“Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo”

(Spinoza)

Cualquier frecuentador de redes sociales habrá ya notado un progresivo y saludable crecimiento de la aprobación del vocablo feminismo dentro de las organizaciones chilenas vinculadas a la izquierda. Tras décadas en las que una cómplice ignorancia deseaba identificar de modo tosco feminismo y liberalismo, los movimientos emergentes de la izquierda ya no solo se distancian de esa comprensión del feminismo, sino que comienzan a considerar las cuestiones de género dentro de sus orgánicas, discursos e imaginarios, y también a problematizar sus propias prácticas a partir de lo aprendido gracias a la crítica feminista.

Es difícil dirimir hoy, por cierto, cuánto de esto se ha traducido en un avance decisivo en la teoría y práctica feminista por parte de tales organizaciones: poco favor nos haríamos al creer que simplemente nombrando al machismo se lo disuelve. Sin embargo, el hecho de que se instale la cuestión abre, al menos, ciertas posibilidades de avances que debieran ir construyéndose, colectivamente, durante los próximos años.

Parte de las infinitas tareas de esa agenda por venir pasan por la elaboración de ciertos modos de pensar que no reproduzcan las perspectivas que los discursos hegemónicos naturalizan. Esto resulta urgente para poder apoyar, en la coyuntura, demandas de feminismos liberales sin que ese apoyo deje de objetar los presupuestos conceptuales sobre los que se han montado, históricamente, tales demandas. Por ejemplo, ante la demanda por la igualdad salarial entre hombres y mujeres sería torpe una izquierda que no acoja tal demanda cuestionando la relación entre capital y trabajo que supone el salario, pero también lo sería una que aprobara esa reforma argumentando que la igualdad de esfuerzo y capacitación merece el mismo sueldo, sin cuestionar la ilusión de igualdad que allí se supone entre hombres y mujeres, o entre ricos y pobres.

Esta necesidad de repensar los conceptos mediante los cuales se apoyan diversas reformas resulta aún más importante toda vez que algunas problematizaciones que antes estaban injustamente reducidas a la discusión de grupos invisibilizados comienzan a ganar un inédito, aunque aún incipiente, espacio en la discusión nacional. Por ejemplo, mediante la crítica al acoso callejero o la visibilización de los femicidios como algo más que un crimen común entre privados. En este nuevo contexto, hombres y mujeres que probablemente dudarían en reconocerse como personas feministas, y que no siempre simpatizan con políticas de izquierda, han comenzado a adherir a una mirada crítica de la dominación masculina, al punto que no escasean los oportunismos de quienes pueden plegarse interesadamente a un discurso feminista que están lejos, en la práctica, de compartir.

El desafío que entonces se abre es el de instalar, desde estas cuestiones, una intervención doble. A saber, la que pueda, simultáneamente, intervenir en la coyuntura neoliberal en la que cierta mirada feminista ha ganado espacio y no reproducir acríticamente el imaginario neoliberal que supone la discusión pública imperante. De ahí la necesidad de pensar con términos, parafraseando a Benjamin, inutilizables para el neoliberalismo. No, por cierto, como un ejercicio meramente especulativo, sino porque unos u otros conceptos permiten distintos modos de explicar e intervenir la realidad histórica que se desea transformar. Intentar contribuir con ello es el deseo de esta modesta columna.

En ese marco, me parece de interés interrogar los conceptos mediante los cuales la izquierda puede pensar su apoyo a una demanda histórica del movimiento feminista como la interrupción del embarazo. El discurso más reiterado al respecto es el de la defensa de la soberanía de la mujer, a quien se busca dotar -o restituir, dependiendo la mirada- de cierta autonomía que le permita decidir sobre su propio cuerpo y, con ello, continuar o no el embarazo. Así, por ejemplo, una de las convocatorias a la marcha, llama a construir la soberanía del cuerpo, para luego construir la soberanía del pueblo. Ante ello, la pregunta es si soberanía resulta un concepto pertinente para afirmar el derecho a interrumpir el embarazo, o si resulta una demanda adecuada del tipo de vida que aspiramos a construir.

En ese sentido, podemos recordar cierta discusión reciente en el columnismo chileno en torno al eventual carácter liberal que tendría la justificación del aborto, a partir de la aguda acusación de Daniel Mansuy de cierta complicidad inadvertida entre la filosofía liberal y la defensa del proyecto de ley de aborto por tres causales. Ante ello, distintas objeciones a su reflexión han intentado defender un individualismo que no parta de los supuestos metafísicos del liberalismo, un discurso no liberal y anticapitalista de la autodeterminación o una defensa más igualitarista que liberal del derecho a interrumpir el embarazo. En todas las críticas a Mansuy, no se logra imaginar, como tampoco desea hacerlo el susodicho, un argumento a favor de la interrupción del embarazo que no parte desde un fundamento individual. Ante ello, la discusión termina restringiéndose a apoyar o rechazar la soberanía de los individuos para decidir.

Más interesante resulta, en ese sentido, la crítica de Renato Cristi, cuya postura comunitarista argumenta la necesidad de que se reconozca que la atribución de sujeto de derechos al feto puede no pensarse desde la autonomía individual, sino como parte de una moral construida en relaciones sociales. Con ello, argumenta, se ha trascendido el argumento liberal. Sin embargo, pese a sus deseos, y a los de cualquier discurso comunitarista, no es seguro que la simple apelación a la comunidad baste para pensar más tanto allá del orden liberal. De ahí que Cristi pueda discutir el origen del estatuto moral del feto, pero no cuestionar la consideración de la madre como sujeto de derechos capaz de elegir sus propios fines.

Esta escasez de imaginación teórica para pensar la interrupción del embarazo sin el supuesto de la individualidad parece también replicarse dentro de los argumentos más reiterados por el discurso feminista de la soberanía de la mujer. De ahí la necesidad de interrogar la noción de soberanía, la cual puede reposar en el liberalismo más de lo que quisiéramos.

Es sabido que esta noción resulta central en la teoría política moderna para pensar cierta capacidad, por parte de un cuerpo delimitado, de decidir con la fuerza necesaria para que esa decisión pueda cumplirse. Soberano puede ser un gobernante, un pueblo, eventualmente un individuo. Es obvio que no da igual, ni teórica ni políticamente, quién lo sea. Mucho menos, cómo se decide esa soberanía, que bien puede pensarse sin los supuestos de la formulación schmittiana que resulta tan decisiva en los debates contemporáneos. Lo que en unos u otros casos se juega es cómo cierto sujeto político, individual o colectivo, puede, eventualmente prescindiendo de otros sujetos, decidir sobre la que se supone que es su propia vida: Un hombre soberano puede arriesgar su vida, un pueblo puede hacer la guerra, y así.

El arco de posibilidades que se abren a la decisión soberana va desde las decisiones más básicas hasta la capacidad de decidir arriesgar su propia vida, o de terminar con la vida ajena: sin la capacidad de ejercer fuerza, y de poner a prueba esa fuerza ante otro, es imposible pensar la soberanía. En cada uno de esos actos, el soberano confirma su capacidad de desplegar su voluntad, y así se confirma como un sujeto capaz de afirmarse ante el otro. De ahí que Derrida pueda sostener que la noción de soberanía supone cierta ipseidad del sujeto soberano, propia de la lógica del señor, del padre o del marido.

El sujeto soberano, por cierto, puede cambiar sin dejar de ser el mismo. Gracias a los cambios, y no pese a ellos, es uno y el mismo. Cada una de las alteraciones de sí mismo, producido por el contacto con algún otro u otra, supone un sí mismo delimitado, previo a esa relación. Sus decisiones y relaciones parten del supuesto de que existe un límite entre ese sujeto y aquellos con los cuales decida, o no, relacionarse: los maridos se casan y los padres tienen hijos, y eso no los hace menos soberanos, sino que confirma su soberanía.

Con tales ideas, la filosofía política moderna inscribe la lógica moderna del sujeto para pensar la política, replicando los supuestos conceptuales del discurso capitalista. En términos gruesos, mientras el liberalismo económico supone la libertad individual de trabajadores y consumidores como un dato previo a cualquier condicionamiento colectivo, el liberalismo político supone la capacidad de los individuos de constituir un orden político soberano que no está condicionado por su relación con quien excede el orden soberano.

La pregunta que se abre entonces a la izquierda es si se ha de aspirar a que esa soberanía ilusoria se torne real, y así construir la deseada soberanía de las mujeres y del pueblo, o si son otros los conceptos con los cuales cabe pensar el discurso feminista. Por décadas, algunas de las críticas feministas más lúcidas (por ejemplo, Pateman) han explicado que las ficciones filosóficas de la filosofía política moderna han sido histórica y teóricamente posibilitadas por la invisibilización de la mujer y el trabajo doméstico. Si la soberanía resulta un concepto androcéntrico no es porque se corresponda con alguna esencia de la masculinidad, o porque se contraponga a otra esencia de la feminidad, sino porque históricamente es un concepto que ha podido ser imaginado desde experiencias masculinas -y, no está de más señalarlo, europeas. La ilusión de un hombre capaz de decidir individualmente su propia vida depende de la desilusión de una mujer que, en lugar de aspirar a ello, contribuye a reproducir materialmente la vida de ese hombre. Que figuras modernas originariamente exclusivas de los hombres, como la ciudadanía, hayan comenzado a incluir a la mujer, no asegura que esta relación se modifique.

Varios de los conceptos que allí se juegan, incluyendo el de ciudadanía, han sido largamente problematizados por la crítica feminista. Sin embargo, la deconstrucción de la noción de soberanía, tan recurrente en la filosofía contemporánea (véanse, por ejemplo, los cruciales textos de Agamben y Bataille), no sin ecos en importantes pensadoras contemporáneas de la teoría de género, parece ser una tarea aún pendiente a la hora de pensar cuestiones tan decisivas para el discurso feminista como la interrupción del embarazo. Este trabajo resulta imprescindible para imaginar una crítica que, en lugar de que busque que la mujer también se haga soberana replicando el discurso androcéntrico, pueda criticar el discurso de la soberanía masculina. En vez de ello, a propósito de la discusión que nos interesa, se ha tendido a replicar el discurso liberal que supone una vida individual cuyos derechos individuales se busca respetar, a partir de la propiedad del propio cuerpo como base que permite a la mujer decidir lo que hace o no con ese cuerpo, ser su propia ama en lugar de que el hombre siga siendo su amo.

La demanda de una vida soberana para la mujer aspira a construir una vida capaz de decidirse desde sí misma, capaz de sustraerse, de modo más o menos momentáneo, de todo contacto con otro u otra. El problema de ello no radica en que no reconozca al feto como un otro dentro de sí misma, como cuestiona el discurso conservador, sino en que reproduce la idea de que la madre es una, de que la crianza ha de depender, en última instancia, de quien haya de parir a ese hijo o hija. Es decir, que la decisión de la producción y reproducción de la vida termina siendo una cuestión individual, y de la madre.

Ciertamente, las condiciones materiales del presente hacen que sea la mujer la que suela hacerse cargo de la crianza, y muchas veces de modo solitario. Reconocer y criticar que así ocurre en la sociedad que vivimos no implica que así debe seguir sucediendo, ni que debamos pensar replicando la individualización de la crianza y suponer que la crianza no puede sino ser individual. Antes bien, justamente para que lo que cambie no sean solo los derechos en torno al embarazo sino también lo que sucede antes y después del embarazo, hemos de pensar y construir otros modos de reproducción de la vida que no naturalicen la crianza por parte de la madre que habría de ser responsable, desde el discurso que afirma su individual soberanía, de interrumpir o prolongar el embarazo. Más que una vida soberana de la mujer que interrumpe el embarazo, resulta necesario pensar e inventar otras formas comunes de producir y reproducir la vida que no pasen necesariamente por la figura heteronormada de la familia y su madre, y que puedan pensar la legitimidad de interrumpir el embarazo desde supuestos distintos al discurso de la soberanía liberal.

En esa línea, huelga imaginar, sin atajos ni recetas, formas colectivas de producir y reproducir la vida que no partan del supuesto maternalista de que la crianza depende de la mujer, que ahora sí sería soberana. La importancia de la urgente legalización de la interrupción del embarazo, en esa línea, puede explicarse por la necesidad de resarcirse de toda determinación del discurso teológico o naturalista que indique cuándo ha comenzado la vida, asumiendo que la irreductible dimensión técnica que acarrea toda producción y reproducción de la vida es parte de formas colectivas de construir la vida.

Es claro que dentro de las actuales concepciones jurídicas imperantes, las que justamente parten desde nociones individualizantes de la vida y su responsabilidad, lo deseable es que sea la mujer la que tome tal decisión. Cederla al Estado, o cualquier otro ente individual o colectivo (entre ellos, por supuesto, el padre), habría de generar nuevos modos de dominación contra la mujer. Tampoco es deseable imaginar que en una eventual sociedad que ya no sea capitalista y patriarcal deba existir, en nombre de una vida por compartir, alguna instancia por sobre la mujer embarazada que la obligue a continuar o interrumpir el embarazo. Sin embargo, afirmar tal política desde la noción de soberanía puede impedir la imaginación de otras formas de pensar y vivir más allá de la lógica de las libertades individuales, de la utopía de un colectivo de soberanías individuales. Antes bien, termina replicando la lógica del liberalismo que la izquierda debe, en este y otros temas, desnaturalizar.

Es obvio que con esto no suponemos que no deban apoyarse esta u otras movilizaciones a favor de demandas feministas hasta tener los conceptos que nos satisfagan, como si estos pudieran anticipar las futuras experiencias que se desean construir. Sin embargo, casi tan nocivo como desmovilizarnos por carecer de respuestas claras sería movilizarnos olvidando las preguntas que urge hacernos. Como bien comenta Butler, a partir de Foucault, solo con la crítica es posible el siempre incierto proceso político de producir, en y más allá de la individualizante vida moderna, otras formas de vida que no arranquen con los supuestos soberanos del individuo y la vida: “si esa formación de sí se hace en desobediencia a los principios de acuerdo con los cuales una se forma, entonces la virtud se convierte en la práctica por la cual el yo se forma a sí mismo en desujeción, lo que quiere decir que arriesga su deformación como sujeto, ocupando esa posición ontológicamente insegura que plantea otra vez la cuestión: quién será un sujeto aquí y qué contará como vida; un momento de cuestionamiento ético que requiere que rompamos los hábitos de juicio en favor de una práctica más arriesgada que busca actuar con artisticidad en la coacción”.