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Las ciencias sociales y los desafíos de la política


Una de las peculiaridades de las ciencias sociales, la constituye el hecho que se trata de un quehacer hasta cierto punto autorreflexivo, un quehacer que en vez de simplemente describir un objeto que tiene ante sí, lo constituye y lo configura. En el quehacer de las ciencias sociales no es posible, en otras palabras, poner de un lado el objeto de que se ocupan y, de otro lado, las descripciones acerca de ese objeto, porque e objeto en cuestión es indisoluble de la manera que tengamos de describirlo. La idea positivista -conforme a la cual los hechos sociales pueden ser descritos como una cosa- es simplemente falsa y a estas alturas constituye, además, una antigualla intelectual que nadie ya seriamente defiende.



Los seres humanos configuramos, hasta cierto punto, la realidad y, por lo mismo, las descripciones que forjamos respecto de ella -la manera en que la concebimos- es también una forma de constituirla. Nuestras ideas acerca de en qué consiste la sociabilidad, forman parte del entramado de significados que orientan nuestra acción y que, de esa manera, acaban, en vez de describirla, constituyendo a la realidad social. Nada de esto significa, por supuesto, que la realidad social esté a merced de nuestra imaginación o de nuestra voluntad; significa simplemente que cuando pensamos la sociedad quedamos, hasta cierto punto, presos de esas descripciones las que, ahora como si fueran los personajes insurrectos de una novela, comienzan a dirigirnos.



Si lo anterior es así -y a mí me parece que hay buenos motivos para creer que es así- parece obvio entonces que la mejor forma de encarar los desafíos de la política, y de hacer frente a la desazón que suele provocarnos, consiste en detenerse a reflexionar sobre la manera en que hoy día, y algo irreflexivamente, acostumbramos concebirla. Si, como sugerí denantes, los fenómenos sociales se nos aparecen adoptando, hasta cierto punto, la fisonomía en base a la cual los describimos, de ahí se sigue, permítanme sugerir, que deliberar acerca de la política significa, ante todo, deliberar acerca del modo o la manera en que la concebimos.



¿Cómo concebimos la sociabilidad y de qué manera, podemos preguntarnos, ello incide en la situación hasta cierto punto desalentadora que vive la política en la actualidad?
Hoy día solemos describir el conjunto de los fenómenos sociales -desde la educación a los procesos electorales- como una cuestión de preferencias de las personas o de necesidades preconstituidas. Como si los seres humanos viniéramos hechos de una vez y para siempre a este mundo, provistos de una identidad plena y de deseos firmes, acostumbramos a describir la sociedad como la simple concurrencia o el mero agregado de sujetos que desean o prefieren cosas, y al conjunto de las instituciones sociales como artificios o mecanismos que coordinan esas preferencias y favorecen así la cooperación social.



Es ésta una manera de concebir la sociabilidad harto antigua, por supuesto; pero, ahora, asociada a la expansión del mercado y del consumo, parece haber adquirido un cierto aire hegemónico. Personas cuerdas y políticamente responsables, se apresuran a decir que hacer política hoy día consiste en estar atento a las necesidades de la gente y los políticos de profesión parecen acualmente alérgicos a las ideas y empeñados más bien en ocuparse de eso que se llama las cosas. ¿Qué significa todo esto para la política, para ese afán de contribuir al autogobierno de las comunidades humanas?



Cuando se habla de preferencias, y en derredor de ellas se estructura el análisis, se está concibiendo a la sociabilidad como un ámbito en el que convergen sujetos o individuos preconstituidos y se está -al fin de cuentas- concibiendo al conjunto de la sociabilidad y, desde luego, al proceso político como un remedo más o menos imperfecto del mercado. Si usted cree que la sociedad es en lo fundamental una convergencia de individuos, entonces usted se inclinará a pensar que la tarea principal de la política es la de adecuar la funcionalidad de las estructuras a las necesidades -corregir las fallas del estado o del mercado, como se dice hoy- de manera que los sujetos puedan ajustar entre sí, de mejor manera, sus preferencias individuales. En este caso, como digo, el paradigma de toda sociabilidad es el mercado, y el conjunto de las instituciones sociales -desde el proceso político a la familia- son analizadas como formas de intercambio, como remedos, más o menos felices, del sistema monetario. La tarea de la política consistiría, entonces, en saber detectar las preferencias de la gente (mediante encuestas o plebiscitos, por ejemplo) y luego adecuar las estructuras -mediante las políticas públicas- de manera que esas preferencias puedan ser satisfechas con fluidez.



¿Qué consecuencias siguen a esa forma de concebir la sociabilidad? ¿Qué problemas presenta ese conjunto de nociones -donde la economía neoclásica infecta e invade la perspectiva de las ciencias sociales en su conjunto- al tiempo de concebir la tarea de la política?



Me parece a mí que ese conjunto de nociones -que, como digo, se han instalado casi sin que nos demos cuenta en nuestro lenguaje y en nuestras perspectivas- plantea al menos tres problemas generales, que deseo examinar. A saber: una cierta primacía de la facticidad y un desplazamiento de la política democrática por las políticas públicas; un descuido de la dimensión subjetiva de la política; y, en fin, una falta de reflexión acerca de la esfera de lo público. Permítanme analizar cada uno de esos tres problemas en ese mismo orden.



Primacía de la facticidad sobre la política democrática



Estimo, en primer lugar, que esa forma de concebir la sociabilidad a la que denantes aludía, ha favorecido una cierta primacía de la facticidad, de cómo son las cosas, en desmedro de su validez de jure, es decir: en desmedro de la pregunta acerca de cómo deberían ser esas mismas cosas, desplazando así a la política, en su sentido más clásico, por las políticas públicas, por la sagacidad de los expertos en el trato con los hechos.



Hay varios fenómenos que contribuyen a ese desplazamiento, a la pérdida de la dimensión deliberativa de la democracia y, el más obvio de todos, parece ser la convicción -cada vez más extendida- conforme a la cual la facticidad de los procesos sociales se nos impone a tal punto que cualquier deliberación es inútil, de manera que la política queda reducida a la astucia, a la picardía para conseguir la adhesión de las personas (que parece ser hoy la única tarea del político profesional) o identificada con la pertenencia a una simple cultura de expertos. La democracia arriesga así el peligro de oscilar entre la figura del político profesional, cada vez más parecido a un encantador de serpientes, o a un pícaro, y la pericia del policy maker que, a fin de cuentas, mira al político profesional con cierto desdén, como una excrecencia necesaria, pero intelectualmente prescindible.



El fenómeno precedente -este desplazamiento de significado de la idea de deliberación y el consiguiente deterioro de la idea de lo público- está, por otra parte, acompañado de otros procesos, largamente descritos en la literatura, entre los que se cuenta la casi definitiva insubordinación del sistema económico, al extremo que el sistema político ha perdido toda posibilidad de deliberar acerca de sí mismo. Se agrega a ello ese otro proceso que ha sido llamado individuación, consistente en que el individuo pierde su referencia con los grupos primarios y pasa a quedar desprovisto de ámbitos de significado que le permitan trascenderse.



En medio de este panorama -en el que la política ha llegado a identificarse, como lo soñaron Hayek o Lenin, con la administración de las cosas- el sentido de una política democrática principia a perder sentido. Porque, a fin de cuentas, si la validez de facto de las cosas tiene la última palabra, si el ideal del autogobierno es simplemente un sueño, ¿cuál es entonces, el espacio de la política que, desde siempre, se ha ocupado de la validez de jure de esas mismas cosas?



Hoy día, como digo, creemos, o parecemos creer, que las sociedades humanas están sometidas a una facticidad de la que no pueden escapar y a la que deben ser, simplemente, dóciles. No es raro entonces que a partir de esta convicción -una convicción que los intelectuales del fin de la historia y los entusiastas algo ingenuos de la globalización han contribuido a instalar- sintamos que la política es un simple juego de espejos, un pase de manos que tiene por objeto nada más que engatusar al electorado. A fin de cuentas, el buen gobierno no tendría relación alguna con las opiniones de los hombres y de las mujeres que ejercen la ciudadanía. El buen gobierno sería aquel que es capaz de someterse a la cultura de expertos que tratan con la facticidad.



Hace algún tiempo, y frente a la crisis argentina, un economista chileno, miembro connotado de esta cultura de expertos a que se somete la política, sugirió que el mejor camino para sacar a Argentina de la crisis era, simplemente, entregar el manejo de la economía y la politica monetaria a los expertos del Fondo Monetario. Sin rubor alguno el experto en cuestión ponía de manifiesto una de las convicciones más extendidas -y, según veremos, más peligrosas- de los tiempos que corren: la idea de que el buen o mal gobierno no depende ni de los grados de ciudadanía, ni, tampoco, de la participación de las gentes, sino del dominio de una cultura de expertos. Lo que late tras esa desmesurada opinión -una opinión que, sospechosamente, no causó escándalo alguno sino, al revés, algo de inconfesada complacencia- es la idea de que las crisis contemporáneas y la mala política son producto de un déficit en el saber: a fin de cuentas un producto de la ignorancia. Y para no ir más lejos, hace algún tiempo un funcionario de gobierno dijo, ante un grupo de empresarios, que lo escucharon complacidos, que los «políticos eran atroces», mostrando así hasta qué punto la política y la representación ciudadana puede ser considerada un estorbo para quienes creen, sin más, que en los asuntos públicos la primera y última palabra la tienen los miembros de esa nueva nobleza de Estado que es hoy día la «cultura de expertos en políticas públicas».



Por supuesto no se trata de asistir al proceso que acabo de describir, añorando realidades que no existen o negando las profundas trasnformaciones que la sociedad ha experimentado. Vivimos en un mundo donde el Estado nacional languidece y en el que las identidades sociales son cada vez más adscriptivas; donde la infraestructura de las comunicaciones desplaza los mensajes globales a favor de mensajes más bien fragmentarios; en el que la expansión del consumo aligera todas las pertenencias y donde la expansión educacional transforma al viejo público lector en audiencias diferenciadas, provistas de diverso capital cultural que les hace difícil entenderse entre sí. Un mundo como ese no es, por supuesto, un mundo donde la política pueda ser lo que soñaron los antiguos y, por lo mismo, es probable que la política y la participación deban ser reformuladas. Pero esa reformulación no es posible si, con una alarmante desaprensión intelectual, nos ponemos a hablar el lenguaje de moda y, por esa vía, nos privamos de los desafíos a los que hoy día debe hacer frente la política.



Por supuesto hay quienes asisten con alegría a este proceso y ven en él una expansión casi ilimitada del consumo y de la racionalidad individual -quienes creen, por decirlo así, que internet y el mercado, son la nueva arquitectura del paraíso-. Sólo que esto esto ha ocurrido demasiadas veces antes -en la historia como para tomarlo demasiado en serio. Cuando surgió el teléfono hubo voces que anunciaron la supresión de la guerra. ¿Si los hombres podían conversar a distancia, qué motivos tendrían entonces para pelear?, se preguntaba un Fukuyama de la época, que asoció el teléfono al fin de la historia.



Los entusiasmos siempre sobran; pero nuestro deber intelectual es, antes de alegrarnos irreflexivamente, el de reflexionar en torno a la posibilidad de recuperar, aún con cierta inevitable languidez y en este nuevo escenario, la dimensión deliberativa de la democracia. Para hacerlo es necesario, sin embargo, mirar con cuidado y sin apresuramientos los fenómenos que he descrito someramente y que amenazan la política concebida como vida civil, es decir, como una faena de autogobierno y de participación.



La dimensión de lo subjetivo en política



En segundo lugar, esa forma de concebir la sociabilidad hace a la reflexión ciega para pensar los problemas de la subjetividad humana. En vez de ver en el sujeto un centro de intereses y de reflexión con el que debemos entrar en diálogo, esta segunda perspectiva favorece la comprensión del sujeto como una caja negra de preferencias que deben ser armonizadas mediante las estructuras políticas y económicas.



Ese olvido de los procesos sociales relativos a la construcción de significados contribuye, sin duda, a la pérdida de sentido de la actividad política. La política, en cambio, ha sido desde siempre el intento de construir, como sugirieron los antiguos, un espacio -hasta cierto punto artificial- donde las personas se reconocen la calidad de iguales y en el que deliberan acerca de las cuestiones que les son comunes. Para ello, sin embargo, requieren de un conjunto de significados compartidos que les permiten entender sus diferencias y resolver de una manera comunicativa, y no simplemente estratégica, sus conflictos.



Lo que parece sugerir la evidencia disponible -por ejemplo, los informes sobre desarrollo humano- es que ese ámbito de significados compartidos que es la cultura -a fin de cuentas, el suelo de la política- se encontraría en nuestro país en crisis o, al menos, en curso de ser redefinido. Sin un significado compartido la desazón que causa la actividad política no tendrá, simplemente, remedio y seguirá estando sustituida por esa actividad, eficiente, sin duda, pero insatisfactoria desde el punto de vista de la creación de significados comunes, que es la política pública.



La sociabilidad chilena y el espacio tradicional de la política en Chile, como es bien sabido, se configuró desde el Estado. La creación de un público leal al Estado, que es lo que posteriormente conocemos como Nación, fue producto, en el caso de Chile, de juristas, militares e intelectuales que, incorporados a un «instituto racionalizado», adelantaron y difundieron, con medios propagandísticos, la conciencia nacional.



Esa conciencia nacional -ese imaginario, como suele decirse, que permite que cada miembro de la comunidad generalice sus experiencias subjetivas y sus demandas en un ámbito donde encuentran reconocimiento- ha perdido poco a poco adhesión y eficacia simbólica. Con ello, el suelo de la política se deteriora: al no haber significados compartidos, no encuentra formas en base a las cuales distinguir entre demandas legítimas e ilegítimas y el resultado es, entonces, inevitablemente, apelar a eso que se denomina «necesidades de la gente», que supone, de nuevo, concebir a la política como una forma de administración de las cosas -que es uno de los viejos sueños de Marx y de la ideología neoliberal- y a la sociedad como una forma de mercado. Pero como lo muestra una amplia evidencia, el mercado, cuyas virtudes, dicho sea de paso, son indesmentibles, no es capaz de crear significados compartidos. Como lo sugirió, sino recuerdo mal, Durkheim, el mercado funciona sobre la base de reglas no mercantiles y no puede esperarse de él que acabe con la insatisfacción que provoca en las personas la falta de sentido que la evidencia disponible, como sabemos, diagnostica.



Incapaz de apelar a significados compartidos -por la delicuescencia de la Nación- e impotente para la toma de decisiones -como resultado del desplazamiento del tradicional espacio de la política- no es raro, entonces, que el político profesional asuma su tarea haciendo suya la banalidad del reality show; se esmere en comportarse como un administrador de servicios de baja monta; vaya a programas de variedades; pierda el miedo al ridículo; exhiba como única virtud la carencia de todo discurso; o que, en fin, se dedique a estimular la más vieja de las pulsiones humanas, el miedo al otro bajo el lema, en este caso, de la seguridad ciudadana.



Lo que ocurre es que es difícil ser político en Chile hoy, cuando todo parece conducir, como sugiero, a una «privatización del sentido» que hace que nuestra única forma de encuentro sea, entonces, la intrascendencia y la banalidad. De esa privatización del sentido, por decirlo así, son muestras ejemplares otras manifestaciones que es posible observar en el campo cultural, entre ellas la transformación del espacio escolar y de la universidad, que, como sugeriré de inmediato, en nuestro país se conciben, cada vez más, como una extensión de la pertenencia familiar o religiosa.



Falta de reflexión sobre lo público



En tercer lugar, me parece a mí, esa forma de concebir la sociabilidad como una mera agregación de preferencias, desdibuja, o contribuye a desdibujar, el espacio o el ámbito de lo público sin el cual, como es sabido, la política equivale, por decirlo así, a puro «ruido y furia».
El espacio de la política en su sentido más clásico, es el ámbito de lo público; ese ámbito en el que, en medio de la pluralidad, los hombres y mujeres se reconocen una igualdad fundamental. El futuro de la política depende, por lo mismo, me parece a mí, del futuro de lo público. La fisonomía de lo público en Chile, por su parte, tiende, cada vez más, a independizarse de lo estatal y el principal desafío que tenemos por delante es ocuparnos de configurar mejor esos otros espacios, no necesariamente estatales, donde lo público también se despliega y realiza y que en Chile, inexplicablemente, hemos dejado sin reflexionar.



Me refiero, por sobretodo, a la educación; particularmente al espacio escolar y universitario y a los medios de comunicación. Como resultado de algunas modas en uso -las más de las veces vinculadas a la fraseología neoclásica- hemos olvidado, por ejemplo, reflexionar acerca de algunas dimensiones de la experiencia educacional que se encuentran en el centro de la arquitectura de lo público.



La educación, es verdad, puede ser vista como un asunto de preferencias, como una inversión de los padres que es. función de la tasa de retorno, y es verdad también que la educación es una forma en que los padres someten a sus hijos, por decirlo así, a una experiencia eugenésica. Todo eso es, sin duda, cierto. Pero por acentuarlo demasiado en Chile hemos olvidado que la educación es el intento de las sociedades humanas por romper la continuidad entre la pertenencia familiar y las oportunidades. El intento, en una palabra, de evitar una sociedad de herederos, el intento de evitar que la cuna marque a fuego a las personas y, a la vez, el intento de favorecer que todos los ciudadanos sean sometidos a una misma experiencia cognitiva, lo que permitirá en el futuro el diálogo que es propio de la deliberación democrática.



Todo lo señalado -que explica por qué la educación está en el centro de la cuestión pública- tendemos a olvidarlo cuando nos entusiasmamos en demasía por los incentivos y la racionalidad que es propia del consumo. Quizá esto explique que en Chile exista hoy día una estricta continuidad entre el hogar, la escuela y la universidad, y que el conjunto de la educación haya perdido ese sentido público al que acabo de aludir.



Como ustedes ven, encarar los desafíos de la política no es una cuestión de simple voluntad o de meros entusiasmos, es una cuestión de reflexión. En este ámbito no podemos decir que hemos pensado suficientemente al mundo y de lo que se trata es de transformarlo; al revés, el mundo se ha transformado casi sin darnos respiro y quienes se interesan genuinamente por la política -y no la conciben sólo como una ocupación alimenticia, sino como una contribución pública- tienen el deber de detenerse a pensar en el sentido y la dirección de esas transformaciones.



Que los individuos son, al fin de cuentas, sujetos socialmente constituidos y que su propia subjetividad se erige al compás de significados compartidos con otros; que, por lo mismo, la transformación de lo público y el repliegue de lo estatal no son acontecimientos a los que debamos asistir con ánimo desaprensivo y ligero; que los procesos de diferenciación social y de individuación plantean el riesgo de eso que la tradición sociológica llama anomia; y que, en fin, la expansión del mercado y del consumo, junto con proveer bienes de los que debemos alegrarnos, plantea también problemas acerca de los que debemos reflexionar, son un conjunto de verdades sencillas que la discusión pública en nuestro país, hipnotizada por el paradigma del mercado y la economía neoclásica, parece haber, sin embargo, olvidado.
Entretanto, la política quizá pueda, como digo, contribuir a hacerse cargo de esos problemas si evita la tentación de ser, como ha ocurrido hasta ahora, tan extremadamente dócil a la facticidad.



El espacio de la política no es el ámbito de la mera facticidad, de lo que simplemente ocurre, sino que es el ámbito de lo que debe ocurrir. No es la validez de facto (lo que simplemente ocurre) sino la validez de jure (lo que debe ocurrir) el negocio de la política. Esto es, por otra parte, lo que quiso decir Weber cuando, en su famosa conferencia acerca de la política como profesión, dijo que la política era el arte de lo posible. A condición, sin embargo -agregó- de no olvidar que lo posible sólo se alcanza si somos capaces de desear una y otra vez lo imposible.



Lo que Weber quiso decir fue que la línea que divide a lo posible de lo imposible en la sociabilidad humana, no es ni fija ni inconmovible. Lo que Weber quiso decir fue que la tarea de la política consiste, justamente, en mover el muro donde comienza la zona de lo que llamamos imposible, en vez de ser una tarea que se dedique simplemente -como parecemos creer hoy- a mirar ese muro.





(*) Decano de la Facultad de Derecho y Director del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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