Leí en la prensa chilena que murió Alejandra. Esta segunda muerte, ahora real y no literaria, me deja una extraña sensación de desamparo. Pienso en Patricio, ese volcán creativo y solidario, dolido y solitario. Pienso en que un día todos nos vamos a morir, pero ojalá más tarde que pronto.
Entonces tenía 20 años. Me gustaban las novelas y el cine, pero no como yo imaginaba que le gustaban a los demás. Para mí lo importante era el diálogo con sus autores y sentir que los revivía cuando los leía o los veía. Los personajes se me hacían reales y algunas veces sentí que me entendían mejor que novias o amigos de verdad.
[cita tipo=»destaque»]Una vez, mientras viajaba desde Valparaíso a María Pinto con mi amigo Jorge Coulon, le conté lo de Alejandra. Coulon me dijo que yo la conocía, que era la mujer del Pato Manns, la compañera que lo controlaba y cuidaba y que gracias a ella el Pato se mantenía vivo y más o menos sano. Me contó también que había sido uno de los grandes amores de Sábato.[/cita]
Fue un amigo de Chillán, mi proveedor de longanizas, quien me prestó una copia vieja de ‘Sobre héroes y tumbas’ de Ernesto Sábato. Partí su lectura en la biblioteca de la escuela de derecho. Como otras veces la historia me atrapó, pero fue Alejandra, una muchacha atormentada que oscilaba entre la dulce princesa y un dragón letal, quien despertó en mí algo nuevo, una especie de estremecimiento. Alejandrucha, drucha le imploraba algo Martín, el protagonista de la novela, pero el presagio del fatal desenlace se adivinaba desde el comienzo. Alejandra, burguesa y misteriosa, advertía a Martín que se alejara de ella, que podía hacerle mucho daño y desaparecía. Su ausencia sólo aumentaba el interés de Martín y el mío. Curiosamente era el mal augurio, cierta maldad inocente y un poco de locura lo que hizo de Alejandra uno de los personajes más amados de mi vida. Su horrible crimen y posterior suicidio cerraron un círculo maligno y precioso. La añoraba en sueños y ante su imagen magnífica y terrible, las mujeres reales me parecían de una ordinaria simpleza.
Con los años el recuerdo de Alejandra fue disminuyendo. Una vez, mientras viajaba desde Valparaíso a María Pinto con mi amigo Jorge Coulon, le conté lo de Alejandra. Coulon me dijo que yo la conocía, que era la mujer del Pato Manns, la compañera que lo controlaba y cuidaba y que gracias a ella el Pato se mantenía vivo y más o menos sano. Me contó también que había sido uno de los grandes amores de Sábato. Me dio risa y me pareció divertido que una mujer tan atractiva fuera hoy la compañera de Manns. Sentí alivio de que no se hubiera muerto. Imaginé que Sábato le manchó las manos con sangre y la mató en su novela como un mecanismo inconsciente que lo liberaría quizá de un amor no correspondido o de una historia inconclusa que quería cerrar.
Esta mañana, leí en la prensa chilena que murió Alejandra. Esta segunda muerte, ahora real y no literaria, me deja una extraña sensación de desamparo. Pienso en Patricio, ese volcán creativo y solidario, dolido y solitario. Pienso en que un día todos nos vamos a morir, pero ojalá más tarde que pronto.