Publicidad

La política de los afectos: el giro a la derecha de la política contemporánea

Carla Pinochet Cobos
Por : Carla Pinochet Cobos Dra. en Antropología de la Cultura. Docente Universidad Alberto Hurtado
Ver Más


Ejemplos, lamentablemente, sobran: la política contemporánea a escala global viene experimentando un enérgico giro hacia la derecha. En escenarios electorales diversos y distantes entre sí, las urnas han terminado por favorecer a candidaturas que alguna vez resultaron inverosímiles, y pareciera ser que el propio sentido común se ha desplazado unos cuantos centímetros de donde solíamos encontrarlo.

Esta semana nos toca asimilar la victoria de Donald Trump en Estados Unidos; el mes pasado, vimos a Colombia decir No a los acuerdos de paz; en junio, los votantes del Reino Unido decidieron abandonar la Unión Europea. Los sectores ilustrados argentinos todavía no terminan de explicarse la derrota del peronismo ante Macri; y la impávida reacción frente al Golpe de Estado en Brasil no puede ser comprendida sino a la luz del sorprendente apoyo popular con que se ejecutó la destitución de Dilma.

Guardando las proporciones, las recientes elecciones en Chile también han sido fuente de desconcierto: la abrumadora mayoría de los municipios se inclinó por los candidatos de la derecha, incluso por aquellos asociados a escándalos de corrupción o vapuleados públicamente por sus propuestas absurdas. Lo digo con verdadero pesar: en la comuna de mi domicilio electoral, ganó la candidata que proponía mimos a la salida de los bares.

La desazón que sobreviene después de estos ejercicios democráticos se alimenta, en buena parte, de su carácter inesperado. Las encuestas han perdido su capacidad predictiva de forma estrepitosa, y en algunos casos —como en la contienda Clinton vs. Trump—, el apoyo explícito de los medios (en una relación 27-1 en favor de la candidata demócrata) no ha demostrado efectividad alguna como mecanismo de control ideológico.

En la mañana antes de los comicios, uno de los diarios más prestigiosos de Estados Unidos, The New York Times, indicaba un 84% de probabilidades para un triunfo de Clinton. De este modo, los instrumentos sociológicos han desbordado largamente sus márgenes de error, y los analistas han tenido que ofrecer explicaciones dobles: de los inimaginables resultados y de su propia incapacidad para pronosticarlos. Entonces, ¿cuáles son los elementos que se resisten tan tenazmente al análisis político?; ¿a qué orden pertenecen los factores que los especialistas no han sabido contemplar?

[cita tipo= «destaque»]El sujeto que las encuestas suponen como interlocutor está en crisis: el sufragio parece estar gobernado por pulsiones más poderosas y menos articuladas que la lógica de los cuestionarios. La seriedad política y la capacidad técnica no tienen la capacidad de convocar a los ciudadanos que sí han demostrado tener el odio o el terror.[/cita]

Aunque cada uno de los casos exige un examen específico, algunos supuestos de la política tradicional parecen haber caducado de forma transversal. La confianza que las propuestas de centroizquierda depositan en un convencimiento racional del electorado, basado en argumentos técnicos y evidencias empíricas, ha terminado por jugarles una mala pasada. Los valores de la vieja política arrojan magras cosechas. Refutar al contendor y demostrar la superioridad intelectual de un candidato no garantiza su popularidad en las urnas: los que hoy pierden en el debate, mañana ganan en la elección. Los vencedores han sabido moverse en un orden que no es el de la política legítima, tal y como fue definida por la tradición moderna. Los sectores progresistas e ilustrados, azotados por la derrota, continúan interrogando racionalmente el sinsentido y buscando, mientras tanto, formas de organizar el pesimismo.

Tal vez es hora de prestar atención a la política de los afectos. El sujeto que las encuestas suponen como interlocutor está en crisis: el sufragio parece estar gobernado por pulsiones más poderosas y menos articuladas que la lógica de los cuestionarios. La seriedad política y la capacidad técnica no tienen la capacidad de convocar a los ciudadanos que sí han demostrado tener el odio o el terror. Como apunta Sarah Ahmed, no se trata simplemente de estados psicológicos de los individuos, sino de prácticas propiamente culturales; colectivas. La xenofobia, el racismo o la misoginia ganan terreno en segmentos amplios de la población a través de estos circuitos afectivos. No basta, entonces, con juzgar a estos votantes desde aquello que al parecer les falta: pensamiento crítico, visión de conjunto, o abiertamente inteligencia, de acuerdo a los más arrogantes.

En tiempos de redes sociales, donde la popularidad y el éxito no admiten indicadores mucho más articulados que un “me gusta”, quienes movilizan a las masas desde las pasiones se quedan con los escaños. Algunas veces, se impone la mística ciudadana que va por fuera de la política partidista; otras —la mayoría, por desgracia—, termina triunfando el odio al inmigrante, el nacionalismo nostálgico o las promesas de una mano dura frente a la delincuencia.

Ciertamente el descrédito de la clase política contribuye en gran medida con la causa, y el análisis de cada uno de los escenarios puede proporcionar elementos imprescindibles para explicar los resultados. Pero pienso que el capital afectivo que las apuestas políticas son capaces de congregar constituye una pieza fundamental del problema, y todavía no disponemos de herramientas confiables que nos permitan observar cómo se convierten en votos efectivos.

Tal vez con más urgencia, tendremos que averiguar cómo construir desde esos afectos un proyecto de sociedad en el que la inclusión pueda más que el desencanto. Y también, cada vez que sea necesario, tendremos que buscar la forma en que esa configuración cultural de las emociones pueda convertirse en resistencia crítica; en barrera protectora de las conquistas ciudadanas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias