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Gratuidad 2016: la victoria del mercado


Antonio Gramsci, reconocido político y pensador del siglo XX, solía advertir que “[cuando] el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro, surgen los monstruos”. Así es posible resumir la recientemente aprobada e improvisada ley corta de “gratuidad”, proyecto liderado por el Ministerio de Hacienda donde se habló profusamente sobre recursos, pero escasamente del Sistema de Educación Superior que necesitamos.

Que no se malinterprete: resulta difícil no celebrar que los estudiantes pertenecientes a los cinco primeros deciles accedan a las instituciones que cumplen con los criterios fijados, dada la reducción del gasto que ello significará para las familias. Sin embargo, ello no puede obnubilar el juicio crítico respecto a lo ocurrido. En 1993 también costaba criticar el Financiamiento Compartido (FC) bajo la promesa de mejorar la calidad y aumentar la libertad de elección, o el 2005 al CAE, cuando Ricardo Lagos aseguraba que con él miles de estudiantes vulnerables podrían acceder a la educación superior y convertirse en la primera generación profesional de sus familias. ¿Cómo oponerse a ello? El Movimiento Estudiantil lo hizo en su momento, pero no fue posible detener su implementación. Con el tiempo, la evidencia constató que el FC fue clave en promover la privatización y segregación social dentro de nuestro sistema escolar (Carrasco y Flores, 2013; Elacqua, Montt, y Santos, 2013), y el CAE, el mejor negocio para la banca privada en décadas a costa del endeudamiento de miles de estudiantes (CIPER, 2013).

 [cita tipo=»destaque»] Lo que para algunos constituye un avance, para otros constituye un retroceso en la disputa de transitar desde la subsidiariedad instalada en dictadura hacia un Estado garante del derecho a la educación y el fortalecimiento de la educación pública. La ley corta es una nueva constatación de que la demanda por ‘más Estado’ no implica ‘menos mercado’.[/cita]

Tras la aprobación de la ley corta, Jaime Bellolio, diputado de la UDI, explicitó elocuentemente que con ella “triunfó el sentido común”. Y sí, venció el sentido común para aquellos que comulgan con la educación de mercado. Se impuso la noción instaurada y naturalizada a partir de la modernización educacional impulsada en dictadura, donde se instalaron tres pilares indispensables para la estructuración del mercado en educación y que la “ley de gratuidad” consolida; a saber: i) el rol subsidiario del Estado, ii) la homologación del trato entre instituciones públicas y privadas, y iii) la mantención de un financiamiento a la demanda vía vouchers (bonos portables). Con ello, el Estado no solo recula en el esfuerzo inicial de fortalecer la educación pública y garantizar la educación como un derecho, sino que –por el contrario– comulga con la noción de que el ‘derecho’ recae en la persona (vulnerable), por lo que, dentro de su libertad de elección, el Estado deberá subsidiar vía vouchers su elección, indistintamente de si escoge una institución estatal o privada que cumpla con los criterios fijados. Algo reconocido en la literatura como “privatización endógena” de la educación pública (Ball & Youdell, 2008).

En ese sentido, la analogía realizada por Marco Kremerman en una columna reciente en El Mostrador resulta ilustrativa para visibilizar la derrota ideológica: si el Jumbo de Paulmann o la papelera de Matte les venden productos a los hogares de menores ingresos, ¿significa que el Estado deba subsidiar a dicha empresa? Claro que no. Mismo caso debiese aplicarse a la educación, más aun considerando que, a partir de la ley corta aprobada, estudiantes pueden terminar estudiando en instituciones investigadas por lucro por el Ministerio Público.

Lo que para algunos constituye un avance, para otros constituye un retroceso en la disputa de transitar desde la subsidiariedad instalada en dictadura hacia un Estado garante del derecho a la educación y el fortalecimiento de la educación pública. La ley corta es una nueva constatación de que la demanda por ‘más Estado’ no implica ‘menos mercado’. Prueba de ello es que para el 2016 –como consigna un informe de la Fundación NODO XXI– se proyecta un gasto fiscal superior a los $216 mil millones por concepto de Aporte Fiscal Indirecto (AFI), recarga y subsidio adicional del CAE, y becas/créditos a instituciones con fines de lucro; todos ellos elementos que consolidan el mercado educacional. En esa línea, un informe de la Contraloría (2015) devela el abandono de la educación pública al constatar que del total del financiamiento fiscal a la ESUP, apenas el 32,7% se destina a universidades estatales, siendo de los países que menos gasto público realiza en educación (OCDE, 2011).

Por último, cabe tomar nota de la advertencia hecha por el Tribunal Constitucional durante este proceso: cualquier avance, por nimio que este sea, puede ser detenido –ejerciendo un rol cual tercera cámara– en aras de defender la Constitución del 80. Ello instala como centralidad para las fuerzas de cambio el debate sobre la Nueva Constitución, siendo una condición sine qua non para la consecución de eventuales reformas estructurales que instauren al Estado como garante de derechos sociales.

Así, el 2016 se plantea cargado de desafíos. Específicamente respecto a la reforma en la ESUP, resulta crucial, por una parte, enmendar el rumbo de la subsidiariedad estatal avalada vía ley de ‘gratuidad’ y, por otra, pensar realmente el diseño y marco regulatorio para la reforma a la educación superior que Chile necesita, considerando todas aquellas aristas –obviadas ante la improvisación del debate presupuestario– respecto a lo que esperamos de nuestras IES en términos de su investigación, docencia, inclusión, democracia, vinculación con el medio, entre otros. Para ello, urge la voluntad del Gobierno y los diversos actores del sistema educacional. Abandonar las defensas corporativas y la improvisación en el diseño de la política educativa. Resultaría inaceptable, en consecuencia, el envío de un nuevo proyecto de Reforma a la ESUP sin impulsar previamente un debate público, democrático y sincero con la sociedad. Pese a los errores, la posibilidad de una reforma estructural sigue abierta. Cumplamos la responsabilidad histórica de no desaprovecharla.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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