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Nueva Constitución: ¿también una “nueva” economía?

Augusto Quintana
Por : Augusto Quintana Profesor de Derecho Constitucional, Universidad de Chile.
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Después de 24 años de vida democrática, se ha podido constatar que la mayoría no es un lobo para la minoría, sin embargo, la misma experiencia de los últimos años enseña que en nuestros mares abundan los tiburones que impiden a los peces más pequeños adentrarse a mar abierto allí donde los grandes peces se enriquecen. Por eso, más que una nueva Economía, la Constitución que se apresta a nacer debe ser una que dé garantías tanto a lobos como a ovejas, a los tiburones y también a los peces más pequeños. Debe ser una Constitución para todos, una que erradique el temor y permita desplegar la confianza en todos los ámbitos de la convivencia.


1.- Independiente de lo que se debata acerca de los denominados «derechos reproductivos» de la mujer, o el reconocimiento sincero de los pueblos originarios, o la descentralización política (reivindicando de paso a José Miguel Infante, el gran propulsor del federalismo en Chile durante el siglo XIX), la incertidumbre mayor respecto de lo que la Nueva Constitución pueda contener gira en torno a definiciones básicas acerca el funcionamiento de la economía.

2.- Desde mi perspectiva, la actual Constitución es menos «neoliberal» de lo que sus partidarios y críticos dicen (o decimos). Al menos en su parte dogmática, el cuerpo de las normas constitucionales fueron redactadas (Actas Constitucionales números 2 y 3) en la primera mitad de la década del 70, es decir, 4 o 5 años antes de que Margaret Thatcher y Ronald Reagan surgieran en el espectro político mundial y antes –por cierto– que los Chicago Boys tomaran la dirección de las políticas públicas durante la Dictadura. No quiero decir que el neoliberalismo no haya dejado alguna huella, pues en clases enseño que ello es así en las siguientes materias: a) En relación con el derecho a la seguridad social (Artículo 19 N°18, CPR), al suprimirse el concepto de pensiones «solidarias» propuesto por la Comisión Ortúzar; b) al incluir un Capítulo relativo al Banco Central, sin precisar en la Constitución sus atribuciones; y c) al exigir ciertos quórums reforzados en ciertas materias: concesiones mineras, Estado empresario, sistema previsional, etc. También cierta ambigüedad en la Carta Fundamental favoreció algunos fraudes constitucionales posteriores (por ejemplo, el régimen legal de las concesiones mineras). Pero ninguna de estas «situaciones especiales» podríamos decir que configuran un modelo de desarrollo neoliberal en materia económica. En definitiva, no soy de la opinión de que la actual Constitución determine la existencia de un modelo de desarrollo neoliberal. Por cierto, tampoco soy partidario de que la Nueva Constitución lo disponga.

[cita]Después de 24 años de vida democrática, se ha podido constatar que la mayoría no es un lobo para la minoría, sin embargo, la misma experiencia de los últimos años enseña que en nuestros mares abundan los tiburones que impiden a los peces más pequeños adentrarse a mar abierto allí donde los grandes peces se enriquecen. Por eso, más que una nueva Economía, la Constitución que se apresta a nacer debe ser una que dé garantías tanto a lobos como a ovejas, a los tiburones y también a los peces más pequeños. Debe ser una Constitución para todos, una que erradique el temor y permita desplegar la confianza en todos los ámbitos de la convivencia.[/cita]

3.- Sin embargo, glosadores posteriores (partidarios y detractores del neoliberalismo) y alguna jurisprudencia especializada posterior, han discurrido sobre la base de que la actual Constitución contiene un «Orden Público Económico» y éste recogería, nada más y nada menos, una tesis de Estado mínimo y ausente de la economía. A decir verdad, si el Estado se ha ausentado de las actividades económicas, ello obedece a la exclusiva decisión de las autoridades de Gobierno y del Congreso Nacional, pero no por designio de la actual Constitución. No se trata de juzgar la conducta de nuestros gobernantes, o las condicionantes político-institucionales de la misma. El punto es que no corresponde asignarle a la Constitución una responsabilidad que no posee. Es relevante indicar que la actual Constitución impone al Estado más obligaciones jurídicas-constitucionales, como ninguna otra con antelación, y, al contrario de lo que comúnmente se cree, la Constitución no impone ninguna regla prohibitiva o restrictiva al Estado (en su conjunto) para desempeñar alguna actividad económica, social o cultural.

4.- ¿Debe la futura normativa constitucional resolver el modelo de desarrollo específico que ha de seguir nuestro país en lo futuro? No soy de esa opinión. La Constitución debe dar amplio margen a los representantes del pueblo (Presidente de la República y Congreso Nacional) para que pongan en ejecución la voluntad popular. Eso no impide, eso sí, que la Nueva Constitución consagre, referencialmente, los fines que la actividad económica persigue y estipule ciertas garantías básicas, verbigracia, la primacía del trabajo sobre el capital y la dignidad del trabajador, la justa retribución del trabajo o teoría de los salarios «justos» (actualmente prescrita en el Art. 19 N°16, CPR), la libertad de emprendimiento, la tutela de los patrimonios lícitos, el fomento (estatal) a la innovación y al emprendimiento, la libertad de empresa, el principio de no-discriminación arbitraria, etc.

5.- Aquí, la parte más compleja es la determinación de los órdenes normativos idóneos para regular la actividad económica de los particulares y, en especial, si corresponde sólo al legislador, o si también el Presidente de la República y otras autoridades de gobierno o administrativas (Banco Central, Ministerios, superintendencias, etc.) estarán habilitados para ello. Cuestión aparte es si los tribunales de justicia podrían estar facultados para resolver asuntos económicos con caracteres generales (como actualmente acaece, en una verdadera extravagancia jurídica, con el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia). Parece evidente que debe existir una razonable habilitación para que tanto el legislador como autoridades políticas y administrativas tengan potestades normativas. El punto a dilucidar es si las potestades normativas de los órganos políticos y administrativos serán sólo «secundum legem» (es decir, plena conformidad con la ley) o, me parece, también tendrían que ser «extra” o “praeterlegem (vale decir, en lo no regulado por la ley), como así acontece hoy en la realidad, a pesar de ciertas normas constitucionales de redacción equívoca que parecieran sólo admitir regulaciones de índole “legal”. Una modificación en esta línea vendría a zanjar una disputa jurídica no resuelta, que confronta la jurisprudencia de naturaleza restrictiva del Tribunal Constitucional, que reserva al legislador la regulación económica, en relación con la jurisprudencia más flexible de la Corte Suprema, igualmente constante e invariable en el tiempo, que admite las regulaciones derivadas de la potestad reglamentaria. No es razonable perseverar en este estado de cosas. El órgano colegiado en cuyo seno se delibere la Nueva Constitución haría bien en considerar dos criterios complementarios: a) el reconocimiento del principio de «razonabilidad» en materia regulatoria, para evitar excesos o, en su caso, para dar curso a eventuales impugnaciones, y b) examinar la pertinencia de volver al sistema de reserva legal mínima, como el que primó en nuestro sistema jurídico hasta el año 1973 (e, incluso, hasta el 11 de marzo de 1981), en reemplazo del sistema de máxima reserva legal, que favorece eternas discusiones en torno a cuál es la frontera entre el dominio de la ley y el del reglamento.

6.- Cada vez que hablamos de «regulaciones», empero, surgen los fantasmas y, en especial, las acciones de “lobby”, los conflictos de interés y el fenómeno de la “captura” del regulador. Unas palabras adicionales acerca de la captura. Evidentemente, ésta es un fenómeno muy complejo y de muchas vertientes. También muy difícil de prevenir y, en su caso, de remediar. Pero sabemos que carcome peligrosamente los fundamentos de la democracia representativa. En efecto, la sospecha de que el regulador actúa por o en beneficio de intereses particulares, junto con afectar gravemente el principio de probidad, erosiona enormemente el prestigio de las instituciones y, por ende, se justifica una preocupación mayor. Siendo un tema abierto a debate, creo que la solución tiene que ver (¡cómo no!) con el sistema de frenos y contrapesos. Es complicado que, aún a pretexto de tratarse de temas ultra especializados, el regulador no esté afecto a un adecuado sistema de controles y, en especial, de controles externos. Sin controles externos se favorece enormemente la captura del regulador.

7.- Un último punto en materia de regulaciones en el ámbito económico, es la importancia de la técnica legislativa. Hasta la fecha han predominado los sistemas normativos erigidos sobre la base de «reglas» (sean prohibitivas, imperativas o permisivas). Teniendo sus virtudes (se menciona, por ejemplo, mejores estándares de “seguridad jurídica”), un sistema basado en reglas es «propicio» para evasiones y elusiones (en materia tributaria, derechos de los consumidores, libre competencia, etc). El mayor vicio que carcome a la actividad económica en Chile y que es fuente de graves abusos, es el denominado «fraude de ley» y ello es posible porque «astutos» abogados y contadores descubren fórmulas precisas para impedir que la finalidad de la norma se cumpla. Siempre es posible descubrir conductas que no están expresamente prohibidas, o que ciertas conductas no están especialmente ordenadas. Estos vicios (la elusión y la evasión, lo son) serían menos propicios si los sistemas normativos, especialmente en el ámbito económico, se fundaran más en principios que en reglas, sin excluir –por supuesto– a estas últimas.

8.- En fin, estimamos que le hace bien a la democracia chilena debatir acerca de las bases constitucionales del funcionamiento de la economía. También nos hará bien a los especialistas en derecho público actualizar nuestras visiones y debatir con mucha honestidad intelectual si las actuales bases constitucionales de la economía, del trabajo y de los derechos patrimoniales se ajustan a la realidad económica y a los desafíos que nos depara el mundo globalizado. En alguna medida la actual Constitución fue diseñada, en sus aspectos económicos, para hacer frente al recelo que no pocos empresarios incubaron con la democracia chilena anterior al Golpe de Estado. Parte significativa del temor a una nueva Constitución deriva de la creencia, a mi modo de ver injustificada, de que la actual Carta Fundamental es una barrera infranqueable para procesos de profundización democrática. Ahora que estamos cerca del inicio de un nuevo Gobierno que tiene por misión dar cauce a relevantes transformaciones sociales y económicas, sin que la Constitución vigente sirva de dique u obstáculo, es relevante preguntarse, entonces, si es razonable fundar la convivencia en el temor y en la desconfianza. Es curioso, muchos empresarios en este país se sienten aparentemente cómodos con un mercado imperfecto en el cual, en teoría, pueden ser devorados por un pez más grande, pero sienten aversión a la democracia ante el sólo temor a que la mayoría pudiera comportarse como un lobo con la minoría. Después de 24 años de vida democrática, se ha podido constatar que la mayoría no es un lobo para la minoría, sin embargo, la misma experiencia de los últimos años enseña que en nuestros mares abundan los tiburones que impiden a los peces más pequeños adentrarse a mar abierto allí donde los grandes peces se enriquecen. Por eso, más que una nueva Economía, la Constitución que se apresta a nacer debe ser una que dé garantías tanto a lobos como a ovejas, a los tiburones y también a los peces más pequeños. Debe ser una Constitución para todos, una que erradique el temor y permita desplegar la confianza en todos los ámbitos de la convivencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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