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El país de Tompkins

Al fondo de las cruzadas que se han organizado en contra de Tompkins asoma con obscena claridad, por una parte, la persistencia de un nacionalismo paradójico que tolera la propiedad globalizada del capital financiero, pero no del terruño.






Los cientos de miles de hectáreas de bosque virgen y tundra inservible que ha comprado Tompkins en el sur han generado una polémica borrosa y poco comprensible, al menos para los miles de ciudadanos que, desenchufados de las redes de poder e información reservada, tratamos de entender el asunto a partir de lo que publican los medios. La situación, a simple vista, pareciera ser más o menos ésta: un magnate americano cansado de su monótona vida de privilegios y lujos congela sus negocios, se convierte a la causa de la ecología profunda, y dilapida su fortuna comprando terrenos equivalentes a un país europeo en una lejana esquina del mundo.



Los habitantes y las autoridades del lejano país observan al millonario con perplejidad pagar millones de dólares por paños de terreno, sublimes e interminables, pero sin ninguna utilidad productiva reconocible. Como la defensa de la propiedad privada y de la libre iniciativa individual, por excéntrica que sea, son valores abrazados con devota adoración por los habitantes, o al menos las elites, del remoto país, nadie interviene y el millonario logra formar, en pleno siglo XXI, un parque que ninguno de los grandes hacendados del siglo 18 -una época en que el país era propiedad de veinte o treinta familias- siquiera soñó.

En algún momento indeterminado, sin embargo, la imagen del descolgado filántropo se empieza a oscurecer y la opinión pública del país a quitarle consecuentemente el piso. Nunca de manera frontal y pública, más bien a través de atisbos y filtraciones en la prensa de las gestiones encubiertas de figuras de cuño muy diverso, fue posible enterarse que el proyecto de Tompkins tenía poderosos enemigos.



Los argumentos esgrimidos se terminaron condensando en dos. El primero, alega que el parque ecológico de Tompkins es una amenaza para la seguridad nacional desde un punto de vista geopolítico porque parte el territorio en dos y abre un boquete en la frontera con Argentina. El segundo sostiene que un país como Chile, compitiendo con uñas y dientes en la carrera global por el desarrollo, no puede convertir en museo de contemplación natural una de sus regiones más vacías y postradas dedicándola a las ensoñaciones bucólicas de un hombre que ganó ya más plata de la que todos los restantes habitantes de la región juntos van a lograr nunca ganar.



Ninguno de los dos argumentos resisten siquiera el escrutinio de un análisis mínimo. El primero lo desplomó de manera irrefutable Tompkins ofreciendo donar el parque, a través de una fundación privada sin fines de lucro, cuyo titular sería el Estado. El país de esta manera no queda partido en dos, el Estado es dueño de las casi quinientas mil hectáreas del parque Pumalín; no Tompkins, ni sus herederos, como particulares. El segundo argumento, más atendible, objeta el uso que se le quiere dar a las tierras más que la nacionalidad de su dueño. Recorta, sin embargo, un dato fundamental respecto de los territorios que Tompkins estaría dejando encerrados en su catedral ecologista a cielo abierto: que son, desde todo punto de vista, industrial y económicamente inviables.



Estos son los elementos disponibles hasta el momento de la larga, y en varios momentos agria, polémica que ha generado el parque de Tompkins. Se ha especulado mucho respecto a cálculos embozados y dobles fondos que estarían ocultos por debajo de la máscara de filantropía y buenas intenciones del millonario: según Miguel Serrano, por ejemplo, Tompkins está gestando la fundación de un Nueva Jerusalén judía en el corazón de la Patagonia. Ninguno, sin embargo, de sus enemigos cuerdos, después de varios años de oposición muy pesada, ha podido explicar de qué puede tratarse el proyecto oculto de Tompkins ni aportado una prueba plausible respecto de nada.



La irracionalidad de la oposición a Tompkins y su parque, me parece a mí, hay que entenderla mas allá las elaboraciones argumentales que se han esgrimido públicamente y ver el rechazo como una revulsión de carácter harto más elemental. Al fondo de las cruzadas que se han organizado en contra de Tompkins asoma con obscena claridad, por una parte, la persistencia de un nacionalismo paradójico que tolera la propiedad globalizada del capital financiero, pero no del terruño, y por otra, un horror metafísico a la idea de que existan en Chile medio millón de hectáreas de recursos naturales intactos dedicados a la pura y simple conservación, y no a la producción de riquezas.



La idea que está por detrás de Pumalín vulnera dos valores profundamente instalados en la mentalidad de la elite local. Por lo mismo, es razonable pensar que la hostilidad que acosa a Tompkins, en una sociedad en donde la duda socarrona y el prejuicio pesan todavía como el más denso plomo, va a dar lugar a nuevas cruzadas integristas en contra del turbio invasor, va a adquirir nuevas caras y nuevas formas. Se va a volver maciza, sofocante y duradera.










  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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