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Aysén y el centralismo bobo

Esteban Valenzuela Van Treek
Por : Esteban Valenzuela Van Treek Ministro de Agricultura.
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El centralismo ha sido bobo. Las regiones —es muy probable— que también, al no unirse en una demanda de autonomía y nuevo reparto de las finanzas públicas, con solidaridad y responsabilidad.


El centralismo es la enfermedad infantil del paternalismo, la idea de que un Padre (Gobierno Central) resuelve todo. Pero la elite dominante chilena de ideas portalianas, controladoras y semi autoritaria (de derechas a izquierdas) es la responsable de la continuidad de una forma estatal decimonónica. Chile, se ha dicho hasta la saciedad, es el único país de desarrollo medio que no otorga autonomía a sus regiones: elección democrática de autoridades, impuestos por ley con solidaridad inter-regional y capacidad legislativa en ámbitos específicos.

El modelo de desconcentración (intendente delegado y consejeros designados por los partidos de manera indirecta) con un fondo de inversiones regional pequeño (FNDR), han sido la arquitectura ideada por la dictadura en 1980 y que sigue incólume. Los intentos reformistas fracasaron, ha seguido la corrupción programática de prometer autonomía relativa sin dar urgencia a dichos proyectos (Piñera se une a lo obrado por la Concertación en estas lides). Las marchas de regionalistas fueron minoritarias, hasta el dato nuevo de las protestas de Magallanes, Calama o Aysén, que pronto son cooptadas en sus intereses específicos, sin transformar el modelo de Estado centralista.

[cita]La desigualdad es social y también territorial. El paternalismo no alcanza, la autonomía podría convertir a las provincias en «emporios de posibilidades», como lo llamaban los federalistas de los años 1820s, esos notables derrotados cuya voz parece pervivir en el viento de la Patagonia.[/cita]

Como dialogamos con investigadores de la Universidad Padre Hurtado que avalúan el rol actual de los consejos regionales, el modelo ha sido eficiente para crear infraestructura física básica para el desarrollo (alumbrado, agua, drenaje, postas, mejora de escuelas, caminos secundarios) y poco más, aunque eficiente (el gasto e los COREs sobrepasa el 90% y las coberturas de servicios básicos en Chile son positivas).

El centralismo y el sistema de delegación impiden que los intendentes nazcan de elecciones y por tanto de una coalición que exprese una mayoría socio-política regional con sus demandas y sus propios recursos para debatir sus usos prioritarios no sólo en inversión física, también en subsidios y capital social. Entonces, desde el conflicto mapuche al de Aysén, se mira a Santiago, porque el espacio regional es una delegación sin legitimidad, ni autonomía, ni recursos relevantes. La rabia crece, además, por los subsidios y enorme inversión en Santiago, generándose un aumento de las brechas. Los dos estudios de competitividad (UDD, CORFO y el IDR de la Ufro) son dramáticos. Diez regiones son muy poco competitivas (costo de los insumos, energía, internet, profesionales, calidad de las universidades, nivel salarial, patentes nuevas, inversión). Tanto a Aysén, como a O’Higgins, ni siquiera se les ha dejado crear sus propias universidades regionales.

El grito de Aysén no se soluciona con más metros de pavimento ni con la rebaja del combustible; su problema es de competitividad. Los países desarrollados exitosos combinan en la política territorial —una ecuación entre autonomía (hacerse cargo de sí mismos) y poder hacer apuestas reguladas— con fondos de convergencia territorial relevantes, que han permitido en Europa grandes logros, exceptuando las regiones con cultura de corrupción y clientelismo muy arraigada. Así las regiones buscan enriquecer su capital social, tener servicios a precios razonables, influir en sus universidades para que exista investigación pro desarrollo. Crean capitales semillas, empresas y corporaciones público-privadas, pueden hacer campañas para atraer recursos, entre otos instrumentos.

En la teoría moderna de la descentralización se le llama un triple proceso de «devolución con solidaridad» (por político e impuestos), de «ampliación de la acción» desde fondos obvios en infraestructura básica (categorical grants) a un menú más amplio (block grants) que incluye funcionamiento (por ejemplo, una región hoy puede crear un ala, pero no pude invertir en traer investigadores), y de potenciación de las oportunidades y su competitividad.

El centralismo ha sido bobo. Las regiones —es muy probable— que también, al no unirse en una demanda de autonomía y nuevo reparto de las finanzas públicas, con solidaridad y responsabilidad. Partidos refractarios a dichas reformas (RN y DC) abrieron en un documento una puerta, para que la política haga su papel. Más allá de lo inmediato (no dejar en la soledad y el estigma al movimiento social aisenino), es hora de que las elites hagan la reflexión de las causas de estas rabias que crecen en el país de las brechas; la desigualdad es social y también territorial, el paternalismo no alcanza, la autonomía podría convertir a las provincias en «emporios de posibilidades», como lo llamaban los federalistas del 1820, esos notables derrotados cuya voz parece pervivir en el viento de la Patagonia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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