Publicidad

La Industria de textualidad científica


Hace cerca de un año Felipe Cussen decía en una entrevista que de los académicos “… se espera, en definitiva, que nos convirtamos en una máquina de hacer salchichas”. Valentina Bulo (2012), por su parte, aludía a una anécdota en la que una colega le hacía ver que su función, como académico, era la de ser una “…gallina ponedora de huevos en el criadero…”. Las analogías son sorprendentes además de ser adecuadas pues apuntan al hecho indesmentible de que los académicos nos hemos ido convirtiendo —o nos han ido obligando a convertirnos— en “productores”, en el sentido puntual de producir “textualidades”. Las irónicas metáforas de Cussen y Bulo apuntan claramente a destacar lo ridículo que resulta que se ponga a los académicos especializados, con todos sus estudios y grados, a producir papers o libros como si se tratara de simples salchichas o huevos, además de aludir directamente a lo sorprendente que parece el que se ponga a los académicos a fabricar papers o libros al modo de una “cinta de producción” que lanza al mundo infinidad de textos indiferenciados.

Una empresa que fabrica salchichas o un criadero que produce huevos han sido fundados con el objeto específico de venderlos en un mercado. La situación con las “textualidades” académicas es, en una primera mirada, diferente: los objetivos que persigue un académico al escribir pueden ser variados, lo que hasta hace poco parecía estar claro, sin embargo, era que el “vender” en el mercado no estaba entre ellos.  De hecho, quien quiera publicar un paper incluso en algunos casos debe pagar para que se lo publiquen y quien quiera publicar un libro acedémico en la mayor parte de los casos debe pagar él mismo, o conseguir el financiamiento para costearlo. En este sentido, por lo tanto, la producción de textualidad estaría lejos de asemejarse a la de cualquier producto que sale al mercado. Nadie pretendía hasta hace poco vender sus textos o ganar algo con ellos: en el mejor de los casos se apiraba a recuperar la invesión.

La situación ha cambiado últimamente: las Universidades chilenas han instalado un sistema de “premios” o “incentivos” a la publicación, que en la práctica se ha traducido en la creación de una suerte de mercado de “compra de productividad”. Algunos académicos están movilizándose hacia la producción de papers o libros que luego venden al mejor postor. Las Universidades, compran textualidades, aunque en realidad no es eso lo que adquieren: ellas adquieren números. Lo que les interesa es que las publicaciones figuren en sus ínidices de productividad: pero el producto mismo no es de su interés. Las estadísticas de productividad son lo que les importa, y mucho: de allí que están dispuestas a pagar por los textos. Por supuesto no asumen esta compra como un “gasto”, sino como una “inversión”, pues en gran medida dicho dinero retorna o se incrementa por conceptos de publicidad, de instalación de imagen pública (marca) e incluso mediante el Aporte Fiscal Directo. Este modelo que se va instalando, se acerca cada vez más al de la producción de salchichas.

Aunque las Univesidades estén pagando por producir textualidades a sus académicos, son en verdad las revistas las que “consumen” papers, así como son las editoriales las que “consumen” manuscritos, pues se trata del indispensable material con el que se hacen las revistas y se publican los libros. El procedimiento es el siguiente: los académicos escriben textos, se los ofrecen a las revistas y a las editoriales y éstas se reservan el derecho de seleccionar las que les parezcan. En este sentido, el esquema es cercano al de un “paquing” donde se seleccionan las frutas en mejor estado, las más suculentas y sabrosas para luego empacarlas y, por supuesto, desechar el resto. Una revista es, en este sentido, una suerte de “paquing” de papers, con un sistema de referato —o editorial— que sirve para la selección. Algo análogo ocurre con la editorial que selecciona los manuscritos que le parecen mejores para su publicación. El problema con la analogía es que el paquing paga al productor por la fruta que selecciona y paga a los temporeros por su trabajo de selección: la revista o las editoriales no lo hacen: casi nunca pagan ni a los productores ni a las referees o evaluadores.

Se podría pensar que las revistas y las editoriales hacen un negocio “redondo”: reciben material gratis —en algunos casos incluso pagado— para producir un artefacto —revistas o libros— que luego venden sin costo alguno o con un pequeño costo de producción, quedándose con las ganancias. Al respecto, me parece que hay que diferenciar lo que sucede con las revistas de lo que ocurre con los libros. En este último caso, efectivamente las editoriales reciben manuscritos gratis o incluso con su producción financiada, seleccionan los que les interesa publicar y las ganancias por las ventas pasan a su propiedad con la excepción de un porcentaje mínimo (10%) que es para el autor. Solo en casos muy contados la editorial asume el costo de producción y es cuando a la empresa le conviene tener el título en su catálogo por razones de orden económico —se presume buena venta— o de prestigio —un  autor afamado, por ejemplo.

El caso de las revistas es algo más complejo, pues, en general, no se trata de empresas con fines de lucro, pues no sirven para aumentar sustancialmente el patrimonio de su(s) dueño(s). Dicho coloquialmente, nadie se hace rico con una revista científica. Las revistas de este tipo rara vez se venden sino que se intercambian, generalmente están subvencionadas por alguna institución universitaria y ellas, de hecho, tienen que pagar a su vez para lograr situarse como una revista relevante. Aparecen en este mercado de publicaciones periódica dos instituciones relativamente nuevas en las que es indispensable detenerse: las empresas de bases de datos que construyen índices y las empresas proveedoras de textos vía internet. Es relativamente evidente, aunque se pretenda negar, que se trata de instituciones con fines de lucro que surgen como “oportunidad de negocio” extraordinariamente lucrativos.

Sin duda la empresa de bases de datos más conocida en Chile es ISI. El Insitute for Scientific Information, es el nombre que tiene ahora la compañía Thomson Scientific. Se trata de una empresa privada que confecciona y vende bases de datos de revistas científicas. A esta empresa le interesa indexar o agregar revistas de todas las disciplinas a sus catálogos. Para ello las revistas postulan y son evaluadas según un exhaustivo análisis: con este objeto ISI cuenta con un equipo editorial. Si la revista cumple con los requisitos puede ingresar, previo pago, eso sí, de una no despreciable cuota de membresía. En efecto, estas bases de datos trabajan a partir de la información que las revistas les proporcionan, ese es el material para la confección de sus indicadores, pero, contrario a lo que se podría esperar, le cobran a las revistas por considerarlas.

Uno de las empresas proveedoras de textos más conocida y afamada es, sin duda, Jstor. El “Journal Storage Curring” ofrece a quienes son miembros textos completos de revistas para ser descargados por internet. En humanidades, por ejemplo, ponen a disposición de los subscriptores más de 7.000 títulos y la misma cantidad en Historia, así como casi 10.000 en Ciencias Sociales. Se crea en 1995 y nace, según se consigna en sus páginas, como una librería sin fines de lucro, para ahorrar espacio a las bibliotecas. Lo que se cobras estaría destinado a cubrir simplemente sus costos. Es evidente, sin embargo, al observar las cifras que se cobran por el acceso, que se trata de una empresa que sí tiene fines de lucro: 50.000 dólares anuales por la suscripción, considerando solamente el número de universidades suscritas, sin duda es más que lo que se necesita para mantener un servidor, un sitio web y un scanner de última generación.

Todo parece estar pies hacia arriba. Así como los autores deben asumir el gasto de publicar en ciertas revistas, del mismo modo, las revistas deben asumir el costo de figurar en ciertas bases de datos y en determinados proveedores de textos. La empresa que construye dichas bases de datos, o administra textos, por lo tanto, recibe un material gratuito, se reserva el derecho de determinar cual de dicho material tiene la calidad suficiente para ser considerado y, como si fuera poco, le cobra a las revistas para pertenecer a la base de datos. Como se puede ver, las revistas también pagan. Los que no pagan nada son las empresas que crean y administran las bases de datos o distribuyen material por internet. Este si parece ser un negocio “redondo”. Estamos en presencia de lo que ha sido muy adecuadamente llamado “modelo parasitario” de negocio que, además, tiene una clara tendencia monopólica.

El negocio más lucrativo de estas empresas, sin embargo, no está en lo que cobra a las revistas por ser parte de sus bases de datos o por incluir sus textos en sus catálogos, sino que lo constituye la venta de las bases de datos. Es decir, la venta de las estadísticas que se han construido a partir del material que ha compilado, así como también, la venta del ingreso y descarga de los textos. La sorpresa de todo esto es que los “clientes” de estas empresas son los mismos académicos y universidades. En efecto, aquellos que producen los papers y no reciben nada por ellos, son lo que requieren del ingreso a las bases de datos para acceder al material necesario y así poder investigar con el objeto de escribir y publicar y, por lo tanto, tienen que volver a pagar. En realidad son las Universidades las que terminan pagando estos ingresos. Ellas pagan los sueldos de los académicos para que, entre otras cosas, produzcan textualidades, en algunos casos pagan premios por hacerlo, pagan también, en ciertas instituciones, traducciones, ediciones, etc., pagan a las revistas para que se publiquen los textos elaborados por los académicos y pagan por acceder a las bases de datos que se construyeron justamente con el resultado del trabajo que ellas pagaron.

Las empresas de elaboración de bases de datos y de publicación electrónica de textos son las únicas en todo este mercado, que simplemente no le pagan un peso a nadie. Sus costos se limitan a los gastos de funcionamiento: sueldos de los estadísticos, programadores, difusión, etcétera; como si no bastara con que sus tasas y cobros sean enormes y, claramente, desproporcionados, considerando que el trabajo creativo ya fue hecho por los autores. De esa manera, limitan y determinan el acceso al material de forma unilateral y, ciertamente, monopólica. El gran ganador es el que, en realidad, profita de todos. Los grandes perdedores son las universidades, pues, a mi juicio, con sus fondos terminan financiando todo un perverso mercado.

(*) Texto publicado en Red Seca.cl

Publicidad

Tendencias