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Movimiento social: los invitados de piedra

Carlos Parker
Por : Carlos Parker Instituto Igualdad
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Más absurda y pueril todavía, resulta la creencia de no pocos, quienes estiman sin fundamento razonable que todo este cuadro de tensión social se disipará como por arte de magia en el momento mismo en que el gobierno de Sebastián Piñera llegue a su fin.


Hay quienes observan con un dejo de satisfacción y hasta con inocultable regocijo político las altas cotas de conflictividad, crispación, y hasta de palpable ingobernabilidad que hoy caracterizan el panorama político y social nacional.

Mirando el desempeño del movimiento estudiantil, las movilizaciones por causas medio ambientales y por la igualdad, sopesando los estallidos sociales en Magallanes y Aysén, y a la espera de lo que pueda sobrevenir desde el extremo norte, apostar a la debacle y al colapso total constituye una tentación política manifiesta entre no pocos sectores.

Y cuando se habla de este escenario hipotético, resumido en la frase “va a quedar la cagada”, el cual no pocos imaginan a la vuelta de la esquina, revolotea seductora la idea de que todo se vaya de una buena vez por la alcantarilla. Para entonces dar la palabra de modo definitivo y total al nuevo oráculo y fuente incuestionable de toda verdad, legitimidad y progresismo que hemos adoptado. Al cual de un tiempo a esta parte se le tiende a atribuir la razón absoluta e incuestionable en todo lo que postula y se propone conseguir: el movimiento social organizado y sus líderes.

[cita]Más absurda y pueril todavía, resulta la creencia de no pocos, quienes estiman sin fundamento razonable que todo este cuadro de tensión social se disipará como por arte de magia en el momento mismo en que el gobierno de Sebastián Piñera llegue a su fin.[/cita]

La acumulación de expectativas frustradas, el predominio rampante del abuso y la desigualdad, la crisis de representatividad y hasta de legitimidad de las instituciones públicas, el centralismo asfixiante, la lógica de los negocios privados en el tratamiento de los asuntos públicos y, ciertamente y como corolario, la bancarrota del modelo económico y social imperante, son todos factores, entre varios otros, que explican el estado de ánimo pesimista y catastrofista que se extiende como una mancha de aceite. El mismo que el gobierno se niega a ver en sus causas más profundas o persiste en tratar como una mera cuestión de orden público y, en todo caso, como el resultado de una conspiración digitada por los partidos opositores, o cuando menos, afincada en la “maldad del alma” de unos pocos recalcitrantes.

El cuadro descrito se complementa con el invaluable aporte de la rampante incompetencia e inveterada desprolijidad de quienes nos gobiernan. Transcurrido más de la mitad del mandato presidencial, el gobierno de la derecha todavía no termina de hacer la práctica profesional en el tratamiento de los asuntos de Estado. Persiste la improvisación, la incompetencia y el manejo negligente de asuntos cruciales, para muchos de los cuales no parece tener proyecto explícito alguno, ni dirección ni equipo con el cual ejecutarlo.

El movimiento social, por motivos muy atendibles, apunta al gobierno en todos los niveles como la causa última  de todos sus males. Pero por extensión, sindica también como responsables a las instituciones democráticas y republicanas en su conjunto, de manera muy sensible y evidente al Parlamento y los partidos políticos, quienes como invitados de piedra, ven al unísono sucumbir el escaso prestigio que les va quedando al calor de una refriega en la cual figuran como contendores exclusivos el movimiento social por un lado y el Gobierno central por el otro.

Evidentemente, ni el Parlamento ni los partidos políticos, ambas entidades que constituyen piezas fundamentales e insustituibles de nuestra institucionalidad,  son del todo inocentes de los cargos que se les imputan,  ni mucho menos. Por lo mismo, no debe sorprender que hoy esté a la orden del día encontrar que todo lo que hace el Parlamento está mal por definición o resulta insuficiente, así como considerar que lo que opinan y hacen los partidos a nadie le importa. Solo lo que plantea y hace el movimiento social que ocupa todo el escenario tendría algún valor sustantivo.

No por otra razón es que los ciudadanos están concluyendo que lo adecuado y eficaz es que sus asuntos sean tratados y resueltos en asambleas, y las reivindicaciones resultantes defendidas en la calle y, característicamente, negociadas sin intermediaciones con el poder ejecutivo central. Es por ello que los gobiernos regionales han caído en el descrédito y la impotencia total, y que los parlamentarios aparecen disminuidos y arrinconados, virtualmente sin capacidad  efectiva de ejercer influencia decisiva  en los asuntos que les competen y para cuyo tratamiento fueron elegidos.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Y hay que reparar en el patetismo y las implicancias políticas prácticas de unos parlamentarios que  por ejemplo, con motivo de la crisis de Aysén y antes en Magallanes, han aparecido tratando desesperadamente de colarse en las fotos y las imágenes televisivas  con unos semblantes mezcla de timidez y culpabilidad. Pero por sobre todo, muy asumidos en su papel de actores secundarios en toda esta trama.

Y ni que decir de las autoridades regionales, con las que nadie hoy parece querer contar, más que para denostarlas o simplemente ignorarlas. Los Seremis hacen tiempo que no juegan a nada y los Consejos Regionales tampoco. Los Intendentes yacen caídos en desgracia ante  la opinión pública, habida cuenta de  la abrumadora evidencia de que en verdad no son más que una especie de hombres o mujeres de paja del poder central, por lo cual todos saben que puestos a optar, nunca van a tener por donde perderse en materia de lealtades.

Cuando mucho, y aunque pueda sonar paradojal,  los ciudadanos organizados  aparecen todavía dispuestos a reconocer como interlocutores a sus alcaldes. Pero por sobre todo, como ha quedado muy claro a propósito  de los sucesos de Aysén, lo que desean es interactuar con el Presidente, o cuando menos con los ministros, a quienes exigen venir a terreno con la condición inexcusable de que estén  suficientemente “empoderados” para tomar decisiones, pues en caso contrario, los invitarán a regresar por donde han llegado.

En este contexto, los partidos opositores, de modo mayoritario, parecen resignados a ejercer un seguidismo acrítico del movimiento social, atemorizados como parecen estar ante la posibilidad de ser acusados de querer infiltrar, politizar en sentido partidista, o hasta de manipular al movimiento. Al cual, dicho sea de paso, se tiende a estimar como más  impoluto y respetable, en tanto posea  la menor cantidad visible de vasos comunicantes con los partidos políticos.

Es absurdo estimar como bueno y deseable que el movimiento social deba transcurrir al margen de la política, pues es precisamente en la esfera de la política y sus instituciones en que todas las cuestiones que postula deberán ser debatidas y resueltas. Sea en el contexto de las reglas de esta Constitución que mal nos rige, o de una enteramente nueva, que es lo que se impone de modo urgente.

También lo es estimar que siempre el movimiento social tendrá la razón, y que sus demandas serán por lo mismo bajo toda circunstancia y cualquiera sean sus contenidos específicos, planteamientos de naturaleza democratizadora y hasta progresista, casi  por definición. Esta percepción acomodaticia pierde de vista que hay una cierta  tendencia corporativista que también hace parte de las demandas que hoy se hacen oír con más fuerza, y que es precisamente función de la política y sus actores, ser capaces  de separar la paja del trigo y lo justo y adecuado de lo desorbitado.

Más absurda y pueril todavía, resulta la creencia de no pocos, quienes estiman sin fundamento razonable  que todo este cuadro de tensión social se disipará  como por arte de magia en el momento mismo en que el gobierno de Sebastián Piñera llegue a su fin.

No hay razones para suponer que las cuestiones más  gruesas y complejas que alimentan los estallidos  sociales serán resueltas  por la actual administración, por lo cual quedarán como herencia para el gobierno que asuma  el 2014. Como una bola de nieve que se incrementa con el tiempo y cuyo volumen, dureza y complejidad será con toda seguridad, solo comparable a la agenda que  le tocó tener que asumir al primer gobierno democrático post dictadura.

Hay argumentos de sobra para estimar que este estilo asambleísta y callejero de resolver los conflictos ha venido para quedarse por largo tiempo, en todo caso bastante más allá de la actual administración. Es muy probable que la tendencia a que los ciudadanos prescindan de las instituciones políticas perdure en el tiempo.  Tener debida conciencia de esta realidad inevitable tiene muchas implicancias, tanto estrictamente políticas como electorales. Quién no quiera verlo, peca gravemente de ingenuo y optimista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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