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¿Democracia delegativa en América Latina?

Los Presidentes latinoamericanos no gobiernan en solitario, sino que respaldados y determinados por tendencias asociadas a lo que Francisco Panizza denominó la «vieja política», es decir, el clientelismo, compadrazgo y, derivado de esto, la corrupción.


A principios de los noventa el politólogo argentino Guillermo O’Donnell introdujo el concepto de «democracia delegativa» para caracterizar a los regímenes políticos latinoamericanos de la post-transición. Tal concepto implicaba la supremacía de la figura presidencial por sobre los partidos políticos, presentándose el Presidente como un verdadero «padre» de las sociedades gobernadas.



Debido a tales elementos, los mandatarios no establecían una rendición de cuentas ante la ciudadanía ni ante los poderes o funciones estatales inferiores, es decir, «accountability» vertical y horizontal. En otras palabras, el Presidente encarnaba a la nación y se autoconcebía como el guardián de sus intereses, debido, en parte, a la mayoría obtenida en la elección, ya sea en sistemas electorales mayoritarios relativos o de segunda vuelta.



Hoy, al observar la realidad del continente, resulta llamativo el que estas democracias delegativas, con fuerte énfasis en el poder presidencial, tengan una complejidad mayor. Como el mismo O’Donnell establece en su texto «Contrapuntos de 1999», las democracias delegativas poseen dos dimensiones básicas: la institucionalidad formal y la informal. En la primera destacan todos los procesos establecidos legalmente con actores del mundo ejecutivo, legislativo y judicial. Las segundas en tanto, se refieren al sector no regulado formalmente, lo que implica la existencia de redes, grupos y organizaciones que presionan al Ejecutivo para ejercer la toma de decisiones.



Sobre este último punto caben algunos comentarios. En primer lugar, los Presidentes latinoamericanos no gobiernan en solitario, sino que respaldados y determinados por tendencias asociadas a lo que Francisco Panizza denominó la «vieja política», es decir, el clientelismo, compadrazgo y, derivado de esto, la corrupción.



De esta forma, parece predominar «la regla tradicional de Gobierno», dándose una convivencia entre políticas tecnocráticas de liberalización y privatización en el ámbito económico y un régimen político amparado en los límites al decisionismo presidencial por la existencia de redes y grupos que buscan beneficios o prebendas.



Los ejemplos de Argentina, Brasil y los países de América Central nos pueden ayudar a comprender este proceso. La elección de Menem luego de la conflictiva administración de Alfonsín estuvo sustentada en la renovación del Peronismo, estableciendo alianzas con los políticos tradicionales y con los tecnócratas o reformistas económicos. Así, a base de un liderazgo local que se consolida en el ámbito partidario, Menem logró alcanzar la Presidencia: no fue prisionero de su partido, pero sí acudió a alianzas con sectores empresariales, sindicales y políticos. Por lo tanto, mal podría sostenerse que gobernó «en soledad y autonomía».



Collor de Melo, en cambio, llegó como un «outsider» a la política brasileña, caracterizada por una excesiva fragmentación del sistema de partidos en el ámbito local y nacional, lo que dificulta la obtención de mayorías en el Parlamento. Otra característica de la política en Brasil es la permanencia de oligarquías que no fueron eliminadas por el autoritarismo, por lo que estas «old politics» mantuvieron su presencia en el sistema de decisiones.



Las denuncias de corrupción a Collor de Melo ocasionaron su caída. Fernando H. Cardoso, en tanto, fue un «insider» en la política brasileña, por lo que ejerció su mandato mediante el apoyo de los partidos políticos. Lo que nos enseña este ejemplo, es que los presidentes electos ya sea sustentados en partidos con cierto grado de institucionalización, o, por el contrario, que sean «outsiders» de la política, de todas formas requieren y deben fundamentarse en grupos de apoyo ya sean políticos o económicos para llevar a cabo su gestión. En ningún caso sostenemos que el basarse en estas dinámicas sea intrínsecamente negativo. El problema surge cuando este tipo de situaciones desemboca en oleadas de corrupción debido a las presiones ejercidas por los actores mencionados.



Considerando la tipología de los regímenes políticos, se podría pensar que el autoritarismo está lejos de la dinámica ejercida por la «vieja política», pero la experiencia indica que ni siquiera los militarismos en América Latina escaparon a este esquema, donde el Presidente no gozó de una autonomía absoluta.



El ejemplo de América Central nos puede entregar un panorama más claro. Si consideramos el período de la Guerra Fría y la Contrainsurgencia, nos percatamos de la funcionalidad de los militares para los Estados Unidos. Gran parte de estos gobiernos estuvo destinado a sofocar los eventuales focos de disidencia pro-comunista, pero la literatura disponible nos indica que muchos de estos grupos, tales como los Sandinistas en Nicaragua o el Frente Farabundo Martí en El Salvador, no tuvieron inspiración marxista de por medio, sino que una lucha declarada contra las elites dominantes.



En estos países se dieron fundamentalmente dos tipos de regímenes políticos: los militares directos-tradicionales, con la presencia de un caudillo fuerte, tales como Ríos Montt en Guatemala y Trujillos en República Dominicana, en combinación con una baja institucionalización del mando.



El otro tipo de régimen es el autoritarismo dinástico y militarismo populista. La literatura ofrece una conjunción de ambos o, al menos, un intento de unificación, a partir del concepto de regímenes sultanísticos. Si bien esta categoría resulta válida, es insuficiente, pues inserta dentro de un mismo marco a regímenes de distinta naturaleza.



Los regímenes militares populistas, se caracterizan por una cúpula militar y un líder claramente identificable, un discurso integrador asociado a las distintas clases, además de un declarado antioligarquismo y nacionalismo.



El caso más ejemplificador de este tipo de regímenes es el de Panamá, con la administración de Omar Torrijos y la presencia de la familia Arias, combinando un régimen populista-militarista y uno dinástico. Con esto, intentamos dejar señalada la existencia de grupos que apoyan a las administraciones; en el caso de Torrijos, éste estableció una alianza con estudiantes, trabajadores y partidos de izquierda, generando una coalición que hizo viable su régimen.



La familia Arias en Panamá y los Somoza en Nicaragua, son parte de los regímenes dinásticos, donde la elite gobernante es una familia que sienta las bases de la institucionalidad de los nuevos regímenes post-dictatoriales. Nuevamente vemos que el Presidente no gobierna en solitario ni siquiera cuando ostenta el poder absoluto, como ocurre en los regímenes autoritarios.



Un caso cercano fue el régimen de Pinochet, donde asistimos a la configuración de una alianza o coalición de gobierno con presencia de «gremialistas», «Chicago Boys» y militares, por lo que la existencia de «familias» al interior del régimen fue una característica central, sin perjuicio del liderazgo de Pinochet y su capacidad para modificar los gabinetes y ejercer cambios en su administración.



A lo anterior debemos agregar un segundo elemento: las reformas económicas neoliberales. Si bien éstas se dieron fundamentalmente a fines de la década de los ’80 y principios de los ’90, se observa la presencia de una «Nueva Tecnocracia», pero que convive con una «Vieja Política».



En el caso de México observamos la omnipresencia del PRI hasta el año 2000, con un proceso de liberalización y privatizaciones, pero, a su vez, se advierte la existencia de un partido con fuerte raigambre institucional donde sobresalen camarillas y unidades que intentan alcanzar posiciones de vanguardia.



Hoy, el gobierno de Fox parece seguir la misma línea, pero con el problema de no contar con un partido experimentado en materias gubernamentales y que recién comienza a dar sus primeros pasos en el poder.



¿Son las nuevas democracias una expresión del Populismo? Consideramos que no. Primero porque, en el caso de los líderes populistas, el voto del ciudadano era prospectivo, es decir, amparado en el programa del candidato y de las posibilidades de éxito en su administración.



En segundo lugar, los líderes populistas tienden a movilizar a los ciudadanos, en tanto que hoy asistimos a un proceso de desmovilización notorio que se expresa en los altos niveles de abstención y la baja identificación con partidos políticos y organizaciones de base.



En tercer lugar, las campañas de los líderes populistas se basaban en el «qué hará» el candidato en el poder; hoy vemos lo contrario, es decir «qué hizo antes», estableciendo la idea de un voto retrospectivo. El caso del PRI en México refuerza esta aseveración, planteando como slogan de campaña: » el PRI tiene experiencia en Gobernar».



Si las democracias actuales no son de carácter populistas ni con una delegación extrema, el neologismo que proponemos es el de democracias «neodelegativas. Estas democracias se caracterizan por la relevancia de la figura presidencial, pero coexistiendo con dinámicas clientelares, lo que implica un fuerte protagonismo de la institucionalidad informal.



El escenario en que se da este tipo de democracias es con una «ciudadanía de baja intensidad», poco participativa y desinteresada en los procesos de representación política. Este contexto convive con problemas de igualdad efectiva ante la ley, lo que implica una legalidad trunca en términos de O’Donnell: pueden existir regímenes democráticos en el marco de Estados no democráticos, debido a los privilegios con que cuentan determinados grupos.



El caso de Colombia nos sirve para aclarar esta idea, pues vemos a un Estado débil que no es capaz de llegar a todo el país, y que se ve disminuido por la presencia de las guerrillas y el narcotráfico. A esto debemos agregar que el Poder Judicial, totalmente independiente en un régimen democrático, está totalmente invadido por las presiones y amenazas de la guerrilla y el narcotráfico, por lo que, si bien se podría hablar de régimen democrático en términos de participación y oposición, no debemos concluir en la existencia de un Estado Democrático debido a los problemas institucionales.



Por lo anterior, si bien estas democracias «neodelegativas» se dan en el continente, el grado o intensidad varía según el país considerado. Chile recién comienza a conocer públicamente denuncias de corrupción y redes de compadrazgo, fortaleciendo así la institucionalidad informal.



Lo claro, y que se desprende de lo señalado, es que el Presidente en América Latina no gobierno ni gobernará en soledad: el poder y su capacidad de multiplicación y fraccionamiento es un verdadero incentivo para que grupos políticos, sociales y económicos intenten abordarlo y obtener beneficios a cambio de favores. Las sanciones para este tipo de actos casi no son consideradas por los grupos señalados, debido a la baja probabilidad de ser sorprendidos, por lo que el imperio de la institucionalidad informal goza de buena salud, y parece decidida a permanecer en los gobiernos latinoamericanos.



(*) Cientista político y periodista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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