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Mitos y leyendas de la Universidad chilena


En materia de educación superior abunda la literatura sobre la “explosión” de la universidad terciaria-docente en la región durante los últimos dos decenios, a saber, el célebre paso que va de la Universidad de elite –afiliada al populismo estatal– hasta la Universidad de masas (1990 en adelante…).

En nuestro medio, no hay una sola posición, ni un solo paradigma respecto a sus «externalidades». Para algunos investigadores (Atria, Sanhueza, García Huidobro, et al., 2013) el proceso de masificación comienza hacia fines de los años 60, en el ideario de la Universidad compleja, y la universalización de la matrícula se da posteriormente por la vía del mercado –liberalización full time– bajo una inusitada privatización de la misma. El costo de ese proceso, y esto se admite globalmente, fue una “merma de calidad” y un déficit de «prevención regulatoria».

Todo lo anterior, sin soslayar la sugerencia formulada por el rector Vivaldi en términos de no agotar la premasificación (el famoso intervalo 65-73) como un problema de curvas estadísticas o, bien, de oferta versus demanda. El rector de la Casa de Bello ha recusado la ausencia de una reflexión más colectiva y de mayor penetración pública y cualitativa sobre el proceso de los años 60. Sin perjuicio de ello, aparecen sendos contraargumentos.

Tanto Harald Beyer como José Joaquín Brunner tienden a coincidir en que la Universidad chilena fue elitaria en dos registros: primero, por su escasa «cobertura», que se traducía en una bajísima “inclusión social” y, más aún, por la escuálida tasa de egresados y graduados de la Universidad tradicional (laica, mixta o confesional), pese a la consabida importancia de los liceos públicos.

Pero a esto se suma un segundo problema mucho más cualitativo y social que trasunta la «cobertura de magnitudes», empíricamente concebida. Si bien, ambos expertos admiten que la elite universitaria cultivó una actitud (un ethos) de pluralismo ideológico y político en el imaginario de los años 60, ello no se hace acompañar, salvo muy contadas excepciones, de una “política de inclusión social” que permitiera una genuina movilidad ascendente de los sectores populares o marginales (la conocida cuestión de la marginalidad en América Latina).

El desafío aquí, contra las afirmaciones de Beyer y Brunner, consiste en retrucar esta tesis con información factual (o alguna evidencia más allá del imaginario) que pudiera apoyar la idea de una Universidad –que pese a su “excelencia”– se pueda catalogar como genuinamente inclusiva, sea mediante evidencia empírica o cualitativa que trascendiera la audacia hermenéutica.

A diferencia del actual régimen de educación superior, ambos expertos problematizan fluidamente la “naturalizada” consigna de que el patrón tradicional (1940-1970), gracias a un mayor componente público, permitía una mayor “heterogeneidad social” en facultades adyacentes. Y para muestra un botón: fue el propio Salvador Allende, en su visita a la Universidad de Guadalajara (1972), quien denunció el carácter selectivo-excluyente de nuestro régimen de educación superior.

La indiferencia o indistinción entre el plano político-ideológico respecto a la dimensión socioinclusiva se presta a una tremenda confusión conceptual que ha permitido fomentar una serie de “estereotipos” que nos hablan –sin miramiento de pasiones– de un diseño universitario de excelencia, pero restringiendo la «selectividad» a una cuestión de «cobertura angosta», auscultando la dimensiones sociales del prestigio universitario.

La ilustración crítica desarrollada por Beyer abre paso a otro problema, a saber, qué hacer para no tildar de selectiva a un diseño de Universidad virtuoso y piramidal, cuya implantación histórica conoció sus primeros frutos a mediados del siglo XX y, por qué no decirlo, representaba un esfuerzo por revertir los lastres de la cuestión social en un programa de reformas.

En síntesis, el contraargumento es que la Universidad compleja representaba un modelo encomiable, pero cabe subrayar que comportaba un esfuerzo insuficiente por ampliar la inclusión avanzando a un modelo mixto durante la década de los 70, dado que la demanda de nuevas cohortes al régimen de educación superior requería mejorar el modelo de provisión mixta sancionado en 1954 bajo la creación del CRUCH.

Pese a que esto abre otras interrogantes, no deja de llamar la atención la ausencia de un relato mínimamente compartido sobre el régimen de educación superior durante el siglo XX. A modo de útil contrapunto, la disparidad de juicios expertos sobre el estatuto de la Universidad tradicional, laica o confesional, y su rol público, es una cuestión que no permite describir el modelo chileno como un régimen de “oferta estatal”; en este sentido el CAE, implementado bajo los Gobiernos de la Concertación, de reconocida orientación socialdemócrata, dio paso al subsidio a la demanda, que opera en las antípodas de la efervescencia estatista de los últimos 4 años.

Para una buena parte de la comunidad de investigadores, cuando observamos las cosas desde una perspectiva no contingencial, de larga duración, la masificación iniciada en los años 90 permitió el acceso definitivo de un contingente de población joven que presionaba por su inserción en el régimen de educación superior. No se trata de negar las correcciones al modelo en curso, ni auscultar los vicios de proyectos concebidos como estricta «unidad de negocios», sino de reconocer que, más allá de los errores del diseño, la “variable acceso” fue extraordinariamente gravitante en el crecimiento del régimen de educación superior.

Pero pese a este macizo reconocimiento no podemos omitir los discursos críticos –la diputada Camila Vallejo, la economista Claudia Sanhueza y el ex rector José Bengoa– que han “denunciado” que el proceso en curso ha significado una radical privatización de la matrícula, como, asimismo, una «masificación segregadora» inédita a la luz del caso brasileño, argentino o uruguayo.

Pero nuevamente el problema queda abierto, los discursos críticos del campo socialdemócrata (o de izquierdas a secas), también apuntan a una mayor “segregación social” en el actual mapa universitario, a diferencia del “juicio experto” de Beyer, Brunner y Bernasconi (este último se ha encargado de remarcar que, en materia de masificación, no hay “escenarios ideales”).

La cuestión de la «universalización de la matrícula» representa otra discusión en desarrollo, algunos concuerdan que la salida por la vía del mercado resultó exitosa, pero de un alto costo en términos de desregulación, mientras otros insisten en los beneficios globales de la cobertura y la mejora gradual de la calidad, acompañada de un mejor sistema de aseguramiento de la calidad. Ello no ha implicado negar, en ningún caso, proyectos universitarios fallidos, cuyas irregularidades han sido ampliamente conocidas por la opinión pública.

[cita tipo=»destaque»]La educación superior durante el año 2015 padeció los efectos de la añeja idea de la triestamentalidad. En una lectura rápida, la tesis –en un clima de alta politización– fue legislar en favor de la validación democrática de las autoridades universitarias. Ello podría tener su génesis en democratizar la toma de decisiones a partir de los sucesos del año 2011; la mentada “primavera chilena” sugería acelerar la prueba de la transparencia y ello era el resultado de un principio de politización que mezclaba los anhelos compartidos (las ideologías, los compromisos éticos y su carga simbólica) con el realismo institucional.[/cita]

Por último, la educación superior durante el año 2015 padeció los efectos de la añeja idea de la triestamentalidad. En una lectura rápida, la tesis –en un clima de alta politización– fue legislar en favor de la validación democrática de las autoridades universitarias. Ello podría tener su génesis en democratizar la toma de decisiones a partir de los sucesos del año 2011; la mentada “primavera chilena” sugería acelerar la prueba de la transparencia y ello era el resultado de un principio de politización que mezclaba los anhelos compartidos (las ideologías, los compromisos éticos y su carga simbólica) con el realismo institucional.

Sin embargo, pese al fervor ciudadano, lo primero que aquí correspondía desplazar era una premisa que, pese a resultar caricaturesca, comenzaba a objetivarse en la opinión pública informada, esto es, “a mayor participación de los estudiantes organizados en los cuerpos colegiados o en el organigrama institucional, ello contribuiría a fortalecer la entrega de una formación cualitativamente superior”.

Frente a ello, en la comunidad de investigadores existe unanimidad para desvincular la cuestión de la gobernanza de la idea de una participación directa –al menos en los emplazamientos retóricos más radicales–. Ello se situaba en el marco de la derogación del DFL2 (2014) y de ahí sobrevino un petitorio de participación del movimiento estudiantil, que contra todo lo previsto, ya a fines del 2015, mostraba una mermada presencia como expresión urbana.

Pero, más allá de desanudar esa peculiar analogía, el deseo por superar el régimen corporativo vendría (al menos en el papel) a mitigar la creación de “sociedades espejos” denunciadas el año 2011. La idea de una democratización gozaba de una fuerte validación ciudadana, y pese a las objeciones contra la triestamentalidad, lejos de las motivaciones ideológicas, la idea de abrir espacios deliberativos –canales institucionales– fue una cuestión que, resguardos mediante, ha sido valorada positivamente como un mecanismo donde los estudiantes aportan ideas y visiones de innovación que no siempre son una potestad del cuerpo académico.

Ello se vincula a otra cuestión en donde el debate ha sido rehén de “trincheras ideológicas”, a saber, la gratuidad universal o, bien, la idea del «impuesto progresivo». Si bien es posible admitir un campo de críticas o correcciones a las políticas de focalización, el “universalismo” de la gratuidad por momentos perdía de vista cuestiones operativas muy concretas, referidas a las formas de implementación y financiamiento (¡gratuidad ex nihilo!), el Estado, las familias, las empresas, el impuesto contingencial: ¿quiénes pagan?

Si bien se invocan experiencias virtuosas –¡como si ellas fueran experiencias contiguas!–, la idea de la “gratuidad” estaba salpicada de un profundo baño ideológico y estuvo naturalizada en los dirigentes estudiantiles que, a poco andar, ocuparon escaños en el Parlamento o, bien, hacían las veces de asesores en el Mineduc.

No era mucho lo que se podía esperar y eso lo confirma –nuevamente– la salida de la nombrada o designada rectora Roxana Pey (como si acaso Andrés Bello, una vez designado o nombrado rector por el Presidente de la época, hubiera gozado inmediatamente de aulas repletas, investigaciones y sujetos de hábitos kantianos cuando dictaba su discurso fundacional en 1843).

Dada la inflación ideológica que vive el país desde hace un quinquenio, el brote de la “gratuidad universal” abundó en una atmósfera ciudadana, a ratos kafkiana, que nos hace recordar una célebre afirmación de Brecht: «Qué es robar un banco comparado con fundarlo».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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