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El enojo de Rapa Nui

Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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Los mapuches son los habitantes originarios de Chile, y aunque a menudo no lo queramos admitir, forman parte de nosotros mismos: son nuestra historia y nuestra sangre, nuestro pasado y, gracias a sus luchas de hoy, nuestro presente. Los rapanui no. Ellos, allá en la Polinesia, están afuera.


A mi amigo Arsenio Rapu

Los pascuences se han vuelto a enojar. Cuando los rapanui, pacientes por naturaleza, montan en cólera debemos tenerles respeto. El día remoto en que los orejas cortas se rebelaron contra los orejas largas tembló la isla: durante el curanto ritual, los orejas largas fueron empujados a la zanja culinaria y se asaron sobre las piedras incandescentes revueltos con pescados y mariscos. Así se solucionó el problema.

Si los rapanui se han tomado el aeropuerto de Mataveri es porque sienten que su isla, la única casa que tienen en el planeta, y su aire, el único que siempre han respirado, se les vuelven ajenos. Rapa Nui está saturada de chilenos y extranjeros que se instalan en ese paraíso sin que los inviten. Abundan los problemas insolutos y como resultado del paso de miles de turistas, la isla está contaminada, cubierta de plástico y botellas vacías, y con la basura al cuello.

Cuando los chilenos llegamos a Rapa Nui hace 121 años, su pueblo tenía un milenio de historia espléndida a las espaldas, como atestiguan más de 500 moai, esas estatuas megalíticas patrimonio de la humanidad, y las tablillas cantadas de escritura misteriosa. Étnica y culturalmente, los rapanui son polinésicos. Su lejano origen maorí, su lengua, su música, su cosmovisión, su sociabilidad pertenecen al vasto espacio etno-geográfico de Polinesia, que tiene su ápice en Hawai, el extremo occidental en Nueva Zelandia y su cabo oriental precisamente en Rapa Nui. El alma de los rapanui vibra Pacífico adentro, hacia las islas dispersas donde habitan sus parientes. Nada tienen que ver con nosotros, de origen hispano-mapuche, ni con el continente sudamericano, situado en la dirección contraria. Y nosotros, ¿tenemos algo que ver con ellos?

En el siglo XIX las grandes potencias se abalanzaron sobre las islas polinésicas: en 1840 Inglaterra se anexó Nueva Zelandia; en 1880 Francia hizo otro tanto con las Islas Marquesas (Hiva Oa, Fatu Hiva, Tahuata y otras) y las Islas de la Sociedad (Tahití, Moorea, Raiatea, Huahine, Bora-Bora…); en 1898 los Estados Unidos se apropiaron Hawai y los ingleses cerraron la colonización al imponer en 1900 un protectorado al reino de Tonga y anexarse en 1901 las Islas Cook (Rarotonga, Mangaia…) Ante el espectáculo, Vicuña Mackenna escribió su artículo El reparto del Pacífico y los chilenos dijimos: «Si somos los ingleses de América, ¿por qué no vamos a tener una colonia?». Y así, el 9 de septiembre de 1888, nos apoderamos de Rapa Nui.

Un libro escolar proclamaba con orgullo: «Chile posee en Oceanía la Isla de Pascua, la única colonia que puede ostentar la América Latina. ¡La única colonia es nuestra!». Lo cierto es que cuando desembarcamos la población autóctona, que en los días de gloria había sumado diez mil almas, estaba reducida a 150 sobrevivientes en extinción. Además de las luchas tribales y la crisis ecológica, los culpables de la depredación habían sido los navegantes y aventureros europeos, las epidemias y las expediciones peruanas que se habían llevado a un millar de rapanui de esclavos a las guaneras. Pero lejos de perseguir objetivos altruistas, la finalidad de nuestro desembarco fue geopolítica colonialista. Buscábamos en Pascua una posición estratégica en el centro del Pacífico sur: no en vano uno de los nombres de la isla es «Te Pito O Te Henúa», ombligo del mundo.

De nuestra ambición da testimonio la carta dirigida en 1886 al presidente Balmaceda por nuestro voluntarioso capitán de corbeta Policarpo Toro. Al regreso de su tercera visita a Rapa Nui, el marino definía las razones para que Chile se apoderase de la isla: «Evitar que una potencia extranjera, tomando posesión de ella, nos amenace desde allí. (…) Abierto el Istmo de Panamá, la corriente natural del comercio será Australia y Nueva Zelanda, encontrándose la Isla a unas cuantas millas de la ruta obligada y a una tercera parte del camino entre Panamá y Australia». Bonita predicción, pero llamada a quedar incumplida, pues Rapa Nui no se ha convertido en puerto de recalada de la ruta hacia Oceanía y el Asia y durante mucho tiempo nos reportó más gastos que beneficios, amén de un sinfín de problemas como los que han aflorado ahora. Tampoco ha aumentado con Pascua el poderío marítimo de Chile, pues el esperado vuelco no ha llegado por mar sino por aire con la ruta de Lan-Chile, hoy privatizada, y la transformación de Rapa Nui en exótico destino del turismo mundial.

En el tiempo transcurrido desde que nos apoderamos orgullosamente de Rapa Nui en el siglo XIX, los chilenos hemos ido aprendiendo a costalazos algo que al comienzo no imaginábamos: que el ejercicio de la soberanía no consistía sólo en izar nuestra bandera en la isla, sino que entrañaba responsabilidades muy serias respecto del futuro de ese territorio y sus habitantes. Mientras las potencias europeas contaban, para bien o para mal, con ministerios de colonias y políticas para ultramar, nosotros, colonizadores aficionados, hemos manejado siempre Pascua a la chilena, improvisadamente, con poco conocimiento y estrategias zigzagueantes. Sin embargo, nadie nos puede quitar que, de no haber mediado nuestra llegada, la extinción definitiva de los rapanui habría sido cosa de pocos años. Sin proponérnoslo, fuimos sus salvadores, aunque nuestros métodos hayan dejado mucho que desear.

En medio de la euforia de la conquista, instalamos en la isla a un «agente de colonización» y tres familias de colonos chilenos, y… los dejamos abandonados. El intento terminó en desastre y en 1895 dimos con la «solución» de entregar Rapa Nui a la Compañía Explotadora de la Isla de Pascua, perteneciente a Williamson & Balfour, que organizó la crianza de ovejas en las laderas de los volcanes Rano-Raraku y Rano-Kao. Los rapanui fueron obligados a trabajar para la compañía y nuestro gobierno abdicó su autoridad al nombrar como único representante oficial, con el título de Subdelegado Marítimo, al administrador de la empresa. Los rapanui tenían prohibido viajar al continente, con la excepción de los «revoltosos» traídos por los barcos de nuestra Armada para que se pudrieran en las cárceles de Valparaíso. A su regreso de Rapa Nui, los marinos hacían relatos espeluznantes del maltrato que en su antigua isla recibían los habitantes autóctonos a manos de los chilenos de la compañía.

Un informe del primer vicario castrense, divulgado ampliamente por la prensa chilena, sensibilizó nuestros espíritus con las denuncias del racismo y la extrema crueldad que la población autóctona padecía en nuestra colonia. Contaba que los rapanui, «arrinconados como animales perseguidos en el último rincón de su propia isla viven de la merced de quienes los han despojado. Allí vegetan, sin poder alimentarse suficientemente»… En 1917, nuestro gobierno se decidió a nombrar una comisión que se embarcó para investigar la realidad, primera de una lista interminable de comisiones y enviados que viajarán a Rapa Nui cada vez que haya un reventón que no podamos disimular, como la reciente toma del aeropuerto.

Desde aquellos tiempos, nuestra relación con la colonia polinésica y sus habitantes ha evolucionado a tirones, en un largo rosario de partos con fórceps. El general Ibáñez, nuestro dictador de hace ocho décadas, descubrió que Pascua podía ser útil por lo menos como cárcel y allí desterró a sus adversarios. En 1936 nuestro gobierno cobró por primera vez arriendo a la Compañía Explotadora y la obligó a firmar contratos de trabajo con los rapanui. En 1952 desahuciamos a la Compañía y al año siguiente, en un viraje espectacular, entregamos Rapa Nui a la Armada de Chile. Se suavizaron las restricciones de circulación para los isleños, algunos se integraron a las tripulaciones de los buques de guerra, otros ingresaron a la Escuela de Especialidades de la FACH o a una escuela normal en tierra firme. En Rapa Nui, la suerte de los isleños pasó a depender de los caprichos de un todopoderoso Subdelegado Marítimo, oficial de la Armada. Pero los contactos habían abierto los espíritus y en 1965 todos los rapanui de la isla firmaron una carta a nuestro presidente Eduardo Frei Montalva en la que reclamaban libertad de movimiento y el derecho a elegir a sus representantes. Nuestro Subdelegado Marítimo de turno perdió la brújula y los acusó de conspirar secretamente con Francia para unirse a Tahití. Un contingente de nuestro Cuerpo de Carabineros se estrenó en Pascua apaleando a los «subversivos» e inauguró los calabozos con el encarcelamiento de los «cabecillas». Pero el estallido fue noticia mundial y nos obligó a nombrar nuevas comisiones investigadoras y a reflexionar, hasta que nos atrevimos a un nuevo viraje, esta vez mayúsculo. Por ley, sacamos a la marina y pusimos la isla en manos de la administración civil de nuestro Estado. Creamos el Departamento de Isla de Pascua dependiente de Valparaíso, dotamos a Rapa Nui de una municipalidad y desarrollamos la escuela,  el hospital y otros servicios. En la isla desembarcaron desde el conti cientos de funcionarios de diversas reparticiones públicas, que se sumaron a una población local que apenas superaba el millar. Los burócratas coloniales cobraban 200 por ciento de asignación de zona. Muchos trabajaban abnegadamente; otros se pasaban el día al sol y perseguían por la noche a las pascuences para tumbarlas entre los tororos, la gramínea que sisea con el viento bajo las estrellas.

Pero en torno a nuestra colonia rondaban nuevos intereses y, entre gallos y medianoche, nuestro gobierno firmó, sin autorización del Congreso, un convenio para la instalación de una base estadounidense «de rastreo de satélites» en la isla. Con la presencia de los militares norteamericanos, en la isla empezó a circular el dólar y comenzaron a nacer niños de ojos azules. En 1970, en las semanas previas a la toma de posesión de nuestro presidente Salvador Allende, Estados Unidos retiró abruptamente de Pascua su personal y sus instalaciones, y los vehículos y equipos fueron arrojados al océano. Allende había conocido Pascua en sus días de presidente del Senado, cuando en el avión Lan escoltó hacia allá a los sobrevivientes de la guerrilla del Che que habían escapado a Chile: Urbano, Beningo y el mulato Pombo y su guía boliviano. Desde Rapa Nui, Allende los acompañó hasta Tahití, de donde volaron a la Cuba de Fidel Castro sanos y salvos. Como Presidente de la República, Allende no tuvo tiempo de volver a nuestra colonia. Con el golpe del general Pinochet, los rapanui conocieron otro aspecto de nuestra labor civilizadora: el trato inhumano y degradante a que fueron sometidos los isleños «antipatriotas» que habían mostrado simpatías por el gobierno derrocado.

Cuando se acercaba el siglo XXI, recobró cierta actualidad el sueño geopolítico de Policarpo Toro de convertir la isla en plataforma de nuestra expansión hacia la zona Asia-Pacífico, en un desmesurado triángulo oceánico que se proyecta desde el extremo norte y el extremo sur de nuestro estirado Chile hasta nuestra isla polinésica bajo la denominación de «Mar Chileno». Cada vez que se desplazan a través del Pacífico, los presidentes de Chile, incluida nuestra Presidenta, hacen escala en la isla, donde marcan soberanía y reciben los collares floridos de sus habitantes.

A mediados de los años 60 del siglo pasado, los habitantes de Rapa Nui habían iniciado un dificultoso aprendizaje de democracia tutelada, con la coexistencia de la Gobernación, la Municipalidad, el Consejo de Ancianos y otras entidades. Desde que irrumpió el turismo, se ha registrado un desarrollo espectacular de la infraestructura hotelera y de acogida familiar, la oferta gastronómica, los servicios para visitantes, el pequeño comercio de Rapa Nui. Gracias a los turistas, los isleños están en contacto con el mundo y en virtud  de los dólares y los euros que traen, la isla conoce una bonanza sin precedentes y algunos rapanui se han enriquecido. En nuestra Isla de Pascua aumenta la población mestiza que se reconoce como rapanui. Los isleños debaten con pasión los temas del presente y el futuro de la isla: en Rapa Nui corren vientos de modernidad.

Como todos los colonialistas, durante muchos años hemos querido imponer a los rapanui los valores de nuestra metrópoli. Para chilenizarlos, por encima de los héroes autóctonos como el rey Hotu Matúa, que desembarcó en la Rapa Nui deshabitada a la cabeza de los primeros ocupantes, hemos impuesto a Bernardo O’Higgins, Arturo Prat, Policarpo Toro. Nuestros profesores les han enseñado la lengua castellana y a cantar nuestra Canción Nacional, a venerar nuestra bandera y a celebrar el 18 de septiembre. Algunas medidas, como las horas escolares de lengua rapanui que nuestro ex presidente Patricio Aylwin tuvo el mérito de aprobar, son significativas, pero nuestra colonia ha llegado a un punto de desarrollo en que ya no bastan los parches. La toma del aeropuerto de Mataveri lo demuestra.

Cuando se habla de las potencias coloniales europeas o de nuestro pasado de colonia de España, los chilenos hacemos profesión de anticolonialismo, pero tratándose de nuestra propia colonia nos hemos habituado a mirar hacia otro lado. Nos extasiamos vanidosamente ante el afiche de Lan-Chile con la imagen de Rapa Nui como un juguete de lujo a la distancia, especie de Atlántida arqueológica, ajena al mundo y al tiempo. La isla de verdad, la Pascua que hemos creado, preferimos verla desde lejos o, a lo más, visitarla como turistas sin comprometernos.

Los mapuches son los habitantes originarios de Chile, y aunque a menudo no lo queramos admitir, forman parte de nosotros mismos: son nuestra historia y nuestra sangre, nuestro pasado y, gracias a sus luchas de hoy, nuestro presente. Los rapanui no. Ellos, allá en la Polinesia, están afuera. Los 13 millones de chilenos tenemos apenas una vaga idea acerca de esos «compatriotas». En el mejor de los casos los consideramos pintorescos, pero en el fondo no sabemos quiénes son ni qué hacer con ellos. En medio de los éxitos que hemos logrado en el mundo cambiante de hoy, no queremos pensar demasiado en Rapa Nui, porque inevitablemente tendríamos que preguntarnos qué hemos hecho allí durante más de un siglo. ¿Somos los «civilizadores» que pretendemos? ¿Tenemos derecho a seguir en esa isla? Hecha abstracción de nuestros ciclos dictatoriales, los chilenos nos jactamos de ser cultos, civilizados, demócratas. ¿Haremos alguna vez honor, en Rapa Nui, a las cualidades que nos atribuimos? ¿Seremos capaces un día de lanzar a los cuatro vientos la buena nueva de que hemos resuelto reconocer al pequeño pueblo rapanui, al que salvamos de la extinción, el derecho a decidir soberanamente sus asuntos como amo y señor de su isla cargada de maravillas?

Entretanto, miles de turistas sieguen pasando alegremente por Rapa Nui. Se fotografían frente a las estatuas, tratan de arrancarles una piedrecita e intentan «mover el caúja» al ritmo del sau-sau. Algunos viajeros se van quedando, la basura se acumula, la tierra se erosiona, el tejido social se debilita, la isla no da para más. Por eso los rapanui se tomaron el aeropuerto. Ante la nueva crisis, hay nerviosismo en nuestros ministerios, donde se teme el surgimiento de voces independentistas o la llegada de agitadores de Tahití que puedan aprovecharse de la situación. Nuestros funcionarios van y vuelven entre el conti y la isla. Durante el vuelo leen apresuradamente L’Ile de Pâques de Pierre Loti, la novela de Pedro Prado La reina de Rapa Nui, los folletos de Sernatur y los infinitos informes, leyes y reglamentos que hemos elaborado a lo largo de tantos años sobre esta mini-colonia, que ahora llamamos «territorio especial». Se forman nuevas comisiones, los parlamentarios estudian las resoluciones de la ONU sobre descolonización y autodeterminación, los convenios de la OIT, las decisiones de la Unesco y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas de 2007.

Hablamos de reformas legales para limitar el ingreso de viajeros a la isla, estudiamos aumentar las tarifas a los turistas, adoptamos medidas a la carrera. Discretamente, preparamos un nuevo viraje indispensable, que consideramos espectacular: la semiautonomía de Rapa Nui. Porque en el último tiempo hemos entendido que nuestra colonia es frágil y que tenemos que hacer algo. Pensamos que para la Isla de Pascua ha llegado la hora del «turismo sustentable», aunque no entendemos muy bien en qué consiste. Pero los problemas son urgentes y para salir del paso nombramos nuevas comisiones, contratamos expertos internacionales. Hay que tranquilizar a la población de la isla y esperar los resultados de los nuevos estudios. Los rapanui deben tener paciencia. La solución para Rapa Nui, el nuevo viraje, exigirá trabajo e imaginación. ¿Qué modelo aplicaremos? ¿Reconoceremos a los rapanui el derecho a decidir por sí solos el destino de su isla? Los dilemas en juego no son sencillos, porque tener una colonia es cosa seria. Debemos avanzar con prudencia, paso a paso. Necesitamos tiempo.

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