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Jaime Guzmán: su afiliación por Hayek, su desafiliación por Mario Góngora

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Tenemos la impresión de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de adaptarse y apoyar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70 por la escuela de Chicago; esta vez liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista y por ello suscriben al principio de subsidiariedad.


Es un lugar común afirmar que a fines de la década de los años 70 tienen lugar las primeras reformas político-institucionales que introduce el régimen militar para instaurar un “peculiar” New Deal. Bajo esta perspectiva procesos tales como: i) la reducción del Estado mediante redes de focalización, ii) el desmantelamiento del aparato socio-productivo, y iii) la constitución de una burocracia privada, “destacan” por su implementación tras la crisis del “Estado de compromiso” (1938-1970). No se trata de una argumentación meramente “localista”, por cuanto a fines del mismo periodo Europa continental conoce la crisis gradual del denominado “consenso Keynesiano” (1940-1980).

Sin embargo, y a pesar de los cambios estructurales implementados bajo la  modernización pinochetista, el conservadurismo chileno –concebido desde sus postulados fundacionales– no tiene una “relación directa” con las premisas  que inspiraron el proyecto económico-social encabezado por los «Chicago Boys». La colosal crisis de los años 20, entre otros factores, impide una relación estable entre ambas tradiciones. Tampoco podemos hablar de una ontología unitaria. Renato Cristi, en más de un artículo, ha consagrado su trabajo a  estudiar la “singular transición ideológica” de Jaime Guzmán. Empresa que se extiende desde Jaime Eyzaguirre a Osvaldo Lira, hasta el propio Hayek –pero donde inexplicablemente las tesis de Mario Góngora quedan excluidas de facto–.

Ello nos permite identificar al conservadurismo como un sistema de creencias que –parafraseando a Alberto Edwards– apela a la figura de un Estado soberano e impersonal (que el propio historiador reconocía en la figura de Carlos Ibáñez del Campo), distante de aquellas posiciones instrumentales que están a la base del paradigma aplicado en los años 80, que respaldan las privatizaciones mediante una modernización implementada por los «Chicagos Boys». Cabe agregar que el proyecto neoliberal se sirve de nociones tales como eficacia, control y neutralidad que operan como “inmunizadores” –a través de un paradigma  gestional– que erradican cualquier lastre ético-normativo proveniente de un pasado “upeliento”. De otro modo, toda significación que pueda abrumar la nueva “asepsia económica” debe ser erradicada de facto, por cuanto el emergente plan económico-social de fines de los años 70, el shock antifiscal aprobado por la junta militar, se debe al incontrarrestable principio de la eficacia, orden qua orden, excluyendo preceptos conservadores, estatales o liberal-reformistas. Por ello es posible señalar a modo de metáfora que el máximum del nuevo proyecto económico-social consiste en hacer del orden social un “programa de calculabilidad”.

[cita]Tenemos la impresión de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de adaptarse y apoyar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70 por la escuela de Chicago; esta vez liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista y por ello suscriben al principio de subsidiariedad.[/cita]

Por lo tanto, y contra el sentido común, una concepción conservadora de la política económica quedó “parcialmente” excluida en los primeros años de la modernización pinochetista (1976-1981). En aquel contexto se apelaba a las leyes infalibles del monetarismo científico, a una conducción “no” ideológica del proceso social. Aquí tuvo lugar la fundación de un modelo que garantizaría una separación radical entre política y ética. Ello viene a consagrar una renuncia, no siempre explícita, a los postulados de una reforma moral de los sujetos. Conviene  señalar que la encrucijada de la modernización neoliberal consiste en renunciar a los supuestos de una vida buena y, en definitiva, a tomar distancias de todo proyecto de progreso moral. Se trata, dadas las circunstancias históricas, de operar desde un “juicio de factibilidad” y desde una tecnificación del proceso social. Aquí se imponen un conjunto de procedimientos técnicos basados en la expertise que evitarían –según este paradigma– la regresión populista (“decisión colectiva”) del periodo nacional-desarrollista que experimentó América Latina.

A la luz de sus postulados clásicos el discurso conservador comprende otras implicancias conceptuales respecto al plan económico-social impulsado por economistas e ingenieros especializados en la teoría económica de Chicago. Se trata de una distinción incomoda, pero muy necesaria, por cuanto se advierte una distancia constitutiva con los supuestos de Adam Smith y los típicos mecanismos de autorregulación del mercado, a saber, la conocida mano invisible y su preponderancia bajo el periodo de la libre concurrencia –periclitada en la década de los 30–. En este sentido, el conservadurismo clásico busca defender poder y orden contra el mercado y no con el mercado. La comunión moral intenta  compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y el racionalismo liberal de occidente, cuyo paradero fue el jueves negro de 1929. A pesar de esta tremenda lección histórica, a comienzos de los años 80’, el trabajo de Mario Góngora denunciaba las crisis de tradiciones cívicas en su célebre “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile” (1981). Sin embargo, las implicancias públicas de su obra fueron incapaces de frenar la travesía liberalizante que Guzmán ya había iniciado.

Lo anterior pese a que el pensamiento conservador –jueves negro mediante– se apartaba del empirismo inglés, pues si el orden social fuera el resultado de individuos yuxtapuestos llamados a establecer relaciones contractuales provisionales para la satisfacción de sus intereses inmediatos, tendríamos un paisaje similar al utilitarismo de Tomas Hobbes, remozado por John Locke: el orden social se torna aleatorio. Los sujetos sólo se ligarían por el factum de la norma, o bien, por contactos práctico-materiales, sin ningún otro tipo de apelación comunitaria. No existirían los grupos de mediación y las fuentes de solidaridad contarían con frágiles mecanismos normativos, salvo el campo de la contractualización y su dosis de atomización. Bajo esta perspectiva, la debacle en la cual se encuentra Occidente tiene lugar bajo el capitalismo de la libre-concurrencia a comienzos del siglo XX. Se trata de una fase de acumulación rapaz, por cuanto confía el orden social al crecimiento económico con el respectivo descalabro en los marcos de integración.

Es por ello que desde el conservadurismo era posible levantar una penetrante crítica al positivismo-atomista del liberalismo anglófono, hacia una concepción contractual (liberal decimonónica) del orden social, por cuanto esta perspectiva prescinde de las “instancias normativas” (creencias, ritos, instituciones y tradiciones u otras formas de integración) que harían más estable el orden normativo basado en el respeto y/o la legitimidad de las herencias culturales –la crítica de Góngora a las liberalizaciones–. Así queda establecida una crítica al individualismo clásico del programa liberal y, por cierto, se trata de una conocida “estocada” a los supuestos centrales de la escuela Schmitiana; en paralelo, asistimos a una drástica separación del mundo conservador respecto de las premisas del laissez faire, agotadas a fines de los locos años 20 como una profecía de aquello que Oswald Spengler designara como “la decadencia de Occidente”.

Hasta aquí, podemos constatar una diferencia conceptual que nos obliga a discernir entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado –expuesta en la conocida obra de Mario Góngora, respecto de las premisas del paradigma gestional–. Por lo tanto, si bien es posible trazar una primera “fricción” entre las ideas de la Universidad de Chicago y el discurso conservador a fines de los 70, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización.

Ello se torna necesario, pues sin perjuicio de las tres décadas de decantación histórica, debemos explicarnos la posterior transición a un binomio que pretende articular dos registros incompatibles, cuales son tradiciones valorativas y libertades económicas. Efectivamente, el imaginario conservador (comunidad moral, orden, familia, instituciones, trabajo y autoridad) está vinculado a compromisos ontológicos que a ratos se tornan controversiales con las tesis referidas a agentes particulares que reconocerían en el mercado el despliegue de sus facultades cognitivas. Es por ello que autores como Milton Friedman y F. Von Hayek han retratado sus ideas en la libertad de elección para dar cuenta de esto último, a saber, el discurso gestional acerca de crecimiento económico, sistema de vouchers, indicadores de logro, emprendimiento y desrregulación tiene como trasfondo la edificación de la sociedad de consumo

Si bien la década de los 70 marca una inflexión colosal en la gramática del mundo conservador, por cuanto la aplicación de un diseño modernizador resulta tener un carácter vinculante con un conjunto de tecnopols estratégicos en el proyecto del gobierno militar, ello viene a representar un potencial riesgo “identitario” y “programático”, por cuanto los partidos de derechas quedan capturados bajo el viraje liberal hacia el paradigma  subsidiario. Quizás esta variante del conservadurismo, proveniente de ramificaciones más genuinas, entroncó con los aspectos utilitarios-atomistas más sombríos de la modernidad –representados crudamente en la figura de los «Chicagos Boys». Este fuerte “parecido de familia”, constituye una deriva propia de la modernización liberal, toda vez que se tiende a la indiferenciación de los proyectos de sociedad.

A partir de lo anterior nos resta explicar cómo a comienzos de los años 80 el discurso conservador debe “articular” dos planos discursivos que responden a postulados antagónicos pero que, sin embargo, se fusionan por la vía de la racionalidad instrumental, contribuyendo a reducir el margen de acciones que anteriormente era resuelto desde la autoridad estatal. De tal suerte, no podemos obrar de soslayo respecto de esta “peculiar” mutación entre dos campos argumentales que obedecen a diversos sistemas de significación y que dieron lugar a la fusión liberal-conservadora.

Sin embargo, de contradicciones está escrita la historia política chilena, y por ello podemos arriesgar una explicación tentativa para abordar esta paradoja de base que acompaña el mentado eje liberal-conservador. Existe una abundante literatura que demuestra con rigor inapelable que el inicio de las políticas de externalización, privatización, desindustrialización, desindicalización y, fundamentalmente, de transformación del Estado chileno tienen lugar a partir del año 1976 bajo un expediente antifiscal que busca dejar atrás los desbordes inflacionarios del periodo populista. Tenemos la impresión de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de adaptarse y apoyar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70 por la escuela de Chicago; esta vez liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista y por ello suscriben al principio de subsidiariedad.

Se trata de una compleja convergencia –fácticamente necesaria– para fortalecer el campo de las transformaciones ya ejecutoriadas desde 1976 en la perspectiva monetarista. Entre el año 1976, año inaugural del programa antifiscal, y 1983, fundación de la UDI, han trascurrido importantes transformaciones estructurales. En el marco de esta reconstitución de los partidos de derecha, la Unión Demócrata Independiente tiene como tarea estratégica y programática la necesidad de elaborar un vínculo instrumental de legitimidad frente a una realidad ineludible: la libre competencia auspiciada por el régimen militar. Por todo lo anterior, podemos suscribir a una primera distinción entre conservadores y liberales bajo el paradigma clásico, sin embargo, no existe a la fecha explicación satisfactoria en el plano conceptual sobre este tráfico de supuestos –más allá de su conocido carácter hegemónico–. Esta mutación a procedimientos, axiomas y definiciones técnicas, da cuenta de un pragmatismo que explica alguna de las tensiones coyunturales que actualmente tienen lugar entre conservadores y liberales dentro de la propia Unión Demócrata Independiente. Pero debemos ser claros. A pesar de su impulso inicial, Guzmán giró hacia recetas liberalizantes y debe ser recordado como un “mártir” del propio neoliberalismo que ayudó a fundar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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