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El ejercicio real del poder y su dañina corporativización EDITORIAL Crédito: Agencia UNO

El ejercicio real del poder y su dañina corporativización

Aunque hubo señales claras desde el año 2010 en adelante, es en el actual Gobierno que la estructura completa del Estado se ha atomizado y reconstituido en poderes corporativizados, que no responden a una orientación central. Ello es un retroceso institucional grave, pues los principales instrumentos de acción sectorial, sobre todo los ministerios, no dialogan entre ellos y sus acciones obedecen a prioridades parciales de sus jefaturas. Cada yerro del Gobierno agota la reserva de institucionalidad que el país acumuló en 30 años de democracia. Lo más evidente de este escenario, es la incapacidad del Poder Ejecutivo para marcar el curso de estabilización y reorganización de la gestión política global del país.


La alta estabilidad institucional exhibida por el país en las últimas tres décadas da significativas muestras de crisis, durante los tres últimos años. Desde fines de 2019 hasta la fecha, en medio de una tensionada atmósfera política global, se ha producido un violento estallido social y hemos vivido una sucesión de procesos electorales, ordinarios o plebiscitarios para una nueva Constitución, que han desajustado toda la agenda política del país. Con crisis de representación y sin consenso político en las prioridades de la agenda, el control efectivo del Estado quedó a la deriva, dependiendo solo de un capital institucional y de una cada vez más escasa paz social, que se consume rápidamente.

El país exhibe hoy una crisis aguda en materia de seguridad interior, un desajuste notorio de sus instituciones políticas, una marcada tendencia a una actuación neocorporativa de sus órganos superiores, todo en medio de una crisis económica. Lo más evidente de este escenario, es la objetiva incapacidad del Poder Ejecutivo para marcar el curso de estabilización y reorganización de la gestión política global del país.

Lo dicho, marca una diferencia importante con el período institucional anterior, donde a las rutinas acumuladas, más allá de los inevitables problemas, se agregaba la capacidad orgánica de un Poder Ejecutivo capaz de convocar al orden institucional y los consensos para alcanzar una cierta sincronía en el ejercicio del poder político. Ello hoy no se advierte, y si bien se puede ejemplificar en los chapuceros indultos y en la designación del Fiscal Nacional, largamente excede esos hechos.

No se trata tampoco solo del problema mapuche, la crisis migratoria en la macrorregión norte, del crimen organizado o la delincuencia en las principales ciudades del país, todos asuntos de enorme gravedad; es la incapacidad gubernamental de ver y administrar la integralidad de la institucionalidad vigente, para tender un puente efectivo entre lo que el país tiene y la promesa de hacer de él también un Estado social de derecho.

Sin funcionar a plenitud o con rasgos de ambigüedad en el uso de los instrumentos del Estado, el país se ve convocado nuevamente a un proceso constituyente, diverso al proceso anterior, pero todo sin mucha convicción de que esto sea lo adecuado para el momento político.

Esa distancia entre lo real y la aspiración programática, de alguna manera se transmite al funcionamiento de todas las instituciones superiores del Estado, las que han entrado en una lógica de hibernación o cálculo sobre lo más conveniente en función de sus propias y excluyentes competencias.

Cada nuevo yerro del Gobierno agota la reserva de institucionalidad que el país acumuló en 30 años de democracia, que, si bien no perfecta, generó una aceptable estabilidad política y social, y un evidente desarrollo económico, incluidos los diagnósticos sobre la desigualdad y el agotamiento de la adhesión cívica a la democracia que hoy estamos viviendo o hemos experimentado en el pasado reciente.

Aunque ya hubo señales claras desde el año 2010 en adelante, es en el actual Gobierno que la estructura completa del Estado se ha atomizado y reconstituido en poderes corporativizados, que no responden a una orientación central. Ello es un retroceso institucional grave, pues los principales instrumentos de acción sectorial, sobre todo los ministerios, no dialogan entre ellos y sus acciones obedecen a prioridades parciales de sus jefaturas.

De ahí al desorden anárquico hay solo un paso, y a la interpretación libre de los principios de orientación que predica el Gobierno, como igualdad de género o la participación, los que, al carecer de definiciones que acoten las prioridades y señalen bordes al accionar político, entran en conflicto con el discurso de las libertades y los derechos sostenidos desde la sociedad civil.

Es verdad que vivimos en una sociedad con cambios acelerados y que es indispensable aprender a vivir con las incertidumbres. Y el Gobierno tiene razón al afirmar que quienes reaccionan negativamente ante ellas, nunca podrán abrir caminos de cambio ni lograr la satisfacción de haber enfrentado los desafíos. Pero no se debiera olvidar que las respuestas no pueden ser solo el resultado de la intuición o la improvisación, pues ello augura el fracaso. La capacidad de ver la realidad desde varios escenarios posibles es ya un vehículo de aprendizaje para gobernar y una garantía de razonabilidad. La tarea es de los que coordinan un gobierno.

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