Publicidad

Sociedad y aula, una conversación necesaria

Iván Páez
Por : Iván Páez Director ejecutivo del Programa de Educación Continua para el Magisterio (PEC) de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.
Ver Más

Basta una relativa revisión de indicadores presentados en informes nacionales e internacionales para afirmar que Chile ha conseguido ciertos logros en materia educativa: cobertura, inversión en infraestructura, equipamiento, entre otros posibles; pero también es muy cierto que hay demasiada evidencia de las precariedades de la educación en Chile. Esa situación, además, está manifestada en la esfera política, en atención a que todos los sectores reconocen un déficit nacional en materia educativa. Las diferencias surgen cuando se quiere comprender el fenómeno, cómo se caracteriza, y acerca de las propuestas para abordarlo.


Mayoritariamente, protagonistas institucionales, grupos de estudio, representantes de diversa índole, sostienen que, a pesar de los esfuerzos, la desigualdad educacional y la segregación son muy significativas en nuestro sistema educacional, y que la educación pública está precarizada, y que tampoco la educación privada, sea pagada o subvencionada, muestra logros alentadores.

Cuando esa evidencia se manifiesta por largo tiempo, efectivamente es síntoma de una crisis mayor. Crisis que podría asociarse a la labor docente, y su preparación inicial, o a las condiciones sociales, culturales y económicas de los estudiantes, o bien a la capacidad de liderazgo directivo a fin de orientar procesos exitosos.

Independientemente de que aquellos aspectos pueden estar incidiendo de manera significativa, otra posibilidad es abordar la crisis con un enfoque más integral, que considera que la política educacional está centrada en parámetros de mercado y el principio subsidiario, dejando a un lado el protagonismo del Estado, con un claro desinterés por la educación pública y sus condiciones.

Este somero diagnóstico, que enfatiza nuestras precariedades, nos posibilita convocarnos a un gran esfuerzo para proponer transformaciones a nuestra actual política educativa, en coherencia con el desarrollo de una sociedad más cohesionada, inclusiva y democrática.

En ese marco, un primer desafío podría ser el abordaje respecto a la “calidad educativa”. ¿Estamos pensando y reconociendo un concepto pertinente de calidad educativa?

En ese desafío resultaría necesario desestimar dos concepciones vigentes: una que da cuenta de que la calidad está asociada a la capacidad de inversión de las familias (si se paga más, es por una mejor educación), y otra asociada a la “información” que me entrega el sistema, unida a resultados de pruebas estandarizadas (si se tiene buen promedio SIMCE y/o PSU, es de calidad).

Desafíos para el siglo XXI

Una sociedad que aspira a internarse en el siglo XXI con mejores niveles de desarrollo, no puede pretender que la calidad esté asociada a la inversión familiar, siendo que una sociedad moderna y desarrollada debe garantizar una educación de calidad a todos los habitantes, sin importar la capacidad de pago de las familias. Necesitamos que el Chile del presente y futuro sea una sociedad cohesionada, sin segregación social en escuelas y liceos, que promueve la inclusión, la solidaridad y la democracia.

[cita]Basta una relativa revisión de indicadores presentados en informes nacionales e internacionales para afirmar que Chile ha conseguido ciertos logros en materia educativa: cobertura, inversión en infraestructura, equipamiento, entre otros posibles; pero también es muy cierto que hay demasiada evidencia de las precariedades de la educación en Chile. Esa situación, además, está manifestada en la esfera política, en atención a que todos los sectores reconocen un déficit nacional en materia educativa. Las diferencias surgen cuando se quiere comprender el fenómeno, cómo se caracteriza, y acerca de las propuestas para abordarlo.[/cita]

Tampoco parece pertinente que nuestra calidad se asocie a datos de competitividad. La competencia entre escuelas y liceos mediante evaluaciones estandarizadas reducen el sentido y fin educativos, invisibilizando una formación integral, significativa para los desafíos que depara el siglo XXI. Debemos avanzar a una definición más comprensiva que atienda a la complejidad de los aspectos cognitivos, emocionales, culturales, sociales y éticos.

Calidad no asociada a recursos económicos de las familias, ni a rankings respecto a logros en pruebas estandarizadas. ¿Pero entonces cómo? Una aproximación a esa respuesta exigiría que debatiéramos acerca de qué sociedad queremos construir y qué educación se necesita para esa sociedad. Cuál es el rol del Estado en aquello, el de las familias, el de las comunidades educativas. Qué debe ocurrir en el aula, cómo deben ser formados nuestros profesores.

La calidad es un concepto que debe estar anclado a nuestra realidad, a lo que esperamos y queremos. ¿Qué Escuela? Qué valores y principios se construyen en esa Escuela que queremos. Qué procesos pedagógicos privilegiaremos. Cómo se vincula nuestro proyecto de sociedad con lo que denominamos calidad educativa.

Deberíamos considerar que toda política que busque definir calidad en la educación tiene que estar supeditada al concepto y visión de sociedad que se tiene. Sería muy necesario definir un concepto de sociedad basado en la cohesión social, la justicia, la inclusión y la tolerancia, donde las y los habitantes se desarrollen como ciudadanos y ciudadanas, sujetos de deberes y derechos. También donde se considere un rol estatal protagónico, que garantice una Educación Pública pertinente, significativa, inclusiva e integradora.

Respecto a la escuela y sus aulas, será necesario atender que “calidad” se refiere a una cualidad, no a una sumatoria de análisis estadísticos. Entonces es necesario abordar cómo concebimos un establecimiento educacional de calidad. ¿Cuáles son las escuelas y liceos de calidad? Se trata de una construcción urgente que debe convocar a todos los actores asociados a nuestras escuelas y liceos, donde se supere la actual lógica que se reduce a indicadores asociados a pruebas estandarizadas. Una aproximación que genera consenso es la definición de la Unesco (Informe Delors), donde se definen los pilares educativos: aprender a conocer, a ser, a hacer y a convivir. Desde esos pilares perfectamente se pueden pensar nuevos modos de concebir la calidad de nuestras escuelas y liceos.

Un país cohesionado e inclusivo

También deberíamos procurar un sistema educacional de calidad, donde se avance decididamente a un sistema que asegure el derecho a la educación a todos y todas, independientemente del origen social, cultural, político, económico. Es decir, sin exclusión y segregación en su base.

No podemos olvidar que el aula es un punto de filtración social. Los éxitos y descalabros que se desarrollan en un aula están muy asociados a los caminos previos respecto a condiciones de enseñanza, condiciones estructurales y enfoques respecto a la sociedad y, por cierto, a las decisiones que se toman respecto a políticas educativas.

Si logramos generar una conversación franca, fluida y retroalimentada entre sociedad y aula, tendremos mejores oportunidades de definir calidad de la educación, de modo más pertinente y con un sentido formativo, pedagógico y transformador. Un gran debate nacional es muy necesario. La participación debe ser el motor de esta nueva etapa republicana que busca reposicionar su educación pública como garante de un país cohesionado e inclusivo, que camina a paso firme para afrontar los motivantes desafíos que genera la sociedad del conocimiento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias