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Atria y la Ley de Educación Superior: una profecía autocumplida Opinión

Atria y la Ley de Educación Superior: una profecía autocumplida

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Se sigue de todo esto que, bajo la misma vara de medir de Atria, la Nueva Mayoría se ha pegado un tiro en el pie; ha renunciado de antemano a producir una correlación de fuerzas favorable a la Reforma. O, en términos de la teorización política de Atria, ha cortocircuitado el proceso de la ‘pedagogía lenta’. Pues, si bien Atria entiende esta como un proceso posterior a la institucionalización de los derechos sociales, nada impide extenderla a un momento anterior, en el que se acumula ese ‘poder, harto poder’, que Atria ahora echa de menos.


En una entrevista publicada el 14 de julio recién pasado en este mismo medio, Fernando Atria hace un pronóstico muy pesimista respecto al futuro de la reforma al sistema universitario enviada por el Gobierno de la Nueva Mayoría al Congreso. ‘Porque para transformar –dice– uno necesita poder y harto poder. En cantidades inusualmente altas. Es mucho más fácil administrar que transformar […] la posibilidad de que este Gobierno realice una transformación importante de la Educación Superior es cercana a cero’.

Ahora bien, leyendo esta misma entrevista, resulta difícil no concluir que lo de Atria no es un pronóstico, sino una profecía autocumplida. Pues, con su proyecto, el Gobierno borró de una plumada la profunda discusión, de la cual el propio Atria ha sido destacado impulsor y exponente, acerca de lo público: el ‘nuevo paradigma de lo público’ –así se lee en el título de uno de los numerosos libros que Atria ha dedicado al tema (Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público, Lom, 2014)– está totalmente ausente del proyecto en cuestión. En él se trata, nuevamente, de la dicotomía estatal / privado, la misma que, en combinación con la idea de ‘derechos sociales’, el ‘nuevo paradigma’ de Atria se había propuesto superar.

Esta superación, abordada con tenacidad y profundidad, apuntaba a sacar a la izquierda, tanto de su vetustez –la izquierda ‘tradicional’ y su lastre dirigista y estatista– como de su entrega al credo del neoliberalismo, a la supuesta ilimitada espontaneidad del mercado –la izquierda ‘renovada’–. Premunida de sus dos ideas-fuerza, ‘derechos sociales’ y ‘paradigma de lo público’, la izquierda proyectada por Atria estaría lista para resurgir de su aislamiento y para salir nuevamente a la conquista del mundo.

¿Cómo? Intento aquí sintetizar el pensamiento de Atria. Este, a diferencia de buena parte de los pensadores actuales de la izquierda, no ha demonizado al neoliberalismo, sino buscado entender la verdad que, parcial como todo fenómeno histórico, quedaría plasmada en aquél.

O sea –aunque Atria no siempre es del todo claro en esto– el neoliberalismo no sería una mera ideología (falsa conciencia, engaño), sino una autocomprensión del mundo social e histórico contemporáneo que no cabría simplemente desechar, sino más bien comprender a fondo y radicalizar. Se trata de que, en oposición a los órdenes sociales planificados desde el Estado –los cuales, y esto es pertinente para nuestra educación superior, inevitablemente se rigen por la ley de los grandes números, de modo que terminan planificando y reproduciendo la mediocridad– el capitalismo contemporáneo, y esta sería la clave de su vitalidad, abre espacios para la iniciativa individual y para ordenamientos sociales, ‘órdenes espontáneos’, cuyo paradigma sería el mercado.

De este modo, para Friedrich von Hayek, pensador central para este liberalismo intensificado, habría quedado demostrada la superioridad de las sociedades centradas en el mercado sobre los ‘socialismos reales’ y las socialdemocracias de Europa Occidental.

Atria, en cambio, entiende que el comportamiento del individuo maximizador ante el mercado no es natural, sino histórico. A partir de ahí infiere que habría que comprenderlo como sometido a reglas, que aparentan ser naturales. Pero esa aparente naturalidad resulta de que, en realidad, han sido tan profundamente interiorizadas que se nos presentan como si fuesen naturales.

Pero entonces, si se trata de reglas, otras serían posibles; en particular, los ‘derechos sociales’, en los que el ideal socialista se expresaría concentradamente.

Así debiera ser posible un ‘socialismo hayekiano’ (es el título de un ensayo de Atria publicado el 2010), sin dictadura ni dirigismo estatal, y sin asfixia de la libertad individual. Y sin revolución: el socialismo, por el contrario, se tornaría hegemónico en virtud de un proceso de ‘pedagogía lenta’.

Es decir, una vez que los ‘derechos sociales’ han sido establecidos como reglas de la interacción social, y salvo eventualidades, la sola evolución espontánea bastaría para que el contenido normativo de estas reglas se transforme en un nuevo sentido común; así, el socialismo, que para Atria se define por la ‘amistad’ como relación humana primordial, llegaría a desplazar al egoísmo hobbesiano en el imaginario y en las prácticas sociales.

Por cierto, se puede objetar que hay una diferencia abismal entre lo que podríamos llamar el ‘ADN’ de una formación histórica y social, del mundo moderno, y una regla introducida deliberadamente mediante una intervención política, como es un ‘derecho social’. Pues nadie decretó el fin del Medioevo ni la emergencia del mundo moderno. Hay en esto un proceso complejo, espontáneo, que finalmente cristaliza en reglas políticas, jurídicas, morales, intelectuales: así, la pregunta sobre qué es primero, la espontaneidad o la regla, queda flotando, sin resolver. Pero no pretendo llevar aquí más allá mi lectura de la teorización de Atria; lo dejo para otro momento, y vuelvo a nuestro Proyecto de Ley de Educación Superior.

[cita tipo= «destaque»]Con todo esto, no quiero en absoluto decir que Atria haya renunciado a sus ideas; tampoco es posible extraer consecuencias de ese tipo de entrevistas y demás intervenciones en los medios. Más bien, da la impresión de que, como fundador y dirigente de la corriente ‘Izquierda Socialista’ en el PS, ha optado por silenciar su ‘paradigma de lo público’ a la espera de una mejor oportunidad.[/cita]

Pues se sigue de todo esto que, bajo la misma vara de medir de Atria, la Nueva Mayoría se ha pegado un tiro en el pie, ha renunciado de antemano a producir una correlación de fuerzas favorable a la Reforma. O, en términos de la teorización política de Atria, ha cortocircuitado el proceso de la ‘pedagogía lenta’. Pues, si bien Atria entiende a esta como un proceso posterior a la institucionalización de los derechos sociales, nada impide extenderla a un momento anterior, en el que se acumula ese ‘poder, harto poder’ que Atria ahora echa de menos.

En otras palabras, el momento en el cual, aquí y ahora, se podría haber creado un arco de fuerzas políticas tras la idea de normar la educación superior, de modo de erradicar el lucro, establecer la gratuidad como derecho, fortalecer la universidad pública y autónoma, estatal y no estatal, etc.

El ‘nuevo paradigma’, al evitar la polarización estatal/privado, habría favorecido la constitución de tal arco, al igual que otras concepciones de lo público en la educación superior que apuntan hacia la misma normatividad y cuya validez es una cuestión que, finalmente, no puede ser resuelta por el saber de los expertos, sino en el campo de la política.

Pero todo esto, por desgracia, ya es cuestión del pasado; parece difícil ya superar la correlación de fuerzas creada por el desafortunado proyecto del gobierno que, al hacer abortar la discusión sobre lo público, arroja en la práctica a los agentes privados con vocación pública a los brazos de la derecha neoliberal, y al saco indiferenciado de las universidades privadas; al cambalache, en cuya vitrina, como dice el tango del mismo nombre, ‘da lo mismo un chorro que un gran profesor’.

En Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público, publicado el 2014, Atria concluye haciendo una proyección del proceso de instauración de su régimen de lo público en la universidades chilenas. Supone que a él adherirán sin problemas las universidades del Estado y también las ‘universidades privadas que tienen una historia distinta, aunque en lo sustancial similar’ (se refiere, obviamente, a las del llamado G9); finalmente, admite que, entre las universidades privadas creadas después de 1980, existe ‘una cierta diversidad’ y que, con la instalación del mencionado régimen, algunas de estas podrían tener una evolución en la dirección de ‘renunciar al modelo propietario’ a la manera ‘de las universidades católicas que desde dentro empezaron a reclamar autonomía de la intervención eclesiástica en la década de los sesenta’.

Si me he tomado el trabajo de exponer en cierto detalle las ideas de Atria acerca de lo público, es para suplir una curiosa carencia: el propio Atria ha dejado de hacerlo. Para muestra un botón: en la entrevista que comento, consultado por la situación en que el Proyecto de Ley deja a universidades privadas tradicionales como la de Concepción (laica) y la PUC (católica), Atria se desentiende del contenido del Proyecto, y les tira la pelota a estas universidades, como si a estas les correspondiera demostrar algo: ‘Yo cortaría por lo sano y las preguntaría a ellas mismas’.

O sea, ahora, a diferencia del 2014, son las universidades del G9 las llamadas a demostrar su inocencia. El caso de la PUC, por cierto, tiene rasgos propios, especialmente después de que el caso Costadoat pusiera de relieve la dependencia de la universidad del Arzobispado y del Vaticano. Pero, por preocupante que haya sido este caso, no por ello se puede pretender, como Atria parece hacerlo, que la PUC pueda ser arrojada al basurero de las universidades privadas; cualquier proceso interno que apunte a abrir mayores espacios de libertad académica en la PUC queda cortocircuitado por la amenaza implícita en la pregunta retórica que Atria, en la entrevista, dirige a los académicos de la PUC: ‘qué les parece a ellos que en una discusión como esta la Católica se quedara afuera, si es queda afuera’.

Y, más en general, a la hora de la entrega de fondos basales y del acceso a fondos de investigación, ahora Atria valora la separación privado/estatal. Dice al respecto: ‘Separa las universidades privadas –sean o no del Cruch– y separa las universidades estatales. Estas distinciones creo son importantes de hacer’. Y, por cierto, hay que hacer esta separación; es importante que la educación superior estatal se fortalezca. Pero es muy distinto hacerlo al interior de una concepción inclusiva de lo público que en la concepción excluyente Estado / privado.

Con todo esto, no quiero en absoluto decir que Atria haya renunciado a sus ideas; tampoco es posible extraer consecuencias de ese tipo de entrevistas y demás intervenciones en los medios.

Más bien, da la impresión de que, como fundador y dirigente de la corriente ‘Izquierda Socialista’ en el PS, ha optado por silenciar su ‘paradigma de lo público’ a la espera de una mejor oportunidad. Algo así se lee en su paráfrasis de Churchill en la entrevista: ‘Este proyecto no es el fin de la discusión, no es siquiera el principio del fin de la discusión, es el fin del principio de la discusión’; aparentemente, además, se trataría de ‘cómo lo avanzado en este Gobierno –sea mucho o poco– se profundiza en la dirección corriente en el siguiente’.

¿No es el ‘principio del fin’ sino el ‘fin del principio’? ¿Habrá un Gobierno ‘siguiente’? Problemático, especialmente cuando se ha hecho todo lo posible para que todo eso no ocurra. Las estrategias, por lo demás, particularmente cuando se oponen al supuesto fin, raramente son lo que se pretende: como la experiencia de los socialismos reales lo muestra, verdadero termina siendo lo que efectivamente se hace, y las bellas teorías quedan reducidas a meros discursos justificatorios.

Por cierto, bajo la inspiración del pensamiento de Atria, se puede imaginar una situación en que, de la inicial identificación de lo público con lo estatal –pedagogía lenta de por medio– se constituya una ejemplaridad que las demás universidades quieran imitar. Como las ideas de la Ilustración, para Hegel (en su Fenomenología del Espíritu), el nuevo paradigma de lo público se expandiría como un perfume.

Por cierto, desde Hegel hasta acá hemos sido testigos de cómo los perfumes se pueden transformar en miasmas nauseabundos; así, en el terreno de las posibilidades, es posible imaginar que el Proyecto de Ley de Educación es aprobado y que la Nueva Mayoría gana la siguiente elección y, ¿por qué no?, también las sucesivas, y que el paradigma neoestatista en educación se consolida.

¿Entonces? Las pedagogías lentas son inciertas; a menudo la compleja deriva de lo social conduce a resultados inesperados. Un escenario desafortunadamente muy posible: la frondosa burocracia estatal que contempla el proyecto, correlativa a su opción por lo estatal en oposición a la espontaneidad asociada a lo público cristaliza, se transforma en una ‘clase’ dotada de intereses propios, que asfixia al quehacer intelectual de las universidades; el nuevo paradigma de los derechos sociales y de lo público se desplaza al cielo de la utopías. No es necesario ser especialmente pesimista para reconocer tal escenario.

Postdata (con algunas preguntas): algo que complica la discusión actual es la demanda de ‘gratuidad universal’, particularmente cuando se sabe que la plata no alcanza. Fernando Atria justifica esta demanda argumentando que la no-universalidad de la gratuidad genera guetos: de pobres, como en el caso de la escuela pública chilena; de ricos, como en el de las buenas universidades públicas del Brasil. ¿Son estos escenarios los únicos posibles? ¿Qué variables determinan uno u otro resultado? Al parecer, no lo sabemos.

Pero, incluso si se aceptan dichos escenarios de estratificación regresiva, cabe la pregunta: ¿cuál es el universo al cual alude la mentada ‘universalidad’? Según cifras de Consejo Nacional de Educación (CNED), al año 2015 había en Chile un total del orden de 1.160.000 estudiantes matriculados en la educación superior, de los cuales unos 510.000 corresponden a la Institutos Profesionales y Centros de Formación Técnica, y 642.000 a universidades de diversos tipos. Con esto, como se dice en las consideraciones preliminares del Proyecto de Ley, hemos alcanzado una cobertura del 39,3%, similar a la de los países de la OECD. Pero, ¿qué hacemos con estos guarismos?

Nos llenamos de orgullo, los transformamos en intocables –así lo hace Atria en el libro que he citado: lamentar o combatir la masificación alcanzada hasta ahora, escribe, sería ‘inaceptable’; no dice sin embargo por qué– o los sometemos, también, a revisión?

Porque, tratándose de derechos sociales, no solo hay el derecho a la educación superior, también hay derechos no atendidos de la infancia, de la educación básica y media y de sus profesores, de la salud y la previsión, de la vejez digna, etc. ¿Puede Chile financiar año a año la gratuidad para casi 650.000 estudiantes universitarios sin desatender otros derechos? ¿Posee Chile los recursos materiales e intelectuales para formar, a nivel realmente universitario, a esta cantidad de estudiantes? ¿No es esta cifra el resultado de la inflación provocada por el marketing en un momento en que el negocio universitario era ‘grito y plata’? ¿Por qué sería inaceptable formular estas preguntas? ¿Solo se pueden formular a partir de la idea neoliberal de ‘focalización’ del gasto público, o se pueden también establecer prioridades entre los derechos sociales, sin por ello desconocerlos?

¿No sería mejor, por último, contar con universidades públicas, estatales y privadas, seriamente selectivas pero a la vez inclusivas socialmente, y gratuitas, capaces de formar a una élite republicana de intelectuales, profesionales y políticos que estén en condiciones de comprender las complejidades del mundo contemporáneo (capaces, por ejemplo, de comprender y evaluar críticamente los libros y ensayos del propio Fernando Atria), y destinar los recursos restantes a atender otras prioridades?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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