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A 40 años del Golpe: ‘despinochetizar la política’

No podemos esconder el ardor del juicio-ético de aquello que es esencialmente malo e indeseable: torturar, asesinar, quemar, esconder cuerpos y lanzarlos al mar caen dentro de esa categoría. Ningún homenaje al dictador, ningún nuevo edificio, ninguna cifra de crecimiento económico, ninguna tranquilidad puede justificar esos actos contra el otro. Y si fuese así, entonces, manifestamos nuestra incapacidad para pensar y construir una sociedad decente. En la medida en que no se evalúa su accionar político, no se profundiza la democracia y no se colectiviza el poder y la riqueza.


*Marcos Cárdenas es estudiante de Filosofía Universidad Alberto Hurtado.

La muerte de Pinochet, tendría que haber implicado también la muerte de su nefasta herencia política en Chile. Todavía podemos vislumbrar (como señala Manuel Antonio Garretón en su último libro) “un triángulo constituido del modelo neoliberal, hegemonía del mercado, Estado subsidiario y desigualdad socioeconómica, respaldado por el modelo político heredado”. Como país, una de las cosas más difíciles de hacer será despinochetizar la cultura política. Sobre esta, pesará en la historia su imposibilidad para poner las cosas orientadas al bien común, recuperar lo público, para dejar que se haga justicia, se cultive la memoria de manera adecuada y lo difícil que ha sido (y sigue siendo) comenzar un nuevo ciclo político.

Como país, hemos aprendido que no es viable erigir un presente y un futuro digno como sociedad negando el pasado o en su mayoría banalizándolo. Lo que está en juego acá es el juicio ético al legado pinochetista de lo que resultaba inaceptable, en sentido moral, para la convivencia democrática y para una comunidad política saneada: utilizar el ‘argumento’ de acceder al poder por la fuerza, atosigar toda expresión de discrepancia, muertes sumarias, servicios policíacos secretos y brutales, traicionar los compromisos, fustigar la tolerancia, el pluralismo y el diálogo. Todo esto está en juego cuando se apoya una figura como la de Pinochet, no sólo la contraposición tibia y blanda de “hay cosas buenas” y “hay cosas malas”.

[cita]No podemos esconder el ardor del juicio-ético de aquello que es esencialmente malo e indeseable: torturar, asesinar, quemar, esconder cuerpos y lanzarlos al mar caen dentro de esa categoría. Ningún homenaje al dictador, ningún nuevo edificio, ninguna cifra de crecimiento económico, ninguna tranquilidad puede justificar esos actos contra el otro. Y si fuese así, entonces, manifestamos nuestra incapacidad para pensar y construir una sociedad decente. En la medida en que no se evalúa su accionar político, no se profundiza la democracia y no se colectiviza el poder y la riqueza.[/cita]

La más infame herencia del dictador (y sus secuaces) no son meramente las miles de víctimas inocentes, la ferocidad infundada o el descrédito de la política. También lo es el descaro, la imposición del modelo neoliberal a la fuerza, la ignominia de lo público, crimen y ardid. El legado de cobardía e irresponsabilidad en el espacio público. Una cobardía e indiferencia de cara a la verdad y el dolor ajeno cimentado en la amenaza real o latente. Fundados muchas veces en la farsa o simplemente en la banalización y ninguneo, dichos como “No los llevaron a estos lugares por andar vendiendo leche” o del estilo “su familiar ‘desaparecido’ está en Europa”, nos sirven para esclarecer la cultura donde el aval fueron la farsa y la trampa. Circunstancias similares ocurren cuando se intenta argumentar lo sucedido remitiéndose al famoso “contexto del 73”, como si aquel absolviera de responsabilidades en las decisiones o dejara solo una alternativa.

No podemos esconder el ardor del juicio-ético de aquello que es esencialmente malo e indeseable: torturar, asesinar, quemar, esconder cuerpos y lanzarlos al mar caen dentro de esa categoría. Ningún homenaje al dictador, ningún nuevo edificio, ninguna cifra de crecimiento económico, ninguna tranquilidad puede justificar esos actos contra el otro. Y si fuese así, entonces, manifestamos nuestra incapacidad para pensar y construir una sociedad decente. En la medida en que no se evalúa su accionar político, no se profundiza la democracia y no se colectiviza el poder y la riqueza.

Por esta razón es importante despinochetizar la cultura política, a esto se potencia con los medios de comunicación (no todos, claro está) cultivados por la chabacanería, donde todo da lo mismo, donde de nada puede hacerse un juicio con cierto fundamento y seriedad.

¿Dónde ha quedado la educación cívica y ética en nuestros colegios y escuelas? En las redes sociales se comenta que, “sin la historia seremos entes sin memoria, sin las artes nos volveremos seres sin sensibilidad, al quitar la educación cívica y restringir las horas de filosofía, nos convertiremos en ciudadanos sin reflexión y, por último, sin la música seremos entes sin alma”. Quienes sienten temor a la enseñanza de las humanidades y las reducen, lo hacen porque éstas suscitan un tipo de comprensión del mundo reflexiva y a la vez crítica. Éstas son formadoras de ciudadanos informados, capaces de plantearse con posturas propias y claras frente a contextos diversos. ¿Cuál es la modernidad de un proyecto de país que sólo ensalza tecnologías, celulares y carreteras, pero que se desentiende de las frustraciones, pérdidas de sentido, de lo social y la justicia?

Estos clamores y ruidos son la memoria de las víctimas, de aquellos que soñaban que otro Chile era posible. Con el nuevo ciclo político que se abre en Chile, la nueva generación política, que luchó por la democracia y la generación post-dictadura (hijos de la transición a la democracia) no dejaremos pasar esos signos de muerte, ni a su cultura, ni a sus delfines o furtivos herederos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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