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Oppenheimer o los viejos y nuevos Prometeos Opinión Universal Pictures

Oppenheimer o los viejos y nuevos Prometeos

Diego Vargas
Por : Diego Vargas Doctor en física. Investigador y docente universitario
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Oppenheimer debe recordarnos precisamente esto, que el mundo no se pone en riesgo por científicos locos sino por un sistema que sustenta locura, por la existencia de grandes fuerzas que termina por disponer de sus mejores mentes para pensar en armas de destrucción masiva.


Por mucho que se elaboren serias revisiones analíticas de los episodios críticos ocurridos en la historia humana, frecuentemente es la ficción la que mejor perfila estos fenómenos de características complejas. Así, a la par de los agudos análisis de Arendt, los alcances del totalitarismo no estarían cabalmente comprendidos de no ser por 1984 de Orwell, Oscuridad a mediodía de Koestler o los varios cuentos en donde Kafka nos hace sentir el peso de los sistemas absurdos en hombros de algún personaje. 

Porque al fin y al cabo la ficción, mediante fábulas bien pensadas, puede penetrar más hondo en el sentir humano que un ensayo o un estudio, y así se masifica a un público diverso una gama de valores, ideas y cuestionamientos implícitos en la obra.

La (ciencia)ficción ideada por Mary Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo sintetiza un arcoíris de miedos y sentires en pleno despertar de la edad contemporánea. Entre las muchas facetas que contiene su obra, hay dos principales: las interrogantes que plantea vivir en sociedades donde la ciencia se torna fundamental y, por otro lado, las inquietudes de un mundo abierto, donde el ser humano es el protagonista y serán sus propias decisiones las que darán forma al porvenir. En este sentido es la obra más propia de la contemporaneidad. Porque en Frankenstein convergen todos los miedos originados por nuestras propias invenciones, es el ser humano frente a sí mismo y sus actos y despojado de dioses o monarcas que sentencien sus acciones. Es a la misma vez la conquista de lo viejo por lo nuevo. Frankenstein representa a lo sublime, todo aquello que nos aterra a la vez no deja de fascinarnos.

Los antiguos griegos vertieron su asombro por el poder que puede desembocar el conocimiento mediante un mito, el de Prometeo arrancándoles el fuego a los dioses para dárselos a los humanos. Shelley actualiza la fábula en términos modernos, invirtiendo la escena e indicando que los secretos mejores guardados no se esconden en el panteón sino en la ignorancia humana, la que puede ser vencida por el nuevo poder de la ciencia y de la técnica. Ahora esta ficción se pone al día y nos llega por medio de Oppenheimer, película de Christopher Nolan. No por nada la cinta toma de referencia la biografía titulada Prometeo Americano (2005), de Bird y Sherwin.

Con el estreno de Oppenheimer se abre la oportunidad de que la humanidad vuelva a mirarse a sí misma, y sobre todo a interrogarse sobre los actos cometidos. 

Aparentemente mediante el personaje principal, el físico Robert Oppenheimer, se codifica un viejo dilema: la decisión de un hombre frente a las consecuencias de utilizar una tecnología. Un tipo brillante y astuto que al robarle a la diosa naturaleza uno de sus mejores secretos cae en conciencia de que, tal vez, era mejor que siguiese oculto porque el reino humano no siempre tiene la sabiduría para su administración. Es el doctor Robert Oppenheimer haciendo del doctor Víctor Frankenstein.

Sobre este dilema hay mucho dicho y escrito; sin embargo, leído con más detenimiento el clásico Frankenstein, se trata menos de su protagonista que del mundo en el que se inserta. En ninguna ocasión se nos devela un personaje poseído por una maldad o locura inherente, tampoco se nos muestra un personaje lleno de ambiciones más allá de su ciencia, porque el doctor Frankenstein no es realmente el arquetipo del científico loco y descarriado ensimismado en su obra y que terminará por llevarnos al despeñadero. El protagonista es un científico inteligente pero común, cuyas interrogantes y conocimientos no son muy diferentes a las que pueden tener sus colegas o maestros. La novela entonces debe interrogarnos sobre el entorno tanto o más que por el protagonista, sobre por qué un hombre sensato tiene todas las facultades necesarias para ejecutar un experimento terrible.

El enjuiciamiento popular que cae sobre el doctor Frankenstein  – el del científico loco y perverso –  es la manera simple de exculparnos; como sería un científico demente, es fácil juzgarlo y de prevenirnos, disminuyendo así el cargo de conciencia. A la vez nos deja satisfechos porque nadie se considera a sí mismo como un descarriado capaz de llevar adelante experimentos perversos como este doctor loco, por ende, lo miramos desde lejos y lo tomamos como una lección aprendida que consideraremos hacia los demás.

Lo realmente tenebroso – porque Frankenstein es una obra que pretende ser tenebrosa –  es que ninguna otra fuerza externa lo detuviera, que pudiera hacer y deshacer sin que nadie se percatara de su proyecto en ejecución; que pudiese usar todo el conocimiento disponible y aprestar de todos los insumos necesarios para llevar a buen puerto su experimento. ¡Y nada saliera mal! 

Esta es una lectura que, a diferencia de la visión común, nos coloca en una situación incómoda, pues de alguna manera todos –o más bien las personas que comparten una época –  somos un poquito culpables, no se trata de la perseverancia de una única persona sino de la ceguera de una sociedad que tiene todos los puentes disponibles para que la desgracia avance. Se trata de cada uno de nosotros que no hacemos lo suficiente para frenar el desastre climático, ni se encarga un poco más de la educación de los pequeños, o que no le dedica el suficiente esfuerzo a prevenir la polarización social. Son problemas tan individuales como colectivos, que queremos resolver, pero que por uno mismo no se puede hacer realmente mucho más.

La culpa no cae en una persona o un evento distinguible y eso nos complica la capacidad de enjuiciar, de apuntar con el dedo, de sentirnos superiores y libres de toda inmoralidad. O, por ponerlo de otra forma, nos obliga a pensar en el funcionamiento y la ética del “sistema” del cual somos parte y responsables aunque no queramos. 

Oppenheimer debe recordarnos precisamente esto, que el mundo no se pone en riesgo por científicos locos sino por un sistema que sustenta locura, por la existencia de grandes fuerzas que terminan por disponer de sus mejores mentes para pensar en armas de destrucción masiva. Oppenheimer debe señalarnos que incluso los planes macabros pueden terminar ejecutados a la perfección; que el conocimiento alcanzado con buena intención deviene en peligro si se inserta donde reina la brutalidad; que Hollywood requiere de héroes y del “storytelling” para simplificar una historia, pero que la realidad tiene sus complejidades donde nadie se comporta libre de incentivos externos. Que el asunto radica no en hallar una mente maestra fuera de lo común, sino en elaborar las condiciones para que una con la suficiente formación lleve a cabo un plan hasta el final con todo a su disposición.

Sin dudas, las armas son ideadas y ejecutadas por individuos particulares lo suficientemente capacitados, pero debemos preguntarnos también por las condiciones externas que conducen a que las buenas cabezas disponibles prefieran gastar su tiempo diseñando armas en vez de mejorar las cosas. La astucia de todos los Prometeos puede ser liberar a la humanidad por medio del conocimiento divino o maldecirla por entregarlo a un mundo mal administrado, y eso no depende solo del héroe.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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