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Los talibanes de la salchicha

Daniel Loewe
Por : Daniel Loewe Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Sólo los talibanes locales (para seguir usando el término) ponen en cuestión la necesidad de que la sociedad mediante el Estado establezca estándares mínimos en lo referente, por ejemplo, a la educación sexual, y porque no, a la alimentación en aquellos lugares en que puede tener una incidencia sin implicar grandes intromisiones en la vida privada, como los recintos educacionales.


El Domingo 1 de Agosto del 2010 los lectores del Times se encontraron con Aisha en la portada –una muchacha de 18 años a la cual le fueron cercenadas la nariz y la orejas por desobedecer a su marido al huir de su maltrato permanente. Este fue un acto de “justicia” del Talibán. En marzo del 2001 los monumentales Budas de Bāmiyān, que databan del siglo V o VI, fueron dinamitados por orden del gobierno islamista de Afganistán, el Talibán, en su lucha contra los ídolos. Estos son sólo dos broches de muestra. Los casos de crueldad y desprecio por valores básicos y fundamentales de la humanidad en que se ha visto involucrado el Talibán son incontables. Interesante es que en sentido figurado el concepto “Talibán” ha sobrepasado su denominación primitiva.

Por extensión, hoy se denomina Talibán a cualquiera que pretenda hacer vinculantes sus ideas acerca de la vida buena en los otros, incluyendo, sobre todo, a los que no las comparten (por ejemplo, dificultando el acceso a la así llamada píldora del día después a las mujeres más pobres de nuestro país). Y en un sentido aún más alejado de la denominación primitiva, a todos aquellos que manifiestan sus puntos con vehemencia y de un modo intransigente. Bien realizadas, estas extensiones en el uso del concepto son, en principio, legítimas. Pero ya que ellas implican una comparación con la denominación primitiva, ciertamente pueden ser de mal gusto. En mi opinión, en esta última categoría caen las declaraciones del Senador Jovino Novoa que denominó el proyecto que prohíbe el consumo de comida chatarra en los establecimientos educacionales “un ejemplo de talibanismo en materia de lo que las personas pueden y no pueden hacer”.  Pero ya que en juicios de gusto el error parece estar a la vuelta de la esquina (el dicho popular nos recuerda que “sobre gustos no hay nada escrito” –aunque desde la filosofía se ponga en entredicho), es mejor dejarlos de lado y concentrarnos en el núcleo de lo que el Senador ha expresado utilizando el concepto de un modo imperfecto –porque aquí hay algo (pero sólo algo) de verdad.

[cita]Sólo los talibanes locales (para seguir usando el término) ponen en cuestión la necesidad de que la sociedad mediante el Estado establezca estándares mínimos en lo referente, por ejemplo, a la educación sexual, y porque no, a la alimentación en aquellos lugares en que puede tener una incidencia sin implicar grandes intromisiones en la vida privada, como los recintos educacionales.[/cita]

Uno de los logros del liberalismo político es lo que famosamente John Rawls ha denominado la prioridad de lo justo por sobre lo bueno. Una sociedad liberal debe ofrecer mediante su estructura institucional un contexto justo en el que los individuos puedan perseguir sus concepciones sobre la vida buena (lo que le da valor a la vida), en tanto éstas no atenten contra las bases de esta estructura institucional. Pero no se puede organizar la estructura básica de la sociedad en base a alguna concepción de la vida buena, ya sea teológica o secular. Para desarrollar y fomentar estas concepciones están las libertades fundamentales, que la estructura institucional garantiza, incluyendo el derecho de asociación. Este punto, compartido por todos los liberales que puedan denominarse como tales (y no por los tan comúnmente autodenominados liberales locales, que tienden a realizar una defensa de la libertad de mercado pero, en razón de su propia concepción de la vida buena –el conservadurismo de cuña católica que abunda en el partido del Senador– a olvidarse de las libertades civiles) no sólo se encuentra expresado en los así denominados liberales igualitarios (Ackerman, Dworkin, Sen, etc.), sino también en los liberales clásicos.

De sobra está recordar la vehemente defensa de John Stuart Mill en Sobre Las Libertades del genio y la excentricidad que la intromisión estatal y la opinión social destruirían. A tal punto llegaba la desconfianza de Mill en las consecuencias uniformadoras de la acción del Estado que, consciente de la necesidad de algún tipo de instrucción de los niños y jóvenes para que el espíritu humano pudiera desarrollarse y florecer, propuso hacer a los padres o tutores responsables por la educación formal de los niños. El Estado se limitaría a tomar pruebas periódicas sobre hechos (como Mill insiste), y los padres o tutores verían como se las arreglan para que sus hijos las aprueben con éxito –lo que sería en su propio interés, porque (como nos recuerda el espíritu utlitarista) de no hacerlo, deberían pagar una multa. Por cierto, hoy en día, y considerando las complejidades de nuestras sociedades contemporáneas, nadie en su sano juicio propone una labor tan minimalista del Estado en temas de educación y menores. No sólo los padres, sino también el Estado, deben garantizar la educación de los menores. La constelación se compone de tres partes. Son el interés de los niños, de los padres, pero también de la sociedad en la forma del Estado, los que deben ser considerados.

Naturalmente nadie con sentido común propondría que el interés predominante debe ser siempre el manifestado por los niños (piensen en cuantos de sus amigos no habrían terminado nunca la instrucción básica si este hubiese sido el caso). Pocos sostendrían hoy –como en su día lo hizo Locke– que los padres son siempre los mejores representantes de los intereses de sus hijos. Si bien esta premisa se sigue utilizando como un punto de partida, y no sólo por consideraciones morales sino que de eficiencia en las transferencias de información, la evidencia de padres o tutores que violan los intereses más básicos de sus niños son devastadoras (no sólo el maltrato sino también el abuso sexual suele desarrollarse en el seno de las familias). Y los Estados totalitarios del siglo pasado (pero también de éste) nos recuerdan nítidamente lo que sucede (historias oficiales, adoctrinamiento, etc.) cuando se considera al Estado como el interprete infalible de los intereses de los niños y ciudadanos (que por lo demás se consideran como un tipo de niños).

Ciertamente no podemos utilizar el poder del Estado para imponer castigos a los herejes y disidentes, y así avanzar nuestra concepción de la vida buena. Sin embargo, el punto es más complicado: si bien la posibilidad de fomentar ciertos tipos de vida de un modo directo (por ejemplo mediante subvenciones) o indirecto (por ejemplo mediante publicidad) pueden ser criticadas por el mal uso del poder del Estado y también por el trato discriminatorio que produce entre las diversas formas de vida, este fomento no es tan criticable si lo que se tiene en la mira corresponde a una interpretación de los intereses de menores. La crítica usual al paternalismo Estatal se ve debilitada en estos casos: ya que referimos a menores no los podemos considerar como autónomos y por tanto no puede primar su interés sólo porque es su interés, como sí debiese ser el caso para cualquier adulto. El interés en la salud pública es importante de ser considerado al definir los intereses de los niños. Sólo los talibanes locales (para seguir usando el término) ponen en cuestión la necesidad de que la sociedad mediante el Estado establezca estándares mínimos en lo referente, por ejemplo, a la educación sexual, y porque no, a la alimentación en aquellos lugares en que puede tener una incidencia sin implicar grandes intromisiones en la vida privada, como los recintos educacionales. El interés bien entendido de los niños en una alimentación sana puede ser protegido en los recintos educacionales incluso contra el interés de los padres empeñados en producir consumidores de comida chatarra o posiblemente –en la mayoría de los casos– abiertamente desinteresados o sobrepasados. El sayo talibán mal le calza a los Girardis y Mañalichs de nuestra sociedad preocupados por la salud de los niños. Donde calza mejor, es en la inclusión en el radio de esta normativa de establecimientos educacionales de nivel superior, como institutos y universidades. Aquí nos encontramos con adultos ejerciendo su claro derecho de decidir con que productos alimentan o embuten sus cuerpos. Una de las gracias del liberalismo es considerar a los mayores de edad que disponen por sobre un mínimo determinado (determinación ciertamente no exenta de controversia) de facultades como la última autoridad en materias que refieren a su propia vida y que no dañan a los otros (la referencia a Mill es, nuevamente, inevitable). Aquí el Estado no está llamado a bloquear la posibilidad de desarrollar ciertas formas de vida, como un estilo alimenticio caracterizado por la comida chatarra. La restricción de la libertad a la que hace referencia Novoa es aquí correcta (pero no lo es su referencia a la consciencia, a menos que alguien quiera sostener que el acceso a la comida chatarra se relaciona con un entendimiento acerca de los fines últimos de la vida humana). Aunque las decisiones alimenticias de estos ciudadanos sean las equivocadas, son sus decisiones, las decisiones de mayores de edad que mientras no dañen a otros el Estado y los Talibanes locales de la salchicha deben respetar aunque impliquen la ruina del que las realiza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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