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Piñera: cuesta abajo en la rodada

Carlos Parker
Por : Carlos Parker Instituto Igualdad
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Si acaso viviéramos bajo un régimen parlamentario y no en la monarquía presidencial que debemos soportar, el actual gobierno muy probablemente ya hubiese caído y habría sido reemplazado. Y nadie estaría aguardando por hipotéticos repuntes futuros ni apostando por mayores deterioros de popularidad.


Existen muchos casos de gobiernos que llegaron al poder de manera irreprochablemente democrática, pero que a poco andar,  y casi siempre por sus propios errores e inconsistencias, dilapidaron su capital político con extrema rapidez. Dejando a los ciudadanos, incluso hasta a buena parte de sus propios electores, contando impacientes los días que faltan para que al fin caduque  el mandato otorgado.

Hay que recordar que aquello solo ocurre en los regímenes presidencialistas, más no en los sistemas parlamentarios. En estos últimos, los gobiernos  pierden la confianza pública, hacen una reverencia y se largan. En los sistemas presidencialistas en cambio, no rige aquella sentencia según la cual “de los arrepentidos será  el reino de los cielos”, de modo que los ciudadanos votan por una opción por convicción genuina, por ofuscación, por venganza contra el gobierno precedente o por cualquier otra razón, y no habrá forma de arrepentirse.  No hay más remedio que hacer de tripas corazón y someterse al periodo presidencial que prescribe la constitución respectiva, sin chistar y a lo más, prometiéndose  ser más cuidadoso en la próxima vuelta.

En el caso de lo que viene ocurriendo con el gobierno de Sebastián Piñera, las causas que explican el desplome de su popularidad  han sido suficientemente analizadas y descritas en todos sus pormenores. Pero no se han explorado suficientemente sus potenciales consecuencias, ya no solo para una derecha que teme que luego de este lamentable desempeño se vea impedida de volver al poder por muchas décadas, sino para lo que importa verdaderamente, que es el país en su conjunto, que observa como los efectos de la crisis de confianza y legitimidad se esparcen agresivamente por todas las instituciones.

[cita]Si acaso viviéramos bajo un régimen parlamentario y no en la  monarquía presidencial que debemos soportar, el actual gobierno muy probablemente ya hubiese caído y habría sido reemplazado. Y nadie estaría aguardando por hipotéticos repuntes futuros ni apostando por mayores deterioros de popularidad.[/cita]

Haciendo abstracción de unos pocos aspectos nada menores, como el económico, la compleja circunstancia que confronta la administración piñerista,   guarda mucha relación y semejanza  en sus formas, contenidos y potenciales proyecciones,  con la que debió enfrentar hacia fines del 2001 el ex presidente argentino Fernando de la Rúa, de triste y controvertida memoria.

Como se recordará, De la Rúa, luego de una larga y tortuosa agonía política en medio de la cual lo intentó todo, desde negociar mal,  tarde y de manera infructuosa   con la oposición,  hasta reprimir ferozmente a quienes manifestaban en su contra,   debió dejar abruptamente el cargo en medio de una crisis institucional integral  y sin precedentes,  producto de la cual todo en Argentina parecía estar cayéndose a pedazos, derrumbando a unas instituciones completamente deslegitimadas y aborrecidas de manera abrumadora.

Dicha crisis partió con un proceso de creciente pérdida de legitimidad y de confianza de la ciudadanía, respecto a la idoneidad presidencial para ejercer el cargo  y a la eficacia  de sus políticas. Todo  lo cual condujo a un proceso imparable  de crispación, controversia y conflicto político  irreconciliable  que mantuvo en vilo al país y terminó por paralizarlo y mandarlo a la ruina.

En los últimos meses del verdadero calvario que debió  experimentar  el país vecino, corralito incluido,  el presidente De la Rúa debió incluso soportar el ser vapuleado sin miramientos y  hasta ridiculizado de un modo indigno y humillante. Como  cuando  fue confrontado con un doble de sí mismo en un programa farandulero de televisión, episodio que motivó en los tele espectadores eso que llaman “vergüenza ajena” y que mirado en perspectiva, constituyó la  última y más feroz  secuencia  de un drama que había comenzado con el desfondamiento de la base política y social que había llevado a De la Rúa a la Casa Rosada.

La calle exasperada clamaba “que se vayan todos”, con el propio presidente encabezando el desfile. Y De la Rúa se fue cuesta abajo en la rodada, en una caída libre sin paliativos que  solo acabó cuando el mandatario debió salir a toda prisa y de modo subrepticio del palacio de gobierno, para alivio de sus conciudadanos.

A propósito de la propia y en apariencia inexorable cuesta abajo en la rodada que  viene experimentando el apoyo ciudadano al gobierno de Sebastián Piñera, muchos nos preguntamos hasta qué grado de profundidad podría llegar este deterioro y cual sería, en consecuencia, el piso mínimo de apoyo  con que un gobierno como el suyo  podría gestionar los asuntos públicos bajo condiciones de mínina normalidad.

Un paupérrimo  23%  de aprobación versus un  62% de rechazo no deja mucho margen para la maniobra y el optimismo de sus parciales.  Y a estas alturas del partido, pocos creen sinceramente que la debacle de confianza y credibilidad que le afecta  se vaya a revertir sustancialmente  en los dos  años de gobierno que restan. Estamos  ante una tendencia muy  marcada y consistente en el tiempo,  la cual tiene como sustrato demasiados frentes  abiertos y otros que sobrevendrán inevitablemente.   Por lo demás, desde dentro del tensionado,  dividido y  debilitado bloque político y social  que respalda al gobierno, donde comienza a prevalecer la desesperanza,  el pesimismo y el sálvese quien  pueda de los que buscan como abandonar el barco a tiempo,   no se percibe de donde podría surgir la flexibilidad, la sabiduría, las ideas y los proyectos, además de la competencia,  para suministrar soluciones potables y creíbles,  capaces de  resolver  semejante maraña  de complejas demandas y  conflictos que agitan sin pausa la marea social.

A menos que las huestes oficialistas, aunque  solo sea para salvar los muebles,  adopten la estrategia de hacer renuncia táctica de sus  principios y valores más esenciales, los cuales son precisamente la fuente principal del malestar social imperante,  para dar libre cauce a las demandas ciudadanas  y hacerlas efectivas en la forma de políticas especificas.

Nada de eso va a ocurrir, por supuesto, de modo que habrá que prepararse para un gobierno que seguirá caminando  de tumbo en tumbo y de chascarro en chascarro, hasta agotar stock. Claro que para entonces los resquebrajamientos varios podrían haberse convertido en grietas insanables, capaces de amenazar  con hacer colapsar el edificio en su totalidad, con grave riesgo para el futuro país en general.

De hecho, con semejantes guarismos, si acaso viviéramos bajo un régimen parlamentario y no en la  monarquía presidencial que debemos soportar, el actual gobierno muy probablemente ya hubiese caído y habría sido reemplazado.  Y nadie estaría  aguardando por hipotéticos repuntes futuros ni apostando por mayores deterioros de popularidad.

El gobierno ha caído  en el descrédito y la bancarrota política. Cunde la desconfianza,  el rechazo y el malestar ciudadano   se extienden hasta abarcar al  conjunto de las instituciones, debilitándolas a todas por igual. Todavía no se escucha  con fuerza el “que se vayan todos”, peros tales palabras ya comienzan a susurrarse en la voz de la calle.

Cuando los gobiernos entran en estos procesos de deterioro imparables  suele ocurrir el desbande, como ocurrió precisamente con la administración De la Rúa.  Mientras los menos se atrincheran y aíslan, los más agarran sus bártulos y se largan para ponerse a buen recaudo.

Ya nos estamos enterando que muchos de los funcionarios  públicos que llegaron con la Alianza a ocupar cargos de alta responsabilidad,  en verdad consideran el ejercicio de sus actuales funciones no como un deber y un honor,  sino como un sacrificio, más encima mal pagado y por cierto limitado en el tiempo. No tardaran muchos de ellos, y en los distintos niveles de la administración, especialmente ahora que se cumplen dos años y las cosas tienen mal aspecto,  en poner pies en polvorosa y desandar el camino para volver a sus emprendimientos personales más estables  y lucrativos.  Entonces en La Moneda empezarán a raspar la olla, si es que ya no ha  comenzado con este menester,   para  encontrar nuevos funcionarios  dispuestos a someterse al  sacrificio temporal de servir en la administración pública.  Y  ya  se sabe qué clase de especímenes yacen en el fondo de estos artefactos culinarios.

Nuestro país ha cambiado. Los ciudadanos no quieren escuchar más promesas ni declaraciones de buena intención. Desean que se les escuche, y que sus demandas sean satisfechas sin más demora. Por lo mismo,  el   gobierno que  suceda al fallido experimento de la Alianza por Chile tendrá sobre su escritorio principal un cúmulo inmenso de expectativas ciudadanas que satisfacer y de demandas especificas por hacer realidad en todos los campos. Un clamor por reformas políticas, sociales y económicas solo  comparable en variedad y magnitud al que debió encarar el gobierno de Patricio Aylwin tras  el fin de la dictadura. Con la  diferencia que ahora los ciudadanos van a salir a exigirlas, y no estarán disponibles nuevamente a escuchar que les interpreten el tango del miedo, la moderación y la prudencia, cuya letra ya sabemos de qué modo termina.

Poder solventar esas demandas y reflejarlas  en un programa de gobierno  supone muchas cosas. Entre otras, ser capaces de concebir y gestionar una política de alianzas sociales y políticas  de amplio espectro,  para poder satisfacer tales  expectativas acumuladas y aumentadas exponencialmente. Para sobre esa base, acompañar al liderazgo que concite los mayores apoyos y  consiguientemente, tenga las mejores y más claras  opciones de triunfar en los próximos comicios presidenciales, elecciones de alcaldes y concejales mediante.

Los desafíos  para la oposición no son menores. Pero hay que encararlos sin más tardanza. Si aquello no se hace, o se hace mal o a destiempo, no nos va a quedar otra que entonar con el gran Gardel aquello de “si arrastre por este mundo/la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser….Cuesta abajo en la rodada, también nosotros…” Así sea.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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