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Contra el impuesto a los graduados

Agustin Barroilhet y Ricardo Espinoza
Por : Agustin Barroilhet y Ricardo Espinoza Agustín Barroilhet, Georgetown Law Center y Universidad de Chile. https://www.linkedin.com/in/abarroilhet y Ricardo Espinoza, University of Maryland & Universidad de los Andes http://raesping.wix.com/respinoza @r_espinozag
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(Y a favor de los créditos contingentes al Ingreso)

La educación superior ha cambiado significativamente en los últimos cuarenta años. Lo que antes era un privilegio exclusivo de países ricos o de las élites de países pobres, hoy es parte integral de la competencia internacional por capital humano y de las estrategias de desarrollo. De acuerdo a The Economist, “en promedio la tasas de matrícula en instituciones de educación superior en el mundo […] subió de 14% a 32% durante las dos décadas […]; en ese tiempo, el número de países con una tasa de matrícula superior al 50% incrementó de 5 a 54.” (May, 2015, en Inglés). Chile pertenece a este último grupo. Desde 1990, la matrícula en educación superior ha crecido a una tasa promedio de 7.4% anual, pasando desde 200 mil a más de 1,2 millones de alumnos.

Financiar el aumento de matrícula ha sido un desafío formidable para todos los países, ricos y pobres. Una dificultad inmediata es que financistas, instituciones y estudiantes tienen intereses creados, lo que hace los cambios sean difíciles de aprobar. Pero los aumentos de costos que produce la expansión de matrícula, sea ésta pública o privada, son reales y crecientes y ello ha forzado la mano a muchos países obligándolos a diversificar sus fuentes de financiamiento. Por ejemplo, el cobro de alguna forma de arancel se ha vuelto común en países que se resistían a cobrar por la educación superior, como Australia e Inglaterra. Asimismo, países que por años dependieron mayoritariamente del financiamiento privado, como Estados Unidos y Chile (hasta ahora), han tenido que utilizar fondos públicos para evitar el sobre endeudamiento de sus estudiantes.

Vista esta tendencia mundial, sorprende que Chile quiera volver a tener al Estado como única fuente de financiamiento y que, además, quiera restringir el gasto por alumno vía fijación de aranceles. No obstante lo anterior, ya es un hecho que los fondos públicos serán insuficientes para alcanzar la gratuidad universal, incluso con fijación de aranceles, y lo que falta por saber es realmente es qué fórmulas ocupará Chile para que sus estudiantes contribuyan a cubrir el costo de la educación que reciben.
En la literatura comparada existen esencialmente dos mecanismos de financiamiento que permiten que los estudiantes puedan entrar a estudiar sin pagar y hacerlo posteriormente contra sus ingresos, el Impuesto a los Graduados (IG) y el Crédito Contingente al Ingreso (CCI). El IG es un impuesto específico a la renta de los graduados, destinado exclusivamente a financiar la educación superior, mientras que el CCI es un sistema de créditos en el cual los estudiantes pagan los costos de su educación con un porcentaje de sus ingresos mensuales.

Tanto el IG como el CCI son opciones políticamente atractivas porque tienen el potencial de beneficiar a los estudiantes a un costo fiscal acotado. Sin embargo, ambos mecanismos tienen bases ideológicamente diferentes que pueden ser fácilmente asignadas a lados opuestos dentro del espectro político. El IG promueve, por un lado, la idea de que aquellos que ganen más contribuyan más, y está asociado con la retórica de que la educación superior es primordialmente un bien público. El CCI por su parte es consistente con la lógica de que cada estudiante debe de pagar lo que él o ella reciba, lo que calza con la retórica de que los retornos de la educación superior son substancialmente privados. En la práctica, la principal diferencia entre el IG y el CCI es que el IG genera un fondo común basado en contribuciones progresivas que paga la educación de todos de acuerdo a criterios que se establezcan políticamente, mientras que en CCI cada estudiante paga el costo de la educación que recibió a costos de mercado. Como puede verse, aunque ambos mecanismos permiten a los estudiantes estudiar sin pagar y están limitados a un porcentaje de sus ingresos futuros, no son iguales.

[cita tipo=»destaque»]Si una política progresiva es una que aumenta la equidad económica entre individuos o grupos que contribuyen y/o se benefician de dicha política, entonces el impuesto a los graduados (IG) no calza con la definición. El IG solo tiene el potencial de ser progresivo cuando existe poca dispersión de sueldos entre los estudiantes graduados, y cuando los beneficios de la política cubren todos los costos asociados que llevan a los estudiantes pobres a elegir programas más cortos y baratos.[/cita]

Aunque el IG y el CCI pueden ser comparados en varias dimensiones, como la eficiencia, los requerimientos regulatorios, el impacto sobre la autonomía o los incentivos al desarrollo de instituciones, la distribución de los riesgos financieros o los costos fiscales, por dar algunos ejemplos, nuestro objetivo aquí es compararlos en términos de equidad. Hemos elegido esta dimensión puesto que el IG ha sido defendido como una política progresiva capaz de proveer educación superior como un ‘derecho social’ que eventualmente beneficiaría a los más desaventajados. En estas líneas analizamos si el IG es progresivo cuando lo contrastamos con un sistema CCI. Nos preguntamos si moverse de un sistema de CCI a un sistema de IG en un país como Chile beneficia realmente a los más desaventajados.

En un estudio preliminar (Barroilhet, Espinoza, Urzúa, 2016), simulamos y comparamos ambos mecanismos en el contexto chileno, utilizando datos oficiales del Ministerio de Educación sobre matrícula estudiantil, aranceles y salario esperado para un rango amplio de programas. Los resultados de nuestro estudio no favorecen al IG. El IG se vuelve extremadamente problemático cuando los programas académicos financiados tienen distinta duración y cuando los títulos que otorgan son premiados de forma diferente por el mercado laboral. En este contexto, el IG no es progresivo pues este perjudica en promedio a los estudiantes más pobres. Esto se explica parcialmente por el hecho de que, aun cuando en el IG no hay costos efectivos de matrícula, los estudiantes más pobres tienden a matricularse en programas más cortos, que son generalmente más baratos de proveer, y que les permiten acceder al mercado laboral más rápidamente. Por ejemplo, en Chile, los estudiantes de estatus socioeconómico bajo se matriculan programas que en promedio son 1.5 años más cortos y cuyo arancel anual es 40% más bajo que aquellos de estudiantes de nivel socioeconómico alto. El acceso temprano al mercado laboral – con sueldos inmediatos pero limitados – pone a los pobres en una situación en la que terminan pagando el IG por un mayor periodo tiempo y por una educación que fue relativamente barata de proveer.

En contraste a los estudiantes pobres, los estudiantes más privilegiados tienen una menor presión de entrar al mercado laboral tempranamente y pueden elegir carreras más largas y costosas, con la esperanza de mayores salarios futuros. Así, los estudiantes ricos comienzan a pagar el GT más tarde y por una educación que es substancialmente más cara de proveer. Nuestros datos muestran que los estudiantes de estatus socioeconómico más alto se matriculan en programas donde el costo total es 250% más alto que el de aquellos estudiantes de nivel socioeconómico bajo.

Aunque sea contraintuitivo para muchos de los que han defendido el IG, nuestra investigación muestra que la distribución del fondo común basado en contribuciones proporcionales del IG termina perjudicando más a los pobres. Puesto de otra manera, como el IG provee beneficios que no se relacionan con los costos de la educación y además existen importantes variaciones en los salarios a los que se puede acceder con los distintos títulos, los grupos que pueden ingresar a los programas más caros y largos y posteriormente mejor remunerados terminan beneficiándose en promedio mucho más que los demás. Nuestro estudio muestra que bajo las actuales condiciones de costos, empleabilidad y salarios, cuando se compara con un sistema CCI, el IG beneficiaria al 45% de los estudiantes provenientes de establecimientos secundarios privados (nivel socioeconómico alto), mientras que solo beneficiaría a un 15% de aquellos provenientes de establecimientos secundarios públicos (nivel socioeconómico bajo).

Si una política progresiva es una que aumenta la equidad económica entre individuos o grupos que contribuyen y/o se benefician de dicha política, entonces el impuesto a los graduados (IG) no calza con la definición. El IG solo tiene el potencial de ser progresivo cuando existe poca dispersión de sueldos entre los estudiantes graduados, y cuando los beneficios de la política cubren todos los costos asociados que llevan a los estudiantes pobres a elegir programas más cortos y baratos. Sin embargo, lo primero es improbable en economías de mercado, y lo segundo, tan costoso que desplazaría el financiamiento de otras políticas sociales. La ausencia de estos dos elementos permite construir un buen caso en contra de la implementación del IG como un mecanismo para financiar la educación superior a gran escala. El IG es una política riesgosa y potencialmente injusta cuando se compara a alternativas como los créditos contingentes al ingreso (CCI), que también facilitan el acceso a la educación y que favorecen en promedio substancialmente más a los pobres, como demuestra nuestra investigación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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