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El debate sobre la música chilena

Carolina Tohá
Por : Carolina Tohá Cientista política, académica, investigadora, consultora y política chilena
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Las radios programan respondiendo a las presiones de las multinacionales que quieren dar a conocer sus producciones y a sus artistas, de manera de mejorar su participación en un negocio que cada año mueve la suma de 36 mil millones de dólares a nivel global. Los músicos chilenos, salvo contadísimas excepciones, están excluidos del lobby y de las presiones que ejercen estas grandes compañías.


El 20 de noviembre de 2007 el Diputado UDI Enrique Estay ingresó un proyecto para modificar la ley 19.928 de Fomento de la Música Nacional estableciendo la obligación de emitir  un porcentaje mínimo de 20% de tiempo para la música nacional en la radiodifusión chilena. Tras tres años de debate, en agosto de 2010 el proyecto fue votado favorablemente por una mayoría transversal de diputados de la Alianza y de la Concertación, pasando a segundo trámite constitucional en el Senado, donde se encuentra hoy. El senador Jaime Quintana, Presidente de la Comisión de Educación, ha reactivado el trámite del proyecto poniéndolo en tabla para su discusión.

Algunas voces se han levantado criticando este proyecto por considerarlo atentatorio contra la libertad de programación de las emisoras radiales y reprochando un eventual sesgo intervencionista o de dirigismo cultural que estaría implícito en una legislación como ésta. El Presidente Piñera y el Ministro de Cultura por su parte, se han opuesto al proyecto, pero han reconocido el problema al proponer como alternativa la creación de un fondo que premie a las radioemisoras que programen más de un 20% de música nacional.

El debate que sobre este tema debe darse en el Senado es de gran importancia para el futuro de la música chilena y de las industrias culturales del país, y amerita un seguimiento cercano por parte de la opinión pública ya que importa valores y conceptos relevantes para el desarrollo cultural de Chile.

Veamos cuales son las principales cuestiones implicadas.

En nombre del libre mercado y el derecho a elegir se defiende el status quo actual en que en la práctica sólo el 8% del tiempo se utiliza para difundir música chilena, entendiendo por ésta lo que entiende la ley, es decir, “toda expresión del género musical, clásica o selecta, popular, de raíz folclórica y de tradición oral, con o sin texto, ya sea creada, interpretada o ejecutada por chilenos”. No se trata sólo de música folclórica o de música creada e interpretada por chilenos. Con ello, también  es música chilena, por ejemplo, Gracias a la Vida interpretada por Pavarotti, o  Javiera Parra con su cover de Yuri, o una sonata de Bach en la interpretación de Arrau, o un tema de Víctor Jara interpretado por Metallica. La explicación que dan los programadores radiales es que ellos ponen en el aire lo que sus audiencias quieren escuchar. Dicha explicación merece un comentario.

[cita]Las radios programan respondiendo a las presiones de las multinacionales que quieren dar a conocer sus producciones y a sus artistas, de manera de mejorar su participación en un negocio que cada año mueve la suma de 36 mil millones de dólares a nivel global. Los músicos chilenos, salvo contadísimas excepciones, están excluidos del lobby y de las presiones que ejercen estas grandes compañías.[/cita]

Se sabe que la industria discográfica está globalizada y se estructura en torno a grandes compañías multinacionales. Estas son responsables de la producción y distribución del 71,2% de la música que se escucha en el planeta. En el mercado mundial de la música, el año 2000 Universal tenía una cuota de participación del 25,5%, SONY-BMG del 21,5%, EMI del 13,4% y Warner del 11,3%. En el mercado chileno, al año 2006, la situación es aún más concentrada: entre las cuatro grandes multinacionales se llevan el 81,2% del mercado.

Dado este escenario de concentración monopólica, parece un poco ingenuo sostener que lo que las radios difunden es lo que la gente quiere escuchar. Lo que ocurre es otra cosa: las radios programan respondiendo a las presiones de las multinacionales que quieren dar a conocer sus producciones y a sus artistas, de manera de mejorar su participación en un negocio que cada año mueve la suma de 36 mil millones de dólares a nivel global. Los músicos chilenos, salvo contadísimas excepciones, están excluidos del lobby y de las presiones que ejercen estas grandes compañías, ya que la música chilena no forma parte significativa de su producción. Esta se realiza principalmente en compañías nacionales independientes, las que producen el 77% de la música compuesta, interpretada o ejecutada por artistas chilenos.

En otras palabras, el problema de los artistas chilenos no es que la gente no los quiera escuchar, o que sus producciones sean peores que las que habitualmente suenan en las radios locales, sino que no logran acceder a los espacios de difusión, no están en igualdad de condiciones para competir en un mercado dominado por industrias globalizadas. Algunas de las críticas que se han planteado a este proyecto dicen que detrás de él está el interés de la Sociedad Chilena del  Derecho de Autor (SCD) de recaudar mayores ingresos. Ello, es falso. Las radios pagan derechos de autor por la cantidad de horas en que emiten música independientemente del autor y su nacionalidad, por lo tanto, de aprobarse esta ley no tendrán que pagar un peso más, ni la SCD recibirá ningún ingreso adicional.

Un pequeño país como Chile signatario de acuerdos de Libre Comercio con las grandes economías del orbe estaría obligado a no intervenir en los mercados y dar a todos los bienes, cualquiera sea su origen, un trato no discriminatorio. La verdad, sin embargo, es que Chile puede implementar medidas de protección de su producción cultural. Así está establecido en las llamadas excepciones culturales instituidas en los propios tratados comerciales y en la Convención Sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales, suscrito por Chile en la UNESCO el año 2005 y ratificado por el Congreso Nacional. No hay tampoco impedimentos de constitucionalidad para aprobar una medida de protección como la comentada ya que esta es similar a las que favorecen a la producción audiovisual del país, que se beneficia de la obligación que tienen los canales de televisión de poner en el aire un 40% de producciones televisivas nacionales. Se trata entonces de una cuestión de voluntad política, que la sociedad chilena puede y debe decidir.

Cuando un país abre su economía al mundo asume que hay muchos productos y servicios que se ofrecerán en base a bienes importados.  Ello es aceptado porque no se considera indispensable que Chile tenga producción nacional en todos los ámbitos. Por ejemplo, no se considera un problema que Chile no tenga industria automotriz o que no fabrique televisores y los compre a otros países. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la cultura. Podemos renunciar a producir autos, pero no a tener una industria cultural propia. Esta es la razón por la que todos los países, incluso las economías más abiertas y desarrolladas, tienen clausulas de protección cultural que aseguran la preservación y difusión de su identidad y las condiciones para que sus creadores sigan enriqueciéndola y renovándola.

Es legítimo entonces que de manera democrática, a través de una ley emanada del Congreso Nacional, los ciudadanos chilenos quieran proteger la creación y producción cultural de sus artistas y es natural también que imponga obligaciones a los concesionarios chilenos y extranjeros que se benefician de bienes públicos nacionales limitados, como son los espectros de radiofrecuencia.

En efecto, muchos países han adoptado legislaciones destinadas a abrir cuotas de participación de la producción artística nacional en las pantallas y en las ondas radiofónicas. Se trata de medidas que buscan impulsar el desarrollo de las industrias culturales nacionales, una de las proclamadas intenciones del actual gobierno, pero que en este caso queda en las palabras.  En América Latina, Brasil fija un 50% de cuota para la música nacional, mientras que  Argentina y Uruguay un 30%.  En Francia, los porcentajes varían desde un 35 a un 60% y en Canadá, la cuota alcanza un 35%. Siempre estas cuotas de mercado han debido imponerse contra la presión del país de origen de las grandes multinacionales del entretenimiento y la cultura. La experiencia de la Televisión no sólo muestra que es posible incorporar este tipo de norma sino que es una prueba fehaciente de los efectos positivos que éstas pueden tener. De hecho, la incorporación de esta disposición ha generado un enorme desarrollo de la producción televisiva local y hoy, todos los canales abiertos transmiten producciones nacionales por sobre lo que esta norma exige, muy distinto de la realidad que teníamos en los años 80 en que la parrilla programática de la televisión estaba compuesta casi exclusivamente por programas envasados extranjeros.

Las industrias culturales, por su capacidad de difundir masivamente los bienes culturales con carácter simbólico, cumplen un papel fundamental en la construcción de la identidad de un país. Este rol lo juegan a pesar de ser quizás el  campo en que con mayor fuerza se hace sentir la globalización: no sólo la música, sino también el cine y la industria editorial tienden a niveles crecientes de concentración a nivel planetario. Justamente por esa razón, los países defienden su derecho a tomar medidas que permitan participar en la cultura universal a partir de sus propias particularidades, a partir de su lengua, sus tradiciones, sus creaciones, su música, su literatura, sus imágenes. No se trata de fijar la identidad nacional en un momento determinado o de cerrarla a las influencias creativas de otras latitudes, sino de darle a la creación chilena los espacios necesarios para interrelacionarse con otras culturas, y no sólo con la que nos emiten cuatro compañías con fines de lucro.

Aplaudimos la decisión del Senado de seguir adelante con este proyecto y la manera activa en que los artistas chilenos se movilizan por su aprobación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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