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Trivialidad política y el ocaso de la democracia

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Se podrían listar al menos una decena de focos relevantes y urgentes que desafortunadamente no llaman la atención.


Si hay una señal social que demuestre el notable detrimento de los focos en los que se ha centrado la actividad político-comunicacional chilena, es la reciente polémica desatada en los medios –con la activa y sorprendente participación de parte de las propias elites políticas- referida a la relación entre el Presidente de la República, Sebastián Piñera y el entrenador de la selección nacional de fútbol, Marcelo Bielsa.

Pareciera que un frío apretón de manos, un desafortunado caso de cruce interpretativo  entre el mandatario y el líder de la ANFP y una imitación del Presidente realizada por un humorista en un programa de TV se hubieran transformado en la médula de la discusión pública, en un país cuyos desafíos sociales, culturales y económicos son aún colosales, pero sobre los cuales la atención ciudadana pareciera estar congelada, ensimismada en ese comidillo farandulesco al que nos acostumbra la mass media.

Se podrían listar al menos una decena de focos relevantes y urgentes que desafortunadamente no llaman la atención y que, si bien están presentes en las poco publicitadas agendas de Gobierno y Oposición, desde la indispensable y necesaria integración ciudadana a esas preocupaciones son invisibles, vaciando así a la política de unos de sus principales propósitos: la participación social en las soluciones.

[cita]Se podrían listar al menos una decena de focos relevantes y urgentes que desafortunadamente no llaman la atención.[/cita]

En efecto, muchos chilenos –descontando los damnificados- parecen haber dejado atrás el drama y solidaridad frente a la reconstrucción que los ocupó hasta el inicio del Mundial; pocos parecen interesados de las consecuencias de la doble crisis económica internacional en nuestra propia actividad y desempleo; de la estancada actividad política por la baja participación, producto tanto del sistema electoral vigente, como del modelo de administración partidaria que oligarquiza la noble tarea; de la modernización del Estado, que debiera importar a todos, pero que es un tema de comisiones; de la educación y la salud que son tópicos mediales cuando hay escándalos, paros o corrupción, pero nunca en los remedies; de la ciencia y tecnología que definirá la vida diaria de millones de chilenos en los próximos 20 años, y, en fin, de los aún 700 mil chilenos extremadamente pobres, cuyos ingresos no alcanzan a cubrir su alimentación básica.

¿Qué conjunto de factores están provocando este cuadro que nos disminuye y atolondra? A manera de hipótesis diríamos primero que es resultado de la pertinaz vigencia de un sistema político-constitucional que “premia” el desinterés por la política: más de 10 millones de personas se declaran ajenas a los partidos y unos 5 millones mayores de 18 años no participan en las elecciones; segundo, de un modelo que estimula un tipo de actividad social en que las personas parecen más felices como consumidores que como ciudadanos; tercero, de los partidos, que creados para canalizar masivamente el flujo de inquietudes sobre la ciudad, coordinar ideas y generar soluciones, han sido capturados por oligarquías profesionales y grupos de interés, invitando, o a la ruptura y rebelión interna de los desplazados o a la conformación externa de movimientos “singles issues” que se arman y desarman para presionar por problemas específicos (“Pingüinos”, “Ciudadanos por el Metro”; “Ciclistas Furiosos”; “Medioambiente”; “Ballenas”; “Glaciares”), reemplazando así la función de los partidos (que a lo más se suman) con soluciones “parche”, esperables y obviamente asistemáticas, dado el carácter de aquellos. Subyacen aquí, tanto la impotencia para cambiar el actual tipo de gestión política y al sistema que la cobija, como el conformismo de quienes creen que lo que hay, es lo que debe ser.

Pero, entonces, la política democrática se hace baladí para quienes no están directamente involucrados en ella. Es un tema para “profesionales”, un “gettho” que sólo recurre a las personas en momentos electorales. La población asume a “los políticos” como “una clase”, con intereses parecidos, atrincherados en las instituciones del Estado: partidos, Ejecutivo, Congreso. En tal semejanza, desaparecen, por consiguiente, las discusiones sobre ideas y propuestas en función de otras formas de organización social, más ajustadas a los nuevos desafíos y los medios perciben esa trivialidad.

Exigidos estos últimos a financiar su tarea de comunicar los hechos noticiables del día a día, se enfrentan al doble reto de atraer lectores y rating para conseguir publicidad de consumo que cubre sus costos de producción e informar sobre lo que realmente interesa a las personas para su mejor desarrollo, conveniencia y convivencia. Pero una población que, por los motivos descritos, desprecia la política como está, no concurre a ella ni por los medios, ni en los partidos, ni en elecciones. Se cierra así el círculo vicioso de ciudadanos desilusionados, partidos irrelevantes y un sistema de medios que desvía su quehacer hacia la entretención y el consumo por pura supervivencia, retroalimentando la irrelevancia.

Este fenómeno incita, además, al necesario surgimiento de dirigentes “entretenidos”, “carismáticos”, “buenos pa’ la tele”. Se rompe así esa tradicional cadena del decurso de la “academia política”, que obligaba al largo paso capacitador por la dura coladera de la actividad partidaria y social durante años. Y como en el tango “Cambalache” se confunden en ella “el burro”, que por alguna trivialidad consigue estar en TV y ganar simpatías coyunturales y el “gran profesor”, que se torna para electores y medios en “grave”, “difícil” y “aburrido”. La señal es, pues, a ser “simpático”, “cercano”, porque así se mantiene el capital político.

Las “instituciones” se confunden así con las “personas” que las ocupan y si es de aquellas «espontáneas»,y «obsequiosas», más temprano que tarde afectan la indispensable sobriedad del cargo, reforzando la idea de que la política es “una chacota”. Se pierde, entonces, la sensatez, surgen los incordios y, en ellos, cada cual se siente con derecho a expresar sus puntos sin la debida prudencia acorde con la institución interpelada. Porque, aunque la libre expresión es un derecho de todo ciudadano en democracia, especialmente si demanda a quienes la conducen, también lo es el deber del decoro frente a las instituciones nacionales. Sin ese debido respeto, es el orden el que se pone en peligro.

Puede que esta no sea más que una percepción de elites que buscan una correlación consistente entre la persona y el cargo institucional que se ocupa temporalmente, cuya dignidad supera en permanencia la coyuntura en función de la estabilidad republicana, previendo la necesidad de liderazgos consolidados frente a tiempos peores. Es cierto también, que los líderes “empáticos” son más consumibles que los que no lo son, máxime en un modelo de tele-democracia como el que hemos instalado. Pero si seguimos por esa vía, que entrecruza un sistema electoral excluyente, partidos políticos oligarquizados, liderazgos “tele-empáticos””, una ciudadanía que se siente con más derechos, pero que es prescindente en sus deberes, sumados a una media estimulada a concentrarse en la info-entretención para financiarse, hasta en política, no nos extrañemos si nuestras autoridades terminan siendo elegidas por el 20% de la población, mientras un 80% ajeno esté construyendo otras formas de socialización que culminen mandando al tacho la institucionalidad en su conjunto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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