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Hace treinta años

Aunque pasen 30 o más años, la memoria no puede ser una estatua al olvido. Es que la memoria no tiene punto final. Es un río que no podemos dejar que se seque. De esas aguas deben beber también las generaciones futuras.


¿En qué parte de Chile estaba yo el 11 de septiembre de 1973? Es una pregunta que millones de chilenos podrían autoformularse y habría millones de pequeñas historias. Una larga novela con múltiples géneros dentro.



Desde la poesía al testimonio más horrendo. Desde la música a la plástica, al teatro, al cine, al documental, o a la simple carta anónima que escribió algún o alguna exiliada desde otro país o desde algún campo de concentración en Chile. O en las páginas de un diario personal que aún está inédito. Incluso, testimonios orales que nadie recogió o grabó mientras esa persona lo contaba a través de alguna llamada telefónica. Millones de pequeñas historias que en su conjunto constituyen la memoria de aquel día. Y los días que siguieron y las semanas y los meses, y luego los años. Historias que no han terminado.



Ese día, yo estaba viviendo en Talcahuano con una tía en una casa muy modesta. Hacia tres meses que había dejado el hogar de estudiantes de la Universidad de Concepción donde viví cerca de 4 años como estudiante de Castellano. Vivía en las llamadas cabinas universitarias. La cabina 8 exactamente. Ese martes 11 aún tenía amigos, o conocidos, viviendo en esos hogares estudiantiles porque le quedaban algunos años para terminar sus carreras.



Otros me contaron después que muchos de ellos fueron despertados a golpes por los militares. Remecidos con violencia por sus fusiles. Despertaban no saliendo de un sueño sino entrando a una pesadilla. Algunos los subieron a un camión con la ropa que pudieron ponerse en un minuto. Otros desaparecieron para siempre en las distintas cárceles militares. Recuerdo a una compañera de clases. Se llamaba Nancy Z. Estaba embarazada de su compañero del MIR. Vivían en una cabina. También se la llevaron.



Nunca he encontrado su nombre en ninguna lista de desaparecidos. Eso me hizo pensar, años después (y de eso luego se supo y fue denunciado por distintos organismos de Derechos Humanos o la Vicaria de la Solidaridad entre otros), que hubo desparecidos cuyos verdaderos nombres los borraron para siempre y nadie tampoco sabe, hasta ahora, en qué pedazo abandonado de tierra, o en las profundidades del océano, están sus huesos.



Aquel 11 de septiembre, mi tía me despertó a las ocho y media de la mañana alarmada, remeciéndome la cama. «Javier, hijo, levántese, los militares se tomaron el gobierno de Allende». Aquella frase sin duda fue repetida en distintos tonos por todo el territorio chileno. Mi reacción inmediata fue de incredulidad y me pegué a la radio que ya comenzaba a transmitir bandos militares y unos hombres, igualmente militares, hablaban con mucho enojo, como si fueran patrones de fundo.



En la tarde de ese día, los 4 integrantes de un Junta Militar ilegal, instaurada por sí misma en el poder, hablaban a la población por cadena nacional de televisión. Su tono era brusco y de mando, con una energía que recordaba viejas películas sobre los nazis.



Mi tía me dijo, cuando yo ya estaba bien despierto y escuchando la radio, que inmediatamente enterrara mis libros. Exactamente recuerdo la palabra hasta el día de hoy. «Entiérrelos en el patio porque oímos de unos vecinos que los militares andan casa por casa buscando alguna gente y mirando si tienen libros marxistas». Ese mismo día comenzaron rumores de todo tipo hasta llegar a los más surrealistas.



Con el paso de los días supimos que iguales de surreales eran las órdenes y las acciones que daba el régimen para tener vigilada a la sociedad chilena del «cáncer marxista». Ordenes para detener, encarcelar, torturar, matar o hacer desaparecer para siempre.



Mi tío, rápidamente, hizo un hoyo en el patio y allí, envuelto en un saco de harina, iban cerca de cien de mis libros supuestamente peligrosos. Libros que había acumulado durante cuatro años en aquella Cabina 8. Con dificultad había comprado algunos y otros, como todo estudiante pobre, los «había pedido prestado» en alguna librería de la ciudad de Concepción.



Mi tío aprovechó de esconder una pistola que tenía para defensa propia. Alcancé a verla. Parecía del siglo pasado pero la conservaba siempre limpia y a veces la aceitaba lentamente en la mesa de la cocina. También esa pistola se fue entre los libros.



Cuando salí de Chile, tres años después, me olvidé -hasta ahora- de aquel rapidísimo entierro de cien libros «peligrosos» y una pistola tan antigua que quizás no sirviera ni para matar un pajarito. Con seguridad mis tíos jamás intentaron, durante más de 20 años, desenterrar nada.



Yo me ganaba en ese entonces algún dinero haciendo clases de castellano en la Escuela Industrial de Concepción. Quedaba cerca del Estadio. Luego del golpe, el director allí cambio de personalidad de un día para otro. Se puso autoritario y ordenó que al comenzar las clases (era un liceo vespertino) «se cantara la canción nacional y se izara la bandera chilena». Era obligación estar allí parado y cantando antes de irnos a nuestras salas de clases.



También, tenía otras horas de clases en la «Sede Lota» de la Universidad de Concepción. Recuerdo que el director-delegado de la Escuela de Educación me llamó a su oficina y me dijo: «He leído unos poemas que Ud. escribió en la Revista «Enves», y un artículo en el Diario Color… son un poco comunistas. Trate de no meterse en nada y así conservará su trabajo». Sin embargo, ese trabajo no duró mucho y en 1976 me despidieron en una carta oficial que decía: «por falta de recursos económicos ya no contaremos con sus servicios».



Cuando regresé a Chile, en 1986, el poeta Omar Lara organizó una lectura de poesía en el entonces Instituto de Lenguas de la Universidad de Concepción. Pero repentinamente, porque estaba mi nombre y el de otro escritor llamado S.M., una autoridad de ese Instituto impidió la lectura porque -le comunicó al poeta Lara- «ambos tienen antecedentes delictivos y políticos». No sé si, hasta ahora, aquella autoridad que nos negó participar aún enseña o ocupa cargos administrativos.



En todo caso aquel suceso ya no importa, pero sí es bueno no perder la memoria, aun cuando han pasado 17 años de ese «frustrado recital de poesía». El ejemplo es para mostrar cuántas miles y miles de situaciones similares, que aún siguen guardadas en la memoria de hombres y mujeres, de represión solapada o abierta, ocurrían diariamente en todos los niveles de la sociedad chilena bajo la dictadura militar.



Fue en octubre de 1973 cuando, justo entre el límite Talcahuano y Concepción, una patrulla militar, armada para una guerra, detuvo el bus donde yo viajaba a dictar mis clases en aquel liceo vespertino. Desgraciadamente, no tenía mi carné de identidad (lo había perdido hace un mes). Pasó un joven capitán a mi lado con una lista de «subversivos y comunistas». Era una fotocopia y distinguí el rostro de Miguel Enríquez y otros más. Me miró. Miró las fotos. Yo no me parecía a nadie de su fotocopia pero igual quedé arrestado por no tener documentos.



Me subieron junto a otros «sospechosos» a un camión militar. El camión, a una orden que no alcanzamos a escuchar bien, partió hacia La Base Naval de Talcahuano. Quizás nos llevarían luego a la isla Quiriquina para interrogarnos. A la mitad del camino, cambiaron la orden y fuimos a dar a un retén de Carabineros. Eran la seis de la tarde.



En el patio del retén nos hizo formar un teniente de voz agresiva. Nos hizo gritar contra Allende. Cantar la canción nacional. Luego trotar alrededor del patio. Luego en cuclillas saltar como sapos por media hora. Algunos, que tenían más edad, se caían al suelo y el teniente los levantaba a punta de culatazos de su fusil. O les daba puntapiés por donde fuera mientras les gritaba obscenidades. Finalmente, nos pusieron en una celda.



De repente vino un hombre encapuchado acompañado de un carabinero armado. Lo traían para reconocer «subversivos» entre nosotros. El delator, afortunadamente, no reconoció a ninguno de los que dábamos vuelta en círculos, pasando por la ventana de barrotes de la celda, en silencio y congelados de miedo. Sin duda en otras celdas el delator reconoció a alguien.



A eso de las once y treinta de la noche, media hora antes del toque de queda, me llamaron y un oficial me dejó en libertad. Salí de la celda. De los 10 que estábamos en aquel calabozo, yo era el primero que dejaban en libertad. Desde ese retén debía tomar un bus hacia la casa de mi tía, pero eran veinte para las doce de la noche. De seguro me encontraría el toque de queda y quizás me volvieran a arrestar o disparar a quema ropa. Le dije eso al oficial, y riéndose cruelmente me dijo: «Ese no es mi problema, joven. Ud. verá cómo se las arregla».



Inexplicablemente, nunca supe cómo, quince minutos para la medianoche, por la puerta del retén pasó un bus semivacío. Lo hice parar y paró. Me abrió la puerta el chofer pero no vi su cara. Subí adolorido, aún, por el brutal ejercicio de dos horas que nos propinó aquel capitán. Más inexplicable hasta hoy día fue que el bus me dejó a metros de la casa de mi tía. Ella estaba esperándome en la puerta desde las nueve de la noche. Le conté la historia del cuartel y del bus. Me abrazó y me dijo, «Bueno, aquí le estábamos esperando con esta sopita caliente que le hará bien».



Sé que mi historia no se compara con la de miles y miles de otros chilenos y chilenas que padecieron el infierno en cárceles, casas de detención, o campos horrorosos como el de Villa Grimaldi, entre otros. O la de los familiares de detenidos desaparecidos que aún no saben qué ocurrió con sus seres queridos.



Si aún recuerdo esa historia, después de 30 años, es porque dejó cierta huella en alguna parte del subconsciente y determinó de alguna manera lo que comencé a escribir muchos años después fuera de Chile. Algo parecido le ha ocurrido a mucha gente que vive en Chile o la que decidió quedarse en otros países del mundo.



Aunque pasen 30 o más años, la memoria no puede ser una estatua al olvido. Es que la memoria no tiene punto final. Es un río que no podemos dejar que se seque. De esas aguas deben beber también las generaciones futuras.





* Javier Campos es escritor y académico chileno en EE.UU.



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