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Una vez más: la (no) libertad de expresión


Chile se ha tristemente caracterizado por ser uno de los países que exhibe los menores estándares en materia de vigencia del derecho fundamental a la libertad de expresión. Mientras la comunidad internacional, a la que pretendemos ansiosamente ingresar, comprende que la frase de la Corte Interamericana que proclamó a esta libertad pública como la «piedra angular de la democracia» no es una mera declaración de buenos principios, nosotros debemos observar cómo, una vez más, se lesiona aquel esta alto valor republicano.



El Primer Juzgado del Crimen de Santiago ha dispuesto la incautación de los ejemplares de un libro biográfico sobre una persona pública, acogiendo, al menos por ahora, los argumentos de la supuesta afectada en orden a que habría ánimo de injuriarla con la publicación de dicha obra.



No es éste un caso extraño en nuestro medio. Lamentablemente no lo es. Desde la vuelta de la democracia, hace ya doce años, numerosas son las personas que han tenido que dar cuenta de sus explicaciones -cuando no retractarse- por causa de una demanda o querella en su contra.



La libertad de expresión es, de verdad, un derecho humano que importa para la salud de las democracias: los regímenes totalitarias, que no toleran que los individuos promuevan sus opiniones sin obstáculo, suelen generar en sus ciudadanos un déficit de interés social y público que, en definitiva, no hace más que dañar al Estado de Derecho. Esto es lo que, una vez más, está ocurriendo.



Como ciertamente es posible caer en abusos al ejercer esta libertad, el Derecho contempla la posibilidad de reparar los excesos, instituyendo un sistema de responsabilidad posterior. Así, si por ejemplo se afectan los derechos de otro al emitir una opinión, la Constitución, la ley y los tratados internacionales que obligan a Chile disponen que ello es causal para restringir la libertad de expresión. Pero nunca, dispone nuestro Derecho, en ningún caso, es posible aplicar una sanción ex ante que implique censurar previamente la opinión o información que libre y legítimamente ha de circular.



La censura previa, prohibida por todo nuestro Derecho, supone que existen personas que tienen menor capacidad para decidir lo que es bueno de lo que, para ella, es malo. La censura importa que, por ejemplo, un juez adopte la decisión de si los ciudadanos adultos de un Estado democrático pueden o no ver una película, leer ciertos libros o, en general, decir tales o cuáles cosas. El Estado, a través del sistema electoral, entrega a los mayores de 18 años la responsabilidad de designar a los conductores de los destinos del país pero, el mismo, a través ahora de los tribunales, les dice que es éste un libro que ellos no pueden leer.



¿La razón? Que el libro resultaría injurioso para la artista, es decir, que afectaría, por así decirlo, su derecho a la privacidad o su derecho a la honra. Si fuera el caso que efectivamente es un libro cuyo objeto es injuriar o menospreciar a la querellante, entonces lo que procedería sería sancionar, ulteriormente, a su autor. Sin embargo, aquí se ha sacado de circuladción, como si se quisiera extinguir unja plaga, no obstante la prohibición de censurar previamente es una prohibición terminante. El Estado, a través de los jueces, no puede -porque no tiene derecho- decirle a los ciudadanos que ejercen cargas y responsabilidades públicas qué es lo que pueden o no conocer. Qué está bien y que está mal. Si se configura un ilícito -lo que, probablemente, no ocurre en este caso-, entonces el tribunal sancionará de acuerdo a la ley al responsable. Pero para ello debe existir delito; y, para ello, debe haber una sentencia.



Las personas que libre y espontáneamente deciden llevar una «vida pública», esto es, una vida con exposición permanente a la gente o que desarrollan labores de interés social pueden, según lo entiende todo el constitucionalismo moderno (y me refiero a un par de siglos), invocar un manto de protección a su privacidad siempre menos intenso que quienes son simples ciudadanos, comunes y corrientes. En los primeros, sea por la razón que sea, se configura un legítimo interés público a su alrededor. Por ello, para solicitar protección frente a supuestas intromisiones en su vida privada, deben acreditar una significativa afectación a sus derechos. Se presume que ello no es así, mientras no se pruebe lo contrario. Por algo son «personajes públicos».



Si los tribunales no modifican esta interpretación del alcance de las medidas que pueden adoptar, lo que hacen es invertir la regla y dotar de una especial -o igual- protección a quienes, por su propia voluntad, han decidido participar su vida a la gente. En ello no hay reproche, no es sino una opción de vida. Pero, por lo mismo, es importante comprender que en las personas se genera un legítimo interés por conocer -más bien, por seguir conociendo- aspectos de la vida de las personas. Es bueno que el conocimiento que una sociedad tiene, parafraseando a un juez estadounidense, sea producto de una libre competencia de las ideas.



Además, con esta actitud, los tribunales -en rigor, el Primer Juzgado del Crimen de Santiago- arrastran a Chile nuevamente ante instancias internacionales de protección de los derechos humanos, como la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA que ya pidió informe al Gobierno por el caso de la obra «Prat», haciendo que el Estado incurra en responsabilidad internacional.



La triste condena que impusiera hace menos de dos años la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el caso de la «Ultima Tentación de Cristo» no puede no decirnos nada. Es hora de que Chile dé muestras profundas de convicción democrática y el desarrollo de este caso es, sin dudas, una excelente oportunidad para ello.



* Abogado del Programa de Acciones de Interés Público y Derechos Humanos, académico de Derecho Constitucional, Universidad Diego Portales.



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