuvo estacionado en vida Luis Barros Rojas, “Míster Marabú” o simplemente Lucho Barrios.

Su muerte no implica solo la extinción de una voz. Es en muchos sentidos también el repliegue casi definitivo de una generación de cantantes populares excepcionales, que con un estilo particular crearon un vínculo de masas muy grande.

No es que no haya herederos musicales. Para sus seguidores, la Rockola no muere y se renueva de tanto en tanto con nombres como Charlie Zaa, Douglas o Segundo Rosero. Pero la muerte de Barrios al igual que la de otros como Daniel Santos, Julio Jaramillo o Tito Cortés borra una época que no ha sido apreciada en toda su magnitud por la crítica musical.

El movimiento rockolero, que alcanzó madurez hacia mediados de los sesenta, empezó a germinar poco antes con la instalación de wurlitzer en las cantinas. Ello contribuyó a ampliar el horizonte de la industria discográfica que pudo entrar de manera colectiva en los sectores populares. El tocadiscos que en las casas pobres era un lujo imposible, en las cantinas o fuentes de soda hizo de los discos un consumo de masas al alcance de todos.

[cita]Para un cantante rockolero el mejor tributo del público es  cantar con él, saberse la canción. Esa es la seña  de la comunión total.[/cita]

Parte importante  de la sociedad se fue tras la senda del rock and roll, en todas sus variantes. Pero parte importante de los sectores populares se ancló  en una bolerística simple, que hablaba de cosas muy cotidianas como la traición, los hijos, el mal querer, el alcohol o la alegría de vivir, pero que tenía unos intérpretes singulares y potentes como Daniel Santos, el Jefe, Julio Jaramillo, Alci Acosta, Tito Cortés, Olimpo Cárdenas, Orlando Contreras y el gran Lucho Barrios, entre otros.

Por qué el movimiento pese a su raigambre social pasó a ser preferentemente cultura musical de puerto, no lo sé. Queda para investigación de antropólogos o musicólogos la respuesta, aunque poco o nada se han preocupado de investigar estos temas.

La cantina rockolera, es decir la cantina donde en un wurlitzer cualquier acongojado puede escuchar las canciones de estos músicos, ha florecido en Perú, Ecuador y Colombia, y en menor medida en Venezuela. La capital obligada siempre ha sido Guayaquil, quizás como herencia de Julio Jaramillo, Míster Juramento, que sigue siendo mito en su pueblo.

En los conciertos rockoleros en el Estadio Modelo de Guayaquil, o en cualquier otra parte, no eran los aplausos lo que coronaba la actuación. Para un cantante rockolero el mejor tributo del público es  cantar con él, saberse la canción. Esa es la seña  de la comunión total. Para los viejos rockoleros ese vínculo se sellaba con una botella que iba y venía desde el público al escenario y viceversa, libre y potente como las canciones: “Cómo te he de olvidar, alcohol, si tantas veces te he bebido”.

En nuestro país el fenómeno es completamente desconocido, pese a que tuvimos la suerte de que nos llegara Lucho Barrios. Y que también tenemos criollos que se acercaron a él, como Ramón Aguilera o Luis Alberto Martínez. Y en todas partes se lo va comiendo la tecnología, pues la era digital abomina de las viejas cantinas.

El periodismo nacional, con una falta de sensibilidad enorme, consideró su canto como “música cebolla” o música de vertedero, sin percibir que la noche de la rockola es otra noche dentro de las varias que tiene la cultura popular. No es fina ni de consenso. Simplemente es, como son las cosas del pueblo, sin pedir mucho permiso. A todos les gustaba Lucho Barrios porque cantaba “La Joya del Pacífico”. La mayoría ni siquiera sabía que era peruano.

La acaramelada esquina del bolero del cono sur, tal como lo hace Lucho Gatica; la sincopada del bolero con feeling del Caribe y Centroamérica al estilo de Alberto Beltrán,  el Negrito del Batey, o el rasgueado ranchero a la manera de José Alfredo Jiménez no se entenderían sin el complemento rockolero, urbano total, de barrio bajo, de cuneta y licor, como son las ciudades grandes. Adiós rockolero mayor. “Ya me quedo sin ti”, como dice tu canción. Lucho Barrios, míster Marabu, descansa en paz.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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