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“Abran las puertas…”

Ana María Stuven
Por : Ana María Stuven Historia PUC/UDP
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Se ha cumplido un nuevo aniversario del incendio de la cárcel de San Miguel. El grito desgarrador de los internos del 4º piso del módulo 5, además de dramático al extremo, expresó, con una precisión casi poética la capacidad de síntesis que se apropia de quienes viven en una situación límite. “Abran las puertas…” ha quedado resonando en la memoria de los chilenos por 5 años, aún sin dejar de conmover a sus familias y a quienes no nos convencemos que la cárcel resuelve los problemas de la delincuencia. Menos aún a quienes sabemos que esas rejas escondían a un vendedor de discos piratas en detención preventiva. Y, junto a delincuentes menores y marginales, tal vez a inocentes.

“Aquí estamos los que hemos robado poco”, reza un letrero en un penal. No se trata de defender al delincuente. Por el contrario, estamos, como todos los chilenos, alarmados ante la indefensión que se esparce en la ciudadanía y ante el aumento de los robos con violencia. Creemos que ha llegado el momento de preguntarse por qué, siendo Chile el segundo país con mayor índice de prisionización según la OECD, recrudecen cada día más los asaltos.

¿Es la prisión la solución a la delincuencia? La evidencia internacional ha demostrado que con mayores tasas de encarcelamiento, e incluso con el aumento de las penas, el resultado restaurativo es cercano a cero. No es una buena noticia para quienes piensan que la “puerta giratoria”, entendida como que las personas entran y salen muy rápidamente de prisión, sería la causante del aumento de la delincuencia. Muy por el contrario, todo parece indicar que no es una buena idea pensar que la cárcel es una solución a la delincuencia. ¿Significa ello que debemos quedar indefensos como sociedad ante quienes violan la ley? En absoluto. Tan solo que no basta con tener clara la meta; basta discernir con creatividad, información y responsabilidad respecto de sus causas para combatirlas y de las soluciones para implementarlas.

Las causas, a poco escapan. A propósito del incendio de San Miguel, la prensa, los analistas y las autoridades debieron mirar de frente los rostros de las personas privadas de libertad. Se llegó a reconocer que la agenda de los derechos humanos está en las cárceles. Evitar una nueva tragedia como la del 8 de diciembre requiere de reformas estructurales profundas; no basta la construcción de cárceles o tener más gendarmes, hay que evaluar las condiciones sociales detrás de la creación de un delincuente, y que interpelan a toda la ciudadanía a reflexionar y redefinir el sentido de la “puerta giratoria”. Tal vez, el drama de San Miguel hace razonable invertir la ecuación desde la denuncia porque el delincuente sale de la cárcel, a aquella que se pregunta si debe entrar, quién debe entrar y en qué condiciones debe entrar. Para que la puerta giratoria no sea la que lleva de la calle a la muerte.

Hablando de soluciones, hace un par de días, la directora de la Fundación Paz Ciudadana expuso ante el Consejo Consultivo de su institución que se gasta mucho más en mantener a un preso que en costear un programa de reinserción. Alrededor de 20 mil millones al año debiera terminar gastando el Estado en mantener personas privadas de libertad, según las estimaciones que va a implicar la agenda corta impulsada por el Ejecutivo. A su juicio, en concordancia con estudios criminológicos realizados en otras latitudes, invertir en reinserción es más eficiente, e incluso más barato, que mantener a una persona presa.

Pero no se trata tan solo de un problema de eficiencia. Basta un estudio georeferencial para enterarse que los delincuentes provienen de zonas marginales, que tienen baja escolaridad, que viven expuestos a la droga, que tienen historias de abandono y abuso, especialmente en el caso de las mujeres. Ello apunta a problemas estructurales que debemos tener a la vista, no para justificar al delincuente, pero sí para comprender el proceso que lo construye y asumir como país la responsabilidad que tenemos de inclusión, educación y participación.

La pregunta es aún más acuciosa en el caso de las mujeres. La población femenina en prisión representa alrededor del 10% respecto de la masculina. En el Centro Penitenciario Femenino, la principal cárcel de mujeres del país, viven hoy alrededor de 690 mujeres; 597 de ellas son madres, con un promedio aproximado de 3 hijos. El tiempo de condena, en la mayoría de ellas, es entre 3 y 5 años. ¿Qué nos deben decir estos datos? ¿Qué soluciones podemos proponer a partir de ellos y de estudios complementarios? Fundamentalmente, tomar en cuenta que la replicabilidad social de una mujer privada de libertad es mayor que la de un hombre, debido al rol que la sociedad asigna a la mujer en la familia.

[cita tipo=»destaque»]Creemos que es un deber ético convencernos como país que invisibilizar a quienes no se insertan positivamente en las estructuras produce muchas veces un efecto búmeran: tarde o temprano se devuelve con mayor violencia contra víctimas inocentes[/cita]

En primer lugar, nos parece imprescindible que la legislación que permite la privación de libertad, tanto como las mismas prisiones, concebidas ambas desde una óptica exclusivamente masculina, incorporen criterios de género, de manera de enfrentar adecuadamente nuevas realidades, como que la mujer se ha incorporado plenamente a delitos tipificados como masculinos (antiguamente era especialmente la prostitución). El tráfico de drogas, especialmente el microtráfico y/o delitos vinculados a la droga, son responsables de aproximadamente el 80% de las condenas que afectan a mujeres. La correlación entre estas mujeres y su nivel educacional permite establecer que más del 50% de ellas son obreras no especializadas, dueñas de casa o asesoras del hogar, y un 30% son comerciantes ambulantes. Asimismo, más del 60% es única o altamente responsable del sustento de su grupo familiar

En segundo lugar, intentar impedir la separación de los hijos que implica la prisión de una mujer. Aunque los estudios criminológicos recién comienzan a discriminar por género, la experiencia demuestra que la gran mayoría de las internas asocia su identidad con la maternidad; en consecuencia, su postura ante la vida, sus definiciones esenciales, sus motivaciones personales y prácticas, todas ellas, las diferencian del mundo delictual masculino. Sabemos que la prisión tiene para la mujer implicancias respecto a su pérdida de identidad como de sus vínculos primarios afectivos. Una mujer privada de libertad, condenada por microtráfico, generalmente jefa de hogar, deja a una familia a la deriva. Experiencias del Sename indican que una cantidad de niños internos por conductas antisociales son hijos de mujeres privadas de libertad que responden de este modo al abandono afectivo y de sustento maternal. En consecuencia, promover penas alternativas, incluso la remisión de la pena a cambio de buena conducta en el caso de madres con hijos menores de 2 años.

En tercer lugar, que se prioricen las labores de rehabilitación dentro de los penales y de reinserción social en el momento de enfrentar la libertad. Gendarmería tiene como misión ambas labores: custodia y rehabilitación. Por significativos que sean sus esfuerzos, no siempre es posible combinar ambas funciones a pesar del trabajo de sus profesionales. Así como en otras áreas del Estado la colaboración entre las instituciones públicas y privadas ha demostrado aumentar en eficiencia, recursos y creatividad, también es fundamental que los encargados de prisiones se mantengan abiertos a recibir el apoyo y compromiso de la sociedad civil para el complemento de sus labores.

En definitiva, creemos que es un deber ético convencernos como país que invisibilizar a quienes no se insertan positivamente en las estructuras produce muchas veces un efecto búmeran: tarde o temprano se devuelve con mayor violencia contra víctimas inocentes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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