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Pinochet y el efecto Garzón: jurisdicción universal y el deber de la memoria

Giovanna Flores Medina
Por : Giovanna Flores Medina Consultora en temas de derecho humanitario y seguridad alimentaria, miembro de AChEI (Asociación chilena de especialistas internacionales).
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No es el testimonio historiográfico ni la recreación del modus operandi de los crímenes aún impunes de la guerra civil lo que develan las vivencias del adolescente sargento Rafael de Los Cobos, sino una mirada comprensiva sobre la debacle ética y cultural que traería consigo el triunfo del Generalísimo sobre la sociedad española.

Nada podría, entonces, borrar los vestigios del festín de muerte y desaparición celebrado por los franquistas en un mundo agrario precarizado y bullente de expectativas por mayor democracia y derechos. Nada podría aplacar el retroceso moral que pensaban implementar como herencia, modelo caracterizado por la impunidad, donde los pobres y opositores no tendrían cabida, salvo como peones, y los aristócratas se moverían bajo el concupiscente péndulo de la realpolitik.

Así, enfrentado a las miserias de la sistemática del fusilamiento, los juicios sumarios y la tortura —cuando todavía no existían para la justicia las nociones de atrocidades ni se aspiraba a la vigencia de pactos internaciones sobre derechos humanos—, su relato sobre las traiciones de sus superiores hacia ciertos falangistas, o el abuso y la brutalidad contra sacerdotes, campesinos rojos y niños, constituye una memoria que es derecho y deber, incluso hoy, casi 80 años después.

Aquella fatídica mañana del invierno de 1937, mientras Rafael, duque de Barcelona, dejaba el destacamento rumbo a Madrid, hundido en las cavilaciones del viaje que probablemente lo conduciría hacia su destino de elite y su propio festín de guerra, el coronel Masagual —apodado La Horca por la arbitrariedad y excesos de sus condenas— lo despide con una reflexión que destila una ambigua humanidad:

«A ese pequeño aristócrata idealista lo extrañarás. Aprenderá muchas cosas ahí.

Si sobrevive, tendrá una larga vida. Una vida que yo no quisiera.

Esta guerra, que ganaremos, traerá un mundo sórdido… cuando llegue la paz, los Sancho Panza de España matarán a Don Quijote y tomarán el poder.

Nuestros Sancho Panza serán notarios, sacerdotes, comerciantes, duques, pero no poetas. Con ellos la belleza será un insulto, la inteligencia una provocación, y el amor un pecado.

La oscuridad caerá sobre España».

Fueron estas palabras, parte de la escena de clausura de la película Fiesta (Pierre Boutron, 1995), basada en la novela autobiográfica y homónima de José Luis de Vilallonga —uno de los mayores exponentes de la literatura sobre la memoria en España— las que retumbaron en la conciencia de varios juristas, entre ellos, Joan Garcés y Baltazar Garzón.

En pleno debate sobre el fracaso de la transición y la legítima expectativa de verdad y tardía reconciliación, se exhibía una nueva clave sobre los crímenes de la guerra civil y los 40 años de régimen de Franco: la memoria de las víctimas como bien colectivo e imprescindible de la cultura, una prerrogativa fundamental que merecía ser respetada y protegida. Así, los atributos de universalidad e imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad y de guerra adquirieron otra justificación: la de ser herramientas de la reparación de una identidad cultural fracturada, sometida a la impunidad histórica, y siempre limitada para los casos más emblemáticos por el fantasma de una precaria justicia transicional. Sin esta consideración, base del derecho a la verdad y del deber de la memoria, España seguiría atesorando la oscuridad y la vulneración de las víctimas antes que la justicia.

La relación, por tanto, entre derecho/deber de la memoria y justicia universal, resulta inescindible. De esta forma lo ha explicado en diversas ocasiones quien diera cuerpo a la doctrina de la jurisdicción universal de los derechos humanos e inaugurara la justicia penal internacional, ya no radicada en tribunales ad hoc, sino en la judicatura establecida. Es decir, ejercer lo que era propio de los tribunales ordinarios y para lo cual todo juez estaba preparado sin necesidad de mandatos de organismos internacionales ni mediando crisis humanitarias inminentes. Un hecho fundacional que tiene a Chile y a Augusto Pinochet por protagonistas, evidenciando las espurias similitudes pretendidas por el general chileno respecto de Franco y su dictadura, misma admiración que le llevó a la anecdótica participación de su funeral en 1975.

Fue así que el 16 de octubre de 1998 en Londres, día de la detención de Pinochet por el Scotland Yard, se abrió la puerta a la extraterritorialidad de la persecución penal y se marcó un punto de inflexión para la doctrina y la dogmática jurídicas: el fundamentalismo del respeto y protección imprescriptible de los derechos humanos por primera vez se hacía realidad sin abusar de la tergiversación del discurso.

La revolucionaria y personalista Declaración Universal de DD.HH.

El 10 de diciembre de 1948 es una punta de lanza contra los totalitarismos y atrocidades de los primeros cuarenta años del siglo XX, pero cuya vocación universal aún no logra asentarse en una sociedad global desconocedora de los mecanismos de justicia internacional. En efecto, mientras Eric Hobsbawm afirmaba que era el tiempo de los genocidios, Albert Camus la describía como la época del miedo, el terror y la violencia.

Ambos autores fueron testigos del ejercicio de lo que después conoceríamos como terrorismo de Estado. Violencia y represión que se erige en un valor político de los aparatos de gobierno y encarna el desprecio por la dignidad humana que detentan quienes participan en el ejercicio del poder, eligiendo con total responsabilidad la vía de la deshumanización y su criminalidad asociada. Aquel era un mundo que, atribulado tras los horrores del triunfo de la voluntad del Tercer Reich y los efectos de la bomba atómica, encontró en la Declaración Universal de los Derechos Humanos un instrumento revolucionario: el personalismo y la doctrina de la universalidad de tales prerrogativas. Un pacto de mínimos entre los Estados en que —más allá de la moral religiosa y la ley natural— sería la dignidad de las personas el único bien jurídico protegido para frenar lo que incipientemente se llamaba crímenes contra la humanidad.

[cita tipo=»destaque»] El 10 de diciembre de 1948 es una punta de lanza contra los totalitarismos y atrocidades de los primeros cuarenta años del siglo XX, pero cuya vocación universal aún no logra asentarse en una sociedad global desconocedora de los mecanismos de justicia internacional. En efecto, mientras Eric Hobsbawm afirmaba que era el tiempo de los genocidios, Albert Camus la describía como la época del miedo, el terror y la violencia.[/cita]

De manera tal que los albores de la creación del actual sistema de justicia de derechos humanos comienzan el 10 de diciembre de 1948. Ese día se aprobó en la tercera Asamblea General de la ONU por un total de 48 votos —de un universo de 58— el primer catálogo de derechos civiles, políticos, económicos y sociales. Su articulado fue redactado por una comisión permanente de derechos humanos designada por el Consejo Económico y Social, en cuyo seno se reunieron afamados filósofos, juristas y activistas de la época. La presidencia encargada a una socialité y millonaria Eleanor Roosevelt permitió disponer de recursos para asegurar la participación de su variado elenco. Entre sus redactores, los aportes más relevantes provinieron de René Cassin, Peng Ch. Chang y Charles Malik —asimismo del chileno Hernán Santa Cruz—, quienes convirtieron en mayoría las tesis sobre la universalidad planteadas por Jacques Maritain, cabeza de un panel de expertos de la Unesco. Todos eran coincidentes: tanto las distintas religiones como las teocracias, incluido el Vaticano, deberían ceder a un orden jurídico universal.

Aquel texto significó un nuevo horizonte normativo cuyo contenido, si bien no es vinculante, constituye una hoja de ruta y una piedra angular para evitar los excesos de los Estados y aplicar justicia cuando son vulnerados.

La detención de Pinochet y el efecto Garzón: los albores de la jurisdicción universal

El mismo año que es detenido el dictador chileno se conmemoraba medio siglo de vigencia de la Declaración Universal y se acordaba el primer texto de Justicia Penal Internacional: el Estatuto de Roma. Quizá por eso, pese a la larga lista de dictadores y tiranos investigados en la época, el rostro de la criminalidad y terrorismo de Estado fue el de Pinochet. Toda la prensa mundial estaba pendiente de su suerte a lo largo de sus 503 días de detención domiciliaria. La suya no era solo la responsabilidad material en los delitos que se le imputaban y eran investigados, sino una responsabilidad ideológica y política que encontraba su fundamento en la universalidad de la persecución penal y en el derecho a la memoria de las víctimas.

Aunque las querellas presentadas por Joan Garcés comenzaron a ser sustanciadas por otros magistrados, el turno hubo de caer en Baltasar Garzón y es él quien logra la emblemática detención. Primero con una orden simple de interrogatorio en calidad de testigo y en la cual solicitaba su extradición, y tres días más tarde ampliando el requerimiento en una orden de detención por autoría de los delitos de tortura y genocidio. La novedad era la aplicación extraterritorial de la ley: los crímenes de lesa humanidad habían sido cometidos en Chile contra ciudadanos españoles y él se encontraba de viaje no oficial en Inglaterra. La extradición a España era necesaria, pero se inició el debate sobre la calidad de Pinochet: ¿gozaba o no de inmunidad diplomática?, ¿eran o no delitos extraditables?, y ¿era más competente y preparada la justicia española o la chilena? Pasaron 16 meses en que el ‘affaire Pinochet’ sentó jurisprudencia y criterios interpretativos nunca antes valorados hasta que la Cámara de los Lores resolvió que no gozaba de inmunidad y que debía ser juzgado. No obstante, nunca salió de Londres, pues se terminó fallando en contra de la extradición.

Los cargos consistentes en 94 denuncias de tortura contra civiles españoles, incluidos el homicidio (ejecución) del diplomático español Carmelo Soria en 1995 y una serie de conspiraciones para cometer tortura, tampoco terminaron siendo juzgados en España. Sin embargo, en Chile se cerró la brecha de negación del Poder Judicial y a su regreso el 3 de marzo del año 2000 varias querellas ya habían sido presentadas, las que sumaron más de 300, alcanzando además 14 desafueros.

La literatura especializada y de ficción, el cine y el teatro convirtieron esa estancia en The London Clinic en un presagio de la caída de su poder y la impunidad histórica e ideológica —que no penal—, de la cual había gozado bajo la justicia transicional. La propaganda en torno a su senectud, su demencia senil, su amistad con una anciana y demodé Margaret Thatcher, dieron paso a la lejanía de la derecha más liberal, y los estertores de los últimos golpistas, síntomas irreductibles de su declive y de que la memoria podría ser reconstruida en Chile.

A su muerte, precisamente el 10 de diciembre del 2006, a la edad de 91 años y sin haber sido condenado por ningún crimen, ya en Chile estaba asentada de forma primigenia la doctrina del derecho a la verdad y el deber de la memoria como derechos humanos. Hoy resultaría, al menos, políticamente incorrecto, asumir el negacionismo de las atrocidades cometidas bajo su mandato y disminuir los efectos perniciosos que generó en la identidad cultural de Chile.

La degradación de la colmena versus la universalidad del deber de la memoria

Una de las expresiones más neorrealistas y críticas, por ausencia de un discurso en contra de Pinochet, es el premiado documental chileno La muerte de Pinochet (Perut, Osnovikoff; 2011). Un trabajo experimental que muestra en planos lineales los testimonios de cuatro personas afectadas por su fallecimiento y que, sin belleza en el lenguaje ni épica patriótica, demostraban la enajenación y desdén por la cultura de los derechos humanos.

Es esa figura de disminución personal, de expresiva inhumanidad moral ante la evidencia de la responsabilidad criminal e ideológica del dictador y los agentes del Estado, la que da pie a una valoración mayor de la memoria. La razón: la memoria es un bien jurídico colectivo que ha devenido en una categoría ética, política y jurídica, que convierte al recuerdo en un legítimo deber moral, en un antídoto contra la barbarie y el olvido en que han caído muchas veces las víctimas de la represión. La memoria no es solo derecho a la verdad procesal para el individuo, sino un derecho de última generación que detenta el colectivo y, por tanto, un deber del Estado y de la comunidad.

Una forma de ilustrar ese peligro del olvido cultural se representa con una gran belleza, en opinión del mismo juez Garzón, en El Espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1974). Considerada la más poética película española, su guión es una joya del lenguaje más imaginativo y prístino contra el efecto devastador del olvido e impunidad impuesto por el franquismo. Su protagonista hará célebre la reflexión sobre la pérdida de identidad cultural, el abatimiento de la pérdida ideológica y la degradación progresiva de la memoria en la dictadura:

«En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano alado de la especie. Toda la vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo del que forma parte (…) la sociedad casi perfecta, pero despiadada, de nuestras colmenas, en que el individuo es enteramente absorbido por la república, y en que la república, a su vez, es regularmente sacrificada a la colectividad abstracta e inmortal del porvenir (…) las abejas adoran a su reina, no tanto a la reina misma como el provenir infinito de su raza».

Nuestro 10 de diciembre, ese que evoca la muerte de Pinochet, es también una oportunidad para conmemorar los derechos humanos y la posibilidad de reconocer la necesidad cultural y vocación de justicia universal que detenta el deber de la memoria.

En efecto, la creación del Instituto de Derechos Humanos y el Museo de la Memoria, fueron iniciativas pioneras en nuestro país, aunque insuficientes. Nuestro sistema normativo y judicial ha evolucionado incorporando doctrina comparada y judicial donde se reconoce la competencia de la Corte Penal Internacional (2009) y existen ministros de dedicación exclusiva a causas de lesa humanidad (2013).

Aunque se avanza lento hacia su positivización en el ámbito de Naciones Unidas, bien vale pensar que una nueva Constitución, un articulado que borre la ilegitimidad de la Carta del 80 firmada por Pinochet y reescrita por Ricardo Lagos, pudiere consagrar su reconocimiento como un derecho fundamental.

Chile merece reconstruir su memoria y las nuevas generaciones que no vivieron en la colmena de la dictadura tienen la oportunidad para hacerlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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