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No celebro el día del profesor

Por: Javier Olivares Ojeda


Señor Director:

Siempre he tenido dificultades con la celebración de los Días, de todos (hasta el de mi cumpleaños) esto pues –a mi modo de ver- a través de ellos se ensalza la figura de alguien simplemente por cumplir con su deber: cuando un mamá, un papá, un carabinero, un profesor realiza lo que debe efectuar, y por eso es considerado competente, no hace más que hacerse cargo de una obligación que contrajo, casi siempre, de manera voluntaria, sin que alguien lo coaccionara, escuchando solo el llamado de su vocación.

Sin embargo, la anterior no es la única razón por la que no celebro el Día del Profesor; no lo hago, pues considero que los docentes, al menos en este país y sociedad que hemos construido, no tenemos nada que celebrar. Esta aseveración tan discutida por quienes están apegados al stablishment y a las frases “bonitas”, que no pasan de ser solo insoportablemente dulzonas, se sustenta en las siguientes constataciones, a las que he ido arribando durante mis 35 años haciendo clases.

En primer término, las personas, en general, consideran a los docentes como profesionales de tercera categoría, que se hicieron profesores simplemente porque no les alcanzó el puntaje para estudiar Derecho, Periodismo, Ingeniería o Medicina. A partir de ello, buena parte de los connacionales se sienten capacitados para indicarle al docente lo que debe hacer y cómo debe hacerlo, aunque de la disciplina pedagógica sepan lo que yo de chino mandarían.

En segundo lugar, muchos estudiantes nos ven como una caterva de ancianos frustrados, que tienen como misión hacerle la vida imposible a través de una serie de exigencias, que ellos –cuando fueron aprendices- no cumplieron tampoco. El desprecio que reciben muchos docentes cuando hacen todo lo posible para motivar los aprendizajes de los estudiantes y ellos le responden usando el teléfono en clases para chatear, alcanza ribetes dramáticos y está a la base de muchos retiros anticipados y voluntarios de las aulas. En definitiva, la labor de maestros y maestras se hace infructuosa y no sirve para nada, según el decir de muchos.

No obstante, mis razones para afirmar que los docentes en Chile no tenemos nada que celebrar van más allá que la mera consideración social, que –al fin y al cabo- puede ser discutida y puesta en duda en su veracidad. Hay más que eso. Las condiciones en que desarrollamos nuestro trabajo, por ejemplo, son casi siempre precarias, y gobierno alguno ha querido solucionar de modo radical. Es claro que las largas y extenuantes jornadas laborales, que no concluyen en el establecimiento educacional, sino que son extendidas al hogar de los trabajadores de la educación, provocan una serie de afecciones físicas y espirituales que laceran su vida. No es raro en este sentido, que los maestros y maestras sufran de estrés o depresión por el agobio laboral del cual son víctimas, situación que repercute en la sala de clases y también en sus hogares, cuyos integrantes reciben los efectos de, por ejemplo, la irritabilidad o el desgano de aquellos hombres y mujeres que alguna vez soñaron con cambiar el mundo y con pulir el diamante que le confiaron. Las más de 40 horas semanales haciendo clases, se ven aumentadas hasta el infinito con las eternas correcciones de trabajos y pruebas y la elaboración de planificaciones diarias o semanales, que nadie lee ni revisa, pero que sí el encargado de la nunca bien ponderada UTP archiva celosamente solo para cumplir con las instrucciones ministeriales. Esta desmesurada exigencia ocasiona que los docentes no tengamos tiempo para nuestras familias, pues en muchas ocasiones trabajamos la semana corrida, esto es incluyendo el sábado y el domingo, ni menos para el descanso, la distracción o la práctica del deporte, todas actividades tan necesarias para el equilibrio y la salud emocionales del profesional que trabaja en la delicada misión de formar personas y futuros ciudadanos que a corto plazo aporten al progreso de sus familias y la nación.

Sin perjuicio de lo anterior, las razones que tengo para no celebrar el Día del Profesor no están vinculadas solamente a factores externos, sino que se ubican también en su interior. En este sentido, los profesores tampoco hacemos de nuestra actividad algo para sentirse orgullosos. Somos un gremio desunido, conformista, reacio a la lucha por conseguir mejores condiciones laborales, temerosos y hasta -a veces- cobarde. No somos capaces de oponernos a los signos de los tiempos y contribuimos a mantener un peligroso estatus quo con nuestro silencio. No somos la voz de quienes no la tienen, no denunciamos que estamos educando a personas sin capacidad crítica, proclives al consumismo, que por estos días es el verdadero motor de la sociedad, el dios que lo puede todo y cuya adoración justifica las injusticias más terribles. No hemos sido capaces los maestros de ser disonantes, de oponernos férreamente a una educación mercantilista; es más, nos hemos transformado en sus mejores promotores solo por mantener un trabajo, que con estas actitudes se hace indigno. No hemos comprendido que nuestro trabajo es vital si queremos construir una sociedad mejor, más equitativa, más libre y nos hemos transformado en una voz que repite y defiende un modelo, a todas luces, injusto.

Por esto no celebro el Día del Profesor. Lo haré solo cuando luchemos por ser respetados, justamente tratados y cumplamos con nuestro deber de ser constructores de la sociedad que alguna vez soñamos. Por ahora, brindo en soledad por este hermoso llamado que alguna vez recibí y decidí escuchar.

Javier Olivares Ojeda
Profesor de Estado en Castellano

 

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