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El fin del letargo concertacionista

José Luis Ugarte
Por : José Luis Ugarte Profesor de Derecho Laboral Universidad Diego Portales
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Retirada la anestesia concertacionista, sin padre tutelar –Lagos- o madre acogedora –Bachelet-, los chilenos han quedado cara a cara con el modelo que en veinte años no ha mudado uno de sus pilares fundamentales: el de una de las sociedades más desiguales en la distribución de la riqueza del mundo.


El ex ministro Boeniger –algo así como el Jaime Guzmán del diseño de la transición a la democracia chilena- elaboro una sencilla pero eficaz doctrina a comienzos de los noventa.

La nueva democracia, pensó, no resistiría las demandas sociales que se avecinaban – esas que deliberadamente se habían alimentado al calor de  “la alegría ya viene”-, menos con la gente en la calle exigiendo los derechos prometidos y, al mismo tiempo, la presión de una pequeña y poderosa elite por mantener sus privilegios políticos –sistema binominal, senadores designados, etc., y económicos – Isapres, Afps y todo tipo de privatizaciones-, que la dictadura heredaba bajo el publicitado nombre del modelo chileno.

Todo bajo la atenta mirada de Pinochet –el “perro guardián” de esa elite- dispuesto a mandar todo al traste, incluyendo la democracia misma, por la más mínima de las razones, incluyendo las más pueriles –como dejar impune a de uno de sus hijos de sus pillerías comerciales-.

En resumidas palabras: puro miedo.

La  Concertación paso así de golpe de adolecente idealista a adulto calculador. Y dejó al ciudadano que se movilizaba contra la dictadura en las calles, exigiendo justicia y democracia,  convertido en un disciplinado consumidor en la comodidad de su hogar, que se conformaba con poco.

[cita]Retirada la anestesia concertacionista, sin padre tutelar –Lagos-  o  madre acogedora –Bachelet-, los chilenos han quedado cara a cara con el modelo que en veinte años no ha mudado uno de sus pilares fundamentales: el de una de las sociedades más desiguales en la distribución de la riqueza del mundo.[/cita]

Allí, sentado en su casa frente al televisor, lejos de la toma de las  decisiones, entre teleseries y farándula, su peligro era mínimo para una transición a la democracia a la Bolaño. Lleno de trampas y con una enrevesada trama argumental.

La nueva democracia y su perro guardián podían dormir tranquilos.

Se iniciaba así el largo letargo concertacionista que, salvo mínimas excepciones –como la de los pingüinos-, se extendió por dos décadas, y que en estos días sorprendentes, parece haber comenzado su final.

Retirada la anestesia concertacionista, sin padre tutelar –Lagos-  o  madre acogedora –Bachelet-, los chilenos han quedado cara a cara con el modelo que en veinte años no ha mudado uno de sus pilares fundamentales: el de una de las sociedades más desiguales en la distribución de la riqueza del mundo.

Y peor aún, han comenzado a percibir, poco a poco, que su voz sólo será escuchada al interior de un modelo político cerrado y autista como el chileno, en cuanto se exprese en forma de protesta y con olor a calle.

Y no le faltan razones. De hecho, no es difícil predecir que nuestro modelo político, extremadamente representativo, con persistentes enclaves no democráticos  –como el binominal- y lleno de rincones donde el ciudadano es una persona “non grata” –como en la institucionalidad ambiental, la educacional  o la laboral-, vivirá complejos momentos para arreglárselas en los próximos tiempos con el creciente protagonismo de diversos sectores sociales, ahora al parecer dispuestos a salir a la calle.

Como ha ocurrido en estos días y seguirá ocurriendo en los próximos,  Piñera y su nueva forma de gobernar no la tendrán fácil. Acostumbrados a que otros dieran la cara por ellos –los administradores de la concertación –, mientras ellos exprimían hasta la última gota del modelo, deberán ahora soportar una situación inédita: defenderlo de una ciudadanía donde se extiende día a día la sensación de exclusión, de no participación y de desigualdad.

Y deberán echar manos a algo más que represión y lacrimógenas para enfrentarlo.

Es que, como recordará Piñera con nostalgia en estos días, los buenos tiempos, esos en que otros daban la cara por los dueños, no volverán.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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