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¿Qué significa ser de izquierda en el Chile de hoy?


Estas reflexiones surgen de dos episodios recientes que debiesen haber generado insomnio en todo aquel que se considere “de izquierda”. Por un lado, el hijo de Manuel Contreras, en una entrevista a propósito de la muerte de su padre, sostuvo abiertamente y sin tapujos que Ricardo Lagos Escobar sería  un candidato por el cual él votaría en las próximas elecciones. Esto se produjo en paralelo a la potente puesta en escena de Lagos, la que fue criticada por algunos (aunque sin subir mucho la voz) pero respaldada por algunas de las voces más “radicales” dentro de la Nueva Mayoría (Jaime Quintana, por ejemplo).

Por otro lado, y producto de una entrevista sobre su último libro, Gabriel Salazar aportó con una nueva palada de tierra a la tumba de la Izquierda cuando sostuvo: “Yo creo que no tenemos izquierda ahora, están todos de acuerdo, son todos neoliberales”. Pero al día siguiente le salió gente al camino, ya que Mariana Aylwin, en una columna en La Segunda, sostuvo que el gran problema del Gobierno es que se le dio el gusto a “la calle”, dado que “hoy existe una izquierda de corte populista que sigue creyendo que se puede prescindir de la realidad”. No es menor el problema que se nos presenta. Vayamos por parte.

Si nos quedamos con el primer episodio, podemos sostener que hay algo que puede llamarse la izquierda, en la medida que Ricardo Lagos podría ser perfectamente calificado como alguien “objetivamente” de izquierda, dado que fue miembro del PS y fundador del PPD, lo que lo hace merecedor de aquel título. Pero no solo eso. Tal como nos recuerda Marcel Claude en su libro El retorno de Fausto, Lagos no solo era miembro de partidos de izquierda, sino que, por lo menos en la década del 60, fue un intelectual de izquierda que estaba convencido de que la única forma de enfrentar la concentración económica era abolir la propiedad privada.

No puede ser, pues, menor la sorpresa de que este mismo Ricardo Lagos sea ahora visto con buenos ojos tanto por el actual oficialismo como una carta para suceder a Bachelet (y, por qué no, poner un poco de orden), como también por alguien que dice hablar en nombre de la “familia militar”, aquella entelequia que aglutina lo más selecto y recalcitrante de la derecha antidemocrática y antiizquierdista. En este caso la Izquierda existe, pero extrañamente gana adeptos donde debería encontrar enemigos.

El segundo episodio no es menos extraño, aunque sí menos escalofriante. La sentencia de Salazar acerca de que no habría izquierda en el Chile actual debe ser matizada. Lo que afirma es que no existiría una izquierda institucional, esto en la medida que los intereses representados por las dos grandes fuerzas dentro del Congreso convergerían en una misma línea neoliberal. Pero dentro de este triste diagnóstico se nos brinda, al menos, una definición por negación: ser de izquierda sería no ser neoliberal. Es un paso. Pero, ¿cómo puede ser que al día siguiente de la publicación de los dichos de Salazar aparezca Mariana Aylwin afirmando que es la izquierda la responsable del descalabro del Gobierno? Espero que haya quórum para aceptar que no se puede estar vivo y muerto a la vez. O existe una izquierda institucional que efectivamente está generando estos efectos perniciosos que sostiene Aylwin, o simplemente esta vio pasar el fantasma de un cadáver que yace tranquilo durmiendo el sueño de los justos.

Lo que los ejemplos citados ponen de manifiesto es que nunca se puede dar por sentado que la izquierda sea esto o lo otro, ya que es un concepto particularmente sobredeterminado. En este punto debemos arriesgar una definición. La izquierda, a pesar de lo que muchos quisieran, no es un instrumento con el cual se mira la realidad, con el que se generan diagnósticos sobre lo que a esta le ocurre. Por el contrario, la izquierda es, antes que todo, un proceso de construcción de la realidad, un proceso que está precedido por la toma de consciencia de que la realidad no es nunca singular, sino que ella misma es un devenir, y que aquello que denominamos como “la realidad” o “la sociedad” esconde bajo su facticidad todas las potencialidades de lo que no es, pero que, eventualmente, podría haber sido.

[cita] Podemos decir, sin miedo a equivocarnos aunque sí con la seguridad de irritar a muchos, que en Chile, después de la dictadura, no ha habido algo que pueda considerarse una izquierda institucional (podrá haber excepciones pero, en un lenguaje ad hoc al Chile de hoy, no son estadísticamente significativas), ya que, bajo un consenso neoliberal, no es posible articularla.[/cita]

Resulta necesario, pues, defender esta definición. Un primer paso es señalar la radical asimetría entre la derecha y la izquierda. Es un lugar común entender este clivaje como producto de visiones opuestas sobre el estado de cosas y que, mientras uno ve blanco, el otro ve negro (es célebre la frase del diputado del PC Hugo Gutiérrez, quien aseguró que todo lo que la derecha votaba a favor, él lo votaba en contra).

Sin embargo, no es legítimo afirmar que ambas posiciones sean equivalentes dentro de su diferencia. Slavoj Žižek, en uno de sus textos tempranos, sostuvo que algo que diferencia claramente a un izquierdista de un derechista es la capacidad que tienen para definirse como tales; así, mientras no hay mayor dificultad para un izquierdista en definirse como tal, para un derechista siempre es problemático realizar este reconocimiento. El motivo estaría en la relación que se tiene con el conflicto. La izquierda no tiene temor a su etiqueta porque está consciente de que la política (y, a fortiori, la sociedad) no constituye un campo armonioso donde se puede incluir a todos, ya que el elemento que la atraviesa es el poder y, donde hay poder, hay límites (o exclusión, lo que es lo mismo).

La derecha, por su parte, sin adolecer de algún tipo de “falsa consciencia” que le impida reconocer las huellas del poder y sus consecuencias en la sociedad, opta por reprimir este hecho. En su cruzada por negar el conflicto como fundamento de la sociedad, la derecha debe articular un discurso de condena de los extremos y, como su posición es parte de uno de ellos, debe presentarse como de Centro (aunque “liberales” también está de moda), un lugar donde, se supone, se les habla a todos o a la gran mayoría, a esa “gran clase media” abandonada por todos.

Se podría decir, entonces, que la derecha es una posición identificable casi exclusivamente desde la izquierda, pero no porque sea una invención o porque la izquierda tozudamente insista en esta fútil división, sino porque su autodesconocimiento es el síntoma de la negación del conflicto social, la fantasía de que se puede superar todo antagonismo. Si la izquierda ve negro, la derecha no ve blanco, sino que, más bien, opta por no mirar.

Aclarado esto, es difícil no adherir a la postura de Salazar. Sin embargo, no puede decirse que esto es reciente. La revisión de los motivos que han imposibilitado el surgimiento de una izquierda propiamente tal en nuestro país sobrepasa los límites de esta columna. Sin embargo, podemos establecer que gran parte de ellos radican en las consecuencias de la dictadura. Tanto la eliminación física de la izquierda institucional (Edison Ortiz recientemente escribió en este medio una columna sobre cómo el “Mamo” acabó con dos direcciones del PS), sumada a una cultura del miedo producto de la persecución que impuso la dictadura, así como también las concesiones (que tanto gustan a Lagos) que realizó la naciente Concertación con el régimen dictatorial, figuran como elementos fundamentales para comprender el proceso. Aunque hay que sumarle, sin duda, el rápido acostumbramiento a transar ideales por poder de parte de la Concertación, así como la adopción cada vez más explícita del discurso neoliberal por sus miembros.

Pero también hay factores que provienen desde la derecha. Sin duda que, muy condicionada por la dictadura, se forjó una percepción de que cualquier modificación del modelo neoliberal que no tendiera a profundizarlo, constituía una desviación del camino al desarrollo. Esto es patente en la histeria que ha caracterizado a los referentes de la Derecha a la hora de interpretar a la Nueva Mayoría.

Nombremos solo algunos de los múltiples ejemplos: a fines de 2013, Lucía Santa Cruz dijo que el programa de Bachelet era el primer paso para el establecimiento del socialismo en Chile; Fernando Villegas no pierde oportunidad para calificar al Gobierno como “revolucionario”; Evelyn Matthei ha sostenido constantemente que el programa de la Nueva Mayoría está fundando en ideologismos de los 60; Roberto Ampuero, sumido en una miseria que parece no conocer límites, desde hace meses no hace más que escribir sobre los vínculos que existirían entre el actuar de Bachelet (y por ende, del Gobierno) y la RDA… Y así.

Esto no puede atribuirse a que simplemente no sepan qué es el socialismo o qué condiciones determinan una revolución, sino que es el reflejo de algo mucho más pedestre: es la muestra de la delicada epidermis neoliberal de nuestro país. Nuestro modelo es tan extremo que a cualquier alteración de su curso (por mínima que ésta sea) las respuestas son igual de extremas. Solo bajo el contexto de un neoliberalismo salvaje y ensimismado es posible entender que una serie de reformas que no cambian el modelo, sino que intentan regularlo para volverlo menos pernicioso para los excluidos (véase, por ejemplo, la reciente declaración de las autoridades del Campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile sobre la reforma educacional) se perciba como una revolución socialista, antes que como un mecanismo de validación y legitimación del modelo actual.

Podemos decir, sin miedo a equivocarnos aunque sí con la seguridad de irritar a muchos, que en Chile, después de la dictadura, no ha habido algo que pueda considerarse una izquierda institucional (podrá haber excepciones pero, en un lenguaje ad hoc al Chile de hoy, no son estadísticamente significativas), ya que, bajo un consenso neoliberal, no es posible articularla.

Chantal Mouffe (quien inspiró una reciente columna dominical de Roberto Ampuero, dado que este cree a pie juntillas que sus libros están en el velador de la Presidenta) en una entrevista al periódico El País, recordaba las dificultades que acarrea pensar la Izquierda. Advertía, eso sí, que a pesar de las voluntades de algunos, el clivaje izquierda/derecha no puede ser eliminado, ya que la política siempre será una cuestión de límites. Esto último, recalca Mouffe, ha sido mucho mejor comprendido por la Derecha en Europa. ¿No podemos decir lo mismo de los candidatos conservadores de EE.UU.?, ¿acaso la idea de Trump de deportar a los mexicanos y los indocumentados del país no es un trazado de fronteras, una definición sobre quién es y quién no es legítimamente un estadounidense?

En el Chile de la “República del Centro”, sustentada en la fantasía ideológica de que todos podemos beneficiarnos del modelo, no hay lugar alguno para la Izquierda. En una sociedad sin fronteras, sin antagonismos, simplemente no hay política. Ese es el sueño de la Derecha y el por qué de su reticencia a llamarse como tal. Hace poco, a raíz de los acercamientos de la maratonista Erika Olivera con Renovación Nacional para analizar sus opciones como candidata al Parlamento, el presidente de la colectividad, Cristián Monckeberg, en una frase lacónica, sostuvo: “Tiene un buen perfil porque no está politizada”. La represión del conflicto (y de la política) quizás no encuentre mejor expresión que esa.

La Izquierda en Chile, por lo tanto, no puede reducirse a solucionar los problemas del modelo criollo, a denunciar sus “abusos” y “malas prácticas”, ni, menos aún, a cantar victoria cuando se amplía el rol del Estado en algún ámbito de nuestra sociedad (ya que esto nunca es garantía per se de menos neoliberalismo). La Izquierda debe dejar de temerle al conflicto y abocarse a la constante tarea de establecer los límites de lo que es y no aceptado, de quiénes son sus enemigos. Esto pasa, en primer lugar, por profanar los templos que ha erigido nuestro modelo, como la libertad de elección, el emprendimiento y, sobre todo, la clase media. En la medida que se cuestione y se resignifiquen estas nociones, se podrá mostrar cómo permiten legitimar la desigualdad y, por ello mismo, las bases del modelo.

Mientras no haya una disputa por los significados de lo que hoy se entiende como la realidad, y deje de asumírsela como algo dado, no habrá Izquierda. Guy Sorman sostuvo hace poco en El Mercurio que la clase política en Chile estaba tomando medidas equivocadas, pero que no había mucho por lo que preocuparse, ya que el modelo es sólido y está profundamente enraizado en la sociedad. Lo que Sorman entiende como equivocación es lo que va en contra de la realidad. Esta equivocación es un pequeño paso para lo que podría ser la reactivación de la Izquierda; una profundización y multiplicación de la equivocación es a lo que la izquierda debe abocarse.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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