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El severo calentamiento social y la crisis climática: lo que estamos legando a las futuras generaciones Opinión

El severo calentamiento social y la crisis climática: lo que estamos legando a las futuras generaciones

Jaime Hurtubia
Por : Jaime Hurtubia Ex Asesor Principal Política Ambiental, Comisión Desarrollo Sostenible, ONU, Nueva York y Director División de Ecosistemas y Biodiversidad, United Nations Environment Programme (UNEP), Nairobi, Kenia. Email: jaihur7@gmail.com
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Hoy nos encontramos ante la gran posibilidad de forjar una nueva Constitución, pero también frente a una nueva preocupación mayúscula y con motivos muy justificables: el sobrecalentamiento climático está aumentando el riesgo de sufrir, de aquí en adelante, severos estallidos sociales con procesos locales, nacionales y regionales de muy distinta naturaleza y cuyos efectos no podemos predecir. Además, seguramente, nos acompañarán por un buen tiempo. De no reaccionar pronto, ese será el terrible escenario que estaríamos legando a las futuras generaciones.


Desde hace tiempo venimos advirtiendo que la crisis climática agravaría los problemas sociales y de seguridad, con perdedores y vencedores. Cuando a la incertidumbre por los eventos climáticos extremos se suma el temor a los conflictos sociales mal resueltos, se avanza inexorablemente hacia contiendas ciudadanas. Incluso en casos extremos se puede llegar a bretes entre naciones y a originar grandes flujos de refugiados climáticos. Se trata de sinergias, donde una acción que se origina por múltiples causas, genera un efecto mayor al que se conseguiría con la suma de los efectos individuales. La sinergia de la crisis climática, con los serios problemas económicos y políticos chilenos, indudablemente ha estado entre los factores que contribuyeron a generar el grave conflicto social que nos afecta en estos momentos.

Esto se aprecia claramente en las frustraciones e indignación de los jóvenes, quienes están liderando las manifestaciones sociales, no solo en Chile sino también en numerosas ciudades del mundo. La más grande ocurrió el pasado viernes 20 de septiembre, que convocó a más de ocho millones y medio de jóvenes en todo el mundo y que en Chile congregó a cientos de miles en todo el país. Por la incertidumbre y el miedo, los jóvenes ven reducidas sus opciones de contar en el futuro con una calidad de vida digna. Más aún, en las últimas semanas estas sensaciones se han transformado en factores que han hecho estallar masivamente los conflictos, creando situaciones inesperadas, cada vez más delicadas y peligrosas.

Los adultos nos resistimos al cambio en todo orden de cosas. Nos da temor. Pero ahora, felizmente, las nuevas generaciones están venciendo ese miedo al cambio y por una causa contradictoria: tienen miedo a que nada cambie. Saben, intuyen, que no queda otra opción, será imprescindible cambiar para sobrevivir, esa es la gran lección que nos están dando.

Con ello, están removiendo la conciencia colectiva ante dos crisis que nosotros mismos hemos provocado: la desigualdad y la climática. Muchos jóvenes de todo el mundo están alejándose de la comodidad porque en sus pensamientos se ha encendido una luz de alarma advirtiéndoles que cambiar ahora no solo es necesario, sino que es también supervivencia. Hay que cambiar para mantener el mundo en que viviremos. Ese parece ser el lema.

En las últimas semanas, el calentamiento social que se originó desde la inmensa insatisfacción ciudadana por la obscena desigualdad con que se han repartido en Chile los frutos del crecimiento económico, ha encontrado su cauce en la exigencia de una nueva Constitución. Un instrumento que debe ser el resultado de un efectivo debate ciudadano y un proceso participativo. Es evidente que entre los cambios estructurales en el sistema político, social, económico y cultural que se incorporen al texto constitucional, no pueden estar ausentes aquellas preocupaciones medioambientales cruciales como la conservación del patrimonio natural, disminuir drásticamente todas las formas de contaminación que disminuyen la calidad de vida y el freno a la crisis climática.

En este sentido es preciso poner atención a la aproximación holística que debería aplicarse al momento de preparar el texto de la nueva Constitución. En otras palabras, de acuerdo al holismo (holos = todo; en contraposición al enfoque merístico de meros = partes), es preciso considerar que el texto sea más que la suma de sus partes. De tal forma, se estaría custodiando la importancia de ese todo constituido por la sociedad, naturaleza y medioambiente en Chile, para legitimar una integridad que trasciende a la suma de las partes, destacando al mismo tiempo la importancia de la interdependencia entre ellas.

No puede ser de otra forma, ya que la experiencia de los últimos 39 años nos demuestra que no basta con incorporar como un derecho constitucional de los chilenos “vivir en un ambiente sano y libre de contaminación”. Ese texto ha demostrado no servir, porque no fue acompañado y no condicionó, además, al conjunto de asuntos económicos, modelo de desarrollo neoliberal, instrumentos del mercado, salud y bienestar, derechos de propiedad y respeto al bien común. La no consideración holística de todos esos elementos en su conjunto fue la clave y explica la falla constitucional que exacerbó la desigualdad y facilitó que las empresas siguieran contaminando a pesar de que la Constitución de 1980 concedió a todo chileno(a) el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación.

Por otra parte, desde una perspectiva climática las disputas por los recursos, como el agua y la energía, el hambre y el clima extremo, serán todos ingredientes que exacerbarán la desestabilización en Chile y el mundo, según consta en los Informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés). Si se revisan muchos de los conflictos surgidos en el siglo XXI (Brasil, Nicaragua, Honduras, Perú, Ecuador, Bolivia, Libia, Siria, Sudán, entre otros), varios de ellos comenzaron como una crisis ecológica, debido al menos en parte a escasez de agua de riego y potable, inundaciones, incendios forestales, huracanes, megasequías, hambrunas, refugiados climáticos, etc.

Ya han ocurrido suficientes desastres climáticos en diversas partes de Chile y en esta primavera seguramente tendremos otros más extremos. Por esta razón, aunque hayamos perdido la oportunidad de hospedar la COP25, es más necesario que nunca elevar nuestra atención más allá de la coyuntura. Hemos estado demasiado dedicados a preparar planes de mitigación y adaptación, a los arreglos logísticos de país anfitrión, sin ser verdaderos protagonistas del proceso de las COP. Mucho menos hemos puesto atención a los aspectos sociales y económicos que se vinculan, como causa y/o efectos con el sobrecalentamiento del clima.

Sugerimos que a la brevedad se inicien investigaciones con objeto de identificar cuáles son en Chile los complejos vínculos entre la crisis climática y los conflictos. Una cuestión que ya sabemos es que los centros de defensa y seguridad de EEUU y varios países europeos, en sus revisiones estratégicas, han calificado a la crisis climática como un “multiplicador de las amenazas” relacionadas con la pobreza, la inestabilidad política y las tensiones sociales en el mundo. Necesitamos datos de la situación chilena al respecto.

Cometeríamos un enorme error si no vinculamos, si no escudriñamos en las interacciones entre el actual calentamiento social y la incertidumbre que siente la ciudadanía respecto al futuro del clima. Poco sabemos cuáles son las causas subyacentes del deterioro del medioambiente humano en Chile, en el más amplio sentido del concepto. Hay mucho que investigar al respecto. Por eso felicitamos a todos los organismos no gubernamentales que, a pesar de la cancelación de la COP25 en Chile, han decidido seguir adelante con sus preparativos para convocar a reuniones sobre la crisis climática, de manera simultánea a las deliberaciones de Madrid. Este entusiasmo nos debería orientar para ahondar en la meta de frenar los efectos del sobrecalentamiento global sobre nuestra población, asentamientos humanos y ecosistemas.

El haber renunciado a ser la sede de la COP25 no nos puede hacer regresar a “continuar haciendo las cosas como siempre” (business as usual). Tenemos que continuar adelante. No es del todo negativo retirar del escenario chileno la parafernalia de hospedar a 30 mil participantes de la COP25, la cual muy probablemente no conseguirá ningún avance sustantivo. Menos ahora que Trump ha ratificado, a comienzos de este mes, su decisión de retirar a EE.UU. del Acuerdo de París. En la misma línea de inacción, Brasil, India y Rusia, se muestran cada vez más reticentes a los cambios drásticos en la reducción de sus emisiones.

La situación a que se enfrentará la COP25 es muy incierta. Hasta ahora solo 77 países se han comprometido en la Cumbre del Clima de Nueva York (23 septiembre 2019) a planes más potentes para recortar sus emisiones. Alemania, Francia, España, Noruega y Finlandia están liderando las acciones, pero los compromisos conseguidos son muy insuficientes.

Lo preocupante es que EE.UU., China y la India, 3 de los 5 emisores más grandes del planeta, aún no han asumido compromisos concretos. El cuarto, la Unión Europea (UE), aún no puede alinear a todos sus estados miembros detrás del Acuerdo de París, debido al bloqueo de Polonia, Hungría, Estonia y la República Checa, los que no pueden afrontar la descarbonización por la alta dependencia al carbón de sus economías. Rusia, el quinto emisor mundial, recién se incorporó al Acuerdo en septiembre pasado y aún no asume ningún compromiso formal para aumentar la reducción de sus emisiones. En esta situación, realmente no es mucho lo que se puede esperar de la COP25. Obviamente, este negro panorama podría cambiar en la COP26 en Glasgow, si Trump no es reelegido en noviembre de 2020.

El calentamiento social que hemos experimentado en Chile en las pasadas semanas puede calificarse como un anticipo de lo que podría suceder en el futuro si la humanidad fracasa en solucionar la crisis climática. Es decir, si no mantenemos vigentes los cuatro compromisos siguientes: que no se construyan nuevas centrales de carbón a partir de 2020; que se vayan eliminando gradualmente los subsidios a los combustibles fósiles que frenan la expansión de las renovables; que nuestros planes energéticos para 2030 aseguren un recorte del 45% de las emisiones respecto a las de 2010; y que en 2050 logremos la neutralidad de carbono, es decir, que el CO2 que expulsemos a la atmósfera sea igual al capturado, por ejemplo, a través de nuestros bosques nativos y plantados.

Por todo ello, en el caso chileno necesitamos que el anteproyecto de Ley Marco sobre Cambio Climático sea dado a conocer a la ciudadanía lo antes posible para ser debatido como corresponde. No puede seguir retenido en las carpetas del MMA y el Ejecutivo, o discutido entre cuatro paredes.

Sin duda, requerirá mucho trabajo ciudadano y legislativo para incorporar aquellos cambios estructurales en materia de los bienes comunes de todos los chilenos que tienen relación con las aguas, bosques, océanos, pesquerías, sistemas silvo-agro-pecuarios, cuencas, glaciares, humedales, entre otros. Cambios que podrían realizarse solo si Chile cuenta con una nueva Constitución. En este sentido, esta nueva Ley Marco podría ser la gran oportunidad para interactuar con el nuevo texto constitucional y poner las cosas en orden en materia de medioambiente, crecimiento económico y desarrollo sostenible.

En síntesis, hoy nos encontramos ante la gran posibilidad de forjar una nueva Constitución, pero también frente a una nueva preocupación mayúscula y con motivos muy justificables: el sobrecalentamiento climático está aumentando el riesgo de sufrir, de aquí en adelante, severos estallidos sociales con procesos locales, nacionales y regionales de muy distinta naturaleza y cuyos efectos no podemos predecir. Además, seguramente, nos acompañarán por un buen tiempo. De no reaccionar pronto, ese será el terrible escenario que estaríamos legando a las futuras generaciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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