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La otra Oficina de la Concertación: criminalización del sujeto popular y  evangelización UDI Opinión

La otra Oficina de la Concertación: criminalización del sujeto popular y evangelización UDI

Freddy Urbano y Mauro Salazar
Por : Freddy Urbano y Mauro Salazar Freddy Urbano es Magister en Sociología de la Universidad de Lovaina y Doctor en Sociología de la Universidad de Buenos Aires; y Mauro Salazar es Sociólogo. Investigador Asociado al Centro de Estudios Históricos de la Universidad Bernardo O'Higgins
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Hemos sido testigos fúnebres de cómo los partidos de izquierda cultivaron en la década de los 90 un mecanismo de desmovilización de sus militancias en los sectores poblacionales –una variante distinta a la Oficina dirigida por Marcelo Schilling a la entrada de la transición–. De este modo, la ‘subjetividad popular’ comienza a perder el vigor político de antaño en los partidos de izquierda.


Tras la pálida experiencia de la transición chilena a la democracia presenciamos el reflujo del movimiento social (años 90). La doctrina de los consensos suscrita por Edgardo Boeninger fue el testamento de nuestra elite política para reivindicar ante la “comunidad internacional” un tránsito pacífico a la democracia procedimental. Las certificaciones de gobernabilidad exhibidas en materias de “estabilidad institucional” se asemejan (cual modelo exportable) a la presentación chilena en la Expo-Sevilla de 1992 –iceberg mediante–. Todo este proceso, de evaporación de los antagonismos, pavimentó el camino para levantar la “vitrina pública” de una sociedad estabilizada, reconciliada, sin perjuicio de que pocos años antes el “movimiento de calle” había gozado de un protagonismo esencial en politizar los espacios públicos que sirvieron en la lucha de desgaste contra la modernización pinochetista.

Existe una diversidad de diagnósticos que han analizado los motivos últimos de la extinción del movimientismo durante los años 90. En concreto, qué paso con el vigor de aquella protesta social que enfrentaba sin temores al terrorismo de Estado y que a poco andar se hizo parte (por omisión) del “largo bostezo” de los años 90. No debemos perder de vista que el institucionalismo imperante se tradujo en una sobredosis de consenso.

De otro modo, ¿cómo fue posible que, de una década a otra, la protesta social perdiera su expresión vital en los espacios públicos? Por lo general, hay un lugar común donde una serie de politólogos (¡cortesanos o no!) depositan sus explicaciones sobre la crisis de la acción colectiva. Ello tiene que ver, por un lado, con las estrategias políticas implementadas desde los sectores de centroizquierda de la Concertación para desarticular-invisibilizar los movimientos de resistencia que denunciaban tenazmente los conciliábulos políticos del periodo de postdictadura, pues la conflictividad ponía en entredicho la anhelada “estabilidad institucional”. Los organismos de inteligencia de la época trabajaron sin escrúpulos ideológicos, con la ventaja que proveía la experiencia de conocer de primera fuente el movimiento popular en la lucha reciente contra la dictadura, de tal manera que un plan de descomposición de estos movimientos era una cuestión de tiempo; la escena política de la transición erradicaba al sujeto popular.

[cita]A pesar del vigor que actualmente ha adquirido la disidencia de calle y su impronta para reconfigurar el debate público-privado, más allá del tibio reformismo encarnado por la Nueva Mayoría, la ausencia del poblador sigue siendo un tema pendiente para una acción política genuina que pueda restituir un horizonte de transformaciones radicales.[/cita]

El institucionalismo radical de la transición chilena fue favorecido por enfoques universales que tienden a la desideologización y despolitización de la actividad militante. Se trata de una ideología centro-centro que en plena aldea global sugiere un orden postpartidario y pretende ocultar la división entre izquierdas y derechas. Por de pronto, las culturas militantes de izquierda, en particular el mundo concertacionista, pierden sustrato político y sancionan el orden procedimental. La figura del militante experimenta esta metamorfosis radical del imaginario de “la voluntad” (sacrificio y heroísmo) hacia el imaginario de la “instrumentalidad”, funcional a las tecnologías de la gobernabilidad neoliberal. Ello fue caldo de cultivo para una metamorfosis que va desde los intelectuales orgánicos, herederos de utopías seculares de la socialdemocracia, a los politólogos corporativos, a saber, los famosos “tecnopolos” (Joignant, Navia, Ottone, Correa, etc.). Estas transformaciones globales vinieron a corroer el lenguaje político de los “movimientos de calle” que persistían con sus narrativas de transformación, lo que provocaba que sus acciones políticas –dadas las terapias de gobernabilidad– quedaran offside respecto de los nuevos protocolos de la modernización postestatal.

Sin embargo, hay un aspecto en las mutaciones de la cultura militante de izquierda que no ha sido analizado en toda su radicalidad. Hemos sido testigos fúnebres de cómo los partidos de izquierda cultivaron en la década de los 90 un mecanismo de desmovilización de sus militancias en los sectores poblacionales –una variante distinta a la Oficina dirigida por Marcelo Schilling a la entrada de la transición–. De este modo, la “subjetividad popular” comienza a perder el vigor político de antaño en los partidos de izquierda. Hacemos mención a la figura de un actor relevante en las “tomas de terreno” en los años 50 y 60, pero también en la organización social como espacio de disputa en el marco de la represión. Esta crisis inducida de la acción colectiva afecto a las militancias de izquierda y fue capitalizada con desenfado por el eje neoconservador (UDI) para penetrar a los sectores poblacionales con el discurso populista de la prebenda. De tal modo, presenciamos un movimiento de abandono de la “subjetividad política”, que no alude estrictamente al habitante empírico de la topografía popular, forjó un trabajo social y político significativo en la década de los 80. Nuestra atención se centra en aquella militancia poblacional que, sin moverse del espacio, más bien se desmoviliza por dentro del mismo.

De algún modo, en este caso, no hay desmovilización militante sino más bien mutación militante. Las ilustraciones son bastante gráficas en la derechización de la socialdemocracia chilena. Cuando esta subjetividad política ingresa masivamente a la administración pública, en particular a la nueva versión de municipios que priorizan el enfoque hacia los grupos vulnerables. De aquí en más, el Municipio funciona como centro dinámico en la captación de recursos mediante mixturas que buscan conciliar la gestión privada con el interés público. Con ello se comienza a desarrollar una labor sociofuncional que paulatinamente modifica las relaciones con los pobladores. En nuestra lectura, el nuevo trato ya no se concibe por el convencimiento de un proyecto político de “democracia radical”, pues de aquí en más queda reducido a una relación procedimental basada en la asistencia y la entrega de servicios focalizados.

A partir de lo anterior, la penetración de los sectores gremialistas en las poblaciones durante la década de los 90 contaba, para sí, con un escenario no pensado. Su discursividad evangelizadora anclada en el subsidio, la caridad y la asistencia logra concitar la adhesión del mundo poblacional. La extrema derecha, paradójicamente, asume un trabajo social fuera de la institucionalidad y sin mayores dilemas suscribe a concepciones populistas que se ubican antojadizamente como un contrapoder. Las narrativas de la derecha neoliberal se encarnan en una gran parte de los sectores poblaciones con su renombrado eslogan de los 90: Hay que atender los problemas concretos de la gente.

Las mutaciones sufridas por la cultura militante de izquierda (… la Concertación), aparecían como irreversibles y su subordinación al aparato institucional se hizo una práctica recurrente. Los vocabularios de la modernización, sus gravámenes ideológicos, sitúan a la coalición del arcoíris en el mismo imaginario de las narrativas neoconservadores de comienzos de los años 80. De tal suerte, los militantes de izquierda absorbidos por la función institucional se disputan la adhesión de los pobladores, utilizando estrategias de cooptación similares a la derecha, a saber: asistencia social, subsidio y servicios. Aquí se constituye una práctica de la indistinción para interactuar con el mundo poblacional que gradualmente deja al sujeto popular como un actor político irrelevante y limitado a una figura socialmente desvalida. A la luz de los arreglos simbólicos de la transición se trata de un sujeto del riesgo, entonces, sólo cabe despopularizar el movimiento de calle.

En consecuencia, la explosión de los movimientos sociales en los espacios públicos a partir del 2006 (en particular las demandas estudiantiles), fue anexada en gran parte por los analistas políticos, como expresión de malestar de la llamada “clase media”. Esto rápidamente se puede entender como la ausencia de la subjetividad poblacional y su homologación a discursos de criminalización. Aquí tuvo lugar una operación discursiva donde el sujeto popular queda asociado a las figuras delictivas de la lumpenización, a saber, el riesgo, la exclusión, el rapto, la PDI desmantelando bandas de narcotráfico, etc.

Nosotros interpretamos la ausencia de los movimientos de pobladores en los nuevos antagonismos sociales como la pérdida –inducida– de “poder constituyente”del sujeto/poblador. Pensamos que esta tragedia es parte de una vertebración de procesos sociales que se desencadenan en la puesta en marcha de la estabilidad institucional; despolitización, desideologización y desmovilización/mutación militante. La articulación de estos hechos configura una tendencia a la despopularización de la subjetividad poblacional que deja de ser el “reducto ideológico” de las orgánicas internas de los partidos de izquierda.

A pesar del vigor que actualmente ha adquirido la disidencia de calle y su impronta para reconfigurar el debate público-privado, más allá del tibio reformismo encarnado por la Nueva Mayoría, la ausencia del poblador sigue siendo un tema pendiente para una acción política genuina que pueda restituir un horizonte de transformaciones radicales. Frente al riesgo de un empantanamiento en un “neoliberalismo corregido” –librados al campo de las reformas graduales– sólo nos queda replicar con la iniciativa política por lucha hegemónica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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