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La receta mexicana que nos sacó del Mundial Sub 17

La receta mexicana que nos sacó del Mundial Sub 17

Ninguna culpa tienen los chicos de la Rojita eliminados en octavos de final del mundial que se juega en casa. Las cuentas hay que cobrarlas a la dirigencia nacional incapaz de generar sistemas de excelencia en el nivel formativo. Al revés de lo que hace desde décadas el fútbol azteca.


¿Y ahora qué?

El lugar común es recurrente en la historia del fútbol chileno. Remite al desconcierto ante la constatación de un fracaso anunciado pero que igual se deja caer por la inacción de los responsables de haberlo previsto.

No fracasó la Rojita de Miguel Ponce, que jugó decorosamente un mundial que hasta hace siete meses asomaba como impropio de su magro nivel futbolístico. Una localía injusta, como tantas que ha asignado la FIFA, ahora sabemos de qué forma.

Sí fracasó la dirigencia nacional, que ha sido incapaz hasta ahora de unificar una cadena que empieza poderosa e irrompible a nivel adulto pero que se debilita a medida que baja la escala etárea hasta terminar convertida en una vulgar pita incapaz de anudar los mismos éxitos de los mayores.

Para no echar al olvido de un plumazo a una generación que pagó pecados ajenos, habrá que dedicarle unas líneas para valorar su recuperación anímica después del naufragio en el sudamericano de marzo pasado. Y elogiar también que de la mano de un nuevo entrenador hasta alcanzó a pulir algunas virtudes tácticas que le permitieron afirmarse colectivamente para dar batalla contra rivales que en la previa asomaban superiores.

Lamentablemente, no pudo conseguir un fondo ofensivo que le proveyera de más posibilidades de gol que las pocas armadas en sus cuatro partidos. Si no fue así, se debió a que tampoco consiguió crear circuitos fluidos que le permitieran mantener el control del juego durante más tiempo para progresar con lucidez y serenidad en el campo de juego. Y eso que no carecía de técnica, aunque sí de la velocidad indispensable en algunos puestos clave para desajustar y desbordar a los adversarios.

Al cabo, la Rojita se despidió del mundial con dos derrotas, una igualdad y una victoria. Solo contra Nigeria quedó patente la distancia que hay entre nuestro nivel infantil y el de una potencia mundial. En los restantes duelos con mucho esfuerzo los chicos de Ponce emparejaron el juego y hasta golearon a un Estados Unidos que sigue trabajando a paso firme para alguna vez llegar a la cima.

No les dio para más -como este medio lo había adelantado hasta majaderamente- porque la estructura del fútbol Joven nacional no lo permite.

A diferencia de la Roja adulta -cuya conformación aglutina a valores nacidos hasta con 15 años de diferencia, si se analiza las recientes convocatorias de Sampaoli que incluyen a Pizarro, Valdés en un extremo, y a Ángelo Henríquez en otro- las Rojitas están restringidas a un año de nacimiento, a lo más dos.

Por eso, en un fútbol como el chileno, donde los jugadores de excepción no abundan, es trascendental el soporte de un andamiaje que garantice niveles altamente parejos de vigor físico, velocidad de juego, técnica pulida y bagaje táctico.

Como lo luce México. Un repaso a la rápida de sus selecciones adultas y menores de los últimos 30 años (para colocar a su mundial de 1986 como base) no arroja más que un solo valor de clase mundial: Hugo Sánchez. Bajo él hay su buen puñado de tipos valiosos, pero no deslumbrantes. Y más abajo, una amplísima masa de jugadores sin talento descollante pero formada para jugar colectivamente a alto nivel.

Tal como el equipo de Mario Arteaga que nos encajó cuatro goles en el partido de Chillán. Ninguno de los suyos brilló sobre el resto, ni produjeron jugadas admirables. Lo de ellos fue asentar paulatinamente su superioridad colectiva hasta terminar aplastando casi sin avisar a los muchachos chilenos.

Sobre la base de un trabajo formativo y competitivo ininterrumpido y de excelencia, los aztecas clasifican a casi todos los mundiales y le dan batalla a cualquiera, consiguiendo títulos Sub 17 y Sub 23, y habituales superaciones de las fases de grupos.

No ocurre lo mismo en Chile. Partiendo por la competencia interna, la ANFP ha probado todo tipo de formatos hasta recaer hace poco en un sistema de separación geográfica y sin descenso que anula cualquier atisbo de competitividad.

De nada sirvió que a fines del año pasado el cuerpo de formadores en el fútbol menor le hiciera ver colectiva y oficialmente la gravedad de la ocurrencia. Respondiendo con pobres argumentos, la ANFP mantuvo su decisión, detrás de la cual no puede dejar de entreverse criterios economicistas.

La poca seriedad con que se aborda el fútbol formativo queda también develada con la actitud de las sociedades anónimas que dominan el fútbol chileno. Cobijándose en el discutible argumento de que a ese nivel no hay lucro en juego, muchos de los clubes postulan a fondos estatales para financiar entera o parcialmente a sus series cadetes.

¿Qué sería de estas categorías si estas sociedades no pudieran postular a tales fondos? Más vale no imaginarlo.

Hasta ahora, al parecer la única apuesta de la ANFP es dar con un buen cuerpo técnico, financiar una preparación de dos años incluyendo las giras internacionales “para que los chicos ganen experiencia” y confiar que la generación en cuestión tenga un par de valores de excepción.

Pero incluso bajo este criterio superficial de encarar el trabajo de las Rojitas, la dirigencia es desconcertante.

Porque si no lo fuera no hubiese encargado la creación de un nuevo proyecto para las selecciones menores a un formador como Hugo Tocalli, cuya concepción de puesta en cancha nada tiene que ver con las de Marcelo Bielsa y Jorge Sampaoli, los revolucionarios transformadores de la Roja adulta.

Tal como están las cosas, el futuro de las Rojitas seguirá dependiendo del buen ojo para elegir un entrenador (recuérdese a José Sulantay y Mario Salas) y de que el equipo cuente con algún “Niño maravilla”, “Rey Arturo” o “Huaso” que encumbren al equipo más allá de lo que el promedio colectivo exhibido los fines de semana en los pastos de Quilín le permitiría.

Desde hace años que pregono el estilo mexicano como el mejor modelo imitable por el fútbol chileno. Somos tan morenos, bajos y de físicos algo endebles como ellos. Hasta igual de feos, si se me permite una discriminatoria licencia estética. Imitar su trabajo para alcanzar sus virtudes de juego era lo más sensato. Nunca bailaremos samba, cumbia ni marinera arriba de la pelota como sí lo hacen brasileños, colombianos y peruanos. Ni tendremos la envergadura física de argentinos, uruguayos y paraguayos o europeos. Ni correremos tan rápido como los asiáticos.
Por eso tenemos que aprender a jugar a la “mexicana”. No hay para qué desmenuzarla, si todos la conocemos.

Algo de eso entendió la dirigencia al traer a Bielsa. Se le olvidó con Borghi, pero recapacitó con Sampaoli. Y así de arriba estamos.

Falta la misma sabiduría en el fútbol menor. Pero no solo poniendo a la cabeza a magos trabajólicos (que son indispensables), sino que creando estructuras de excelencia en la formación de entrenadores y en el tipo de competencias.

No hay otra receta. Porque no me digan que cocina chilena es más sabrosa que la mexicana.

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