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Cheyre, la maldición militar y la impunidad de los civiles Opinión

Cheyre, la maldición militar y la impunidad de los civiles

Juan Emilio Cheyre no es otro más que una víctima bajo una sola maldición: ser militar en 1973 y hacer suyo, como todos los uniformados, el acto de obediencia debida, jamás cuestionarla, caminar la vida y obedecer verticalmente. Nos espantamos hoy de ello. En 1973, tras el golpe, era una cuestión de vida o muerte. Preguntar o cuestionar una orden era sentenciarse. Algunos lo hicieron y murieron o fueron dados de baja. Hijo de familia militar, yerno de otro general, Carlos Forestier, cuestionado por muertes en Pisagua y otros casos como el de los pasaportes falsos en 1976 firmados por Carlos Guillermo Osorio, ex Director de Protocolo de la Cancillería, asesinado por la DINA. Forestier no tuvo un día de cárcel y murió viejo en su casa como cualquier buen abuelo.


Finalizada la Segunda Guerra Mundial, los Juicios de Nüremberg (1945) y de Tokio (1947) fueron el primer bofetón a una humanidad que hasta esa fecha vivía en la burbuja. De los victimarios juzgados entonces, algunos se suicidaron, otros fueron ejecutados, pero una gran mayoría después de cumplir algunos años de cárcel, salieron en libertad, muriendo de viejos en sus hogares. O viviendo como buenos vecinos. La mayoría de ellos estaban convencidos que hacían un bien a la patria al liquidar judíos, niños, hombres, mujeres, ancianos. Cumplían con su deber. El juicio moral que recae sobre ellos archiva miles de páginas enquistadas en armarios de bibliotecas, y la humanidad poco a poco las ha ido olvidando. Es la maldición de la historia.

En diciembre de 1973 un joven teniente Juan Emilio Cheyre, asignado a la Intendencia de la IV Región protagonizaba un hecho que lo marcaría por vida y que hoy, tal cual Nüremberg, enfrenta el juicio de una comunidad nacional que recién despierta a hechos que la conmueven removiendo heridas que a muchos les gustaría ver cicatrizadas. Bajo el mando del Comandante del Regimiento Artillería Arica de la Serena, General Ariosto Lapostol, Cheyre cumplió una orden: hacerse cargo de un niño de dos años, a quien, según se le dice, lo encuentran en una caverna en algún sitio eriazo de la montaña en el valle de El Elqui. Sus padres, se le dice, se dinamitaron. Ninguna otra pregunta, ninguna. Buen oficial, tal cual se le enseña desde los 14 años, simplemente, obedece. El niño, hoy adulto, el ciudadano argentino Ernesto Ledjerman, entonces de 2 años, con su mameluco sucio, vestido modestamente, apenas balbucea y llama a sus padres. Caminar de niño asustado y en brazos del joven Cheyre que lo entrega al convento de la Providencia en La Serena, acto que fue posible a través del obispo de la zona, Monseñor Francisco Fresno. Muchos años después, el año 2009, Cheyre y Ledjerman se encuentran en el estudio del abogado Héctor Salazar.  En un programa de televisión, vuelven a juntarse. Los chilenos saben hoy de una tragedia que envuelve a dos hombres: un niño y un joven en diciembre de 1973. El juicio de esta historia recién empieza.

Juan Emilio Cheyre no es otro más que una víctima bajo una sola maldición: ser militar en 1973 y hacer suyo, como todos los uniformados, el acto de obediencia debida, jamás cuestionarla, caminar la vida y obedecer verticalmente. Nos espantamos hoy de ello. En 1973, tras el golpe, era una cuestión de vida o muerte. Preguntar o cuestionar una orden era sentenciarse. Algunos lo hicieron y murieron o fueron dados de baja. Hijo de familia militar, yerno de otro general, Carlos Forestier, cuestionado por muertes en Pisagua y otros casos como el de los pasaportes falsos en 1976 firmados por Carlos Guillermo Osorio, ex Director de Protocolo de la Cancillería, asesinado por la DINA. Forestier no tuvo un día de cárcel y murió viejo en su casa como cualquier buen abuelo.

[cita]Cheyre, una vez Comandante en Jefe, colocó el tema de los Derechos Humanos en las aulas de la Escuela Militar. Su Nunca Más y búsqueda de la verdad en caso de los detenidos desaparecidos fue algo que retumbó en la prensa de entonces. Ninguna autoridad militar lo había hecho hasta entonces. Y pidió perdón. Ningún  medio de comunicación comprometido con la dictadura lo ha hecho. Por el contrario, ensalza aquella época como la base de una cuna de tigres, cuando en realidad este es un país de gatos y de cobardes. Ningún civil, algunos de ellos calentando asientos en el Parlamento, colaboradores de la dictadura, ha tenido el gesto que tuvo Cheyre antes y que tiene hoy, enfrentando el juicio de la opinión pública y mostrando su verdad. [/cita]

Los civiles nos preguntamos cómo, Juan Emilio Cheyre no supo, no preguntó, no debatió, no leyó el informe Rettig hasta el año 2009. Juzgamos la situación desde la perspectiva de civiles, no de militares. Todos, sin excepción, son parte de esta maldición militar. Armados bajo su alero: no preguntar, no debatir, creer en el superior y seguir viviendo en la burbuja mientras se pueda. Así es una parte importante de esta sociedad. O era, hasta hoy. Es por ello que esta realidad espanta: se sigue premiando con titulares en la prensa, páginas sociales, postulaciones al Congreso,  a quienes fueron directamente colaboradores de la dictadura. En otros países, esta gente estaría guardada en sus casas o en sus cientos de hectáreas del sur, olvidados o apuntados con el dedo.

LO IMPERDONABLE
Cheyre, una vez Comandante en Jefe, colocó el tema de los Derechos Humanos en las aulas de la Escuela Militar. Su Nunca Más y búsqueda de la verdad en caso de los detenidos desaparecidos fue algo que retumbó en la prensa de entonces. Ninguna autoridad militar lo había hecho hasta entonces. Y pidió perdón. Ningún medio de comunicación comprometido con la dictadura lo ha hecho. Por el contrario, ensalza aquella época como la base de una cuna de tigres, cuando en realidad este es un país de gatos y de cobardes. Ningún civil, algunos de ellos calentando asientos en el Parlamento, colaboradores de la dictadura, ha tenido el gesto que tuvo Cheyre antes y que tiene hoy, enfrentando el juicio de la opinión pública y mostrando su verdad.

Esta historia tiene muchas aristas que apuntan a un solo objetivo: ubicar y enjuiciar a los culpables, ubicar y abrazar a nuestros hermanos, torturados, muertos y desaparecidos. Tomar las heridas y restañarlas con humildad. Obligarnos a pedir perdón.

Este debate abre las puertas a una verdad que duele,  una verdad gestada desde el corazón de cada uno de los que silenció y vivió de los horrores, usufructuando de lo imperdonable: la mentira. Verdad que espera el juicio que cada chileno debe hacer y apuntar hacia los responsables de esta larga noche negra: la Junta Militar que rompió y partió el alma de Chile en dos el 11 de septiembre de 1973; los medios de comunicación que colaboraron silenciando verdades o mintiendo vergonzosamente hasta hoy; y los Tribunales de Justicia que sistemáticamente negaron recursos de amparo enviando a la muerte a cientos de chilenos, y que, en algunos casos fallan buscando resquicios legales para salvar nuestra vergüenza. Los uniformados que un día juraron defender la bandera y la mancharon con la sangre de sus propios hermanos: hombres, mujeres, jóvenes, niños.

Sobre todo, lo imperdonable: hoy en Chile aún hay quienes niegan a la dictadura, hablan de gobierno militar, y en base a ello aspiran hoy a seguir gobernándonos desde el Parlamento o desde las tribunas sociales gestadas con su poder. Mientras ellos no acepten su error, no pidan perdón, los chilenos seguiremos espantados. No solo por el dolor de nuestros hermanos, sino por una verdad relatada a medias. Y entonces, Cheyre y Lejderman, han hablado en vano.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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