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Editorial: Chile y la actual cultura parlamentaria


El rechazo en el Senado de la propuesta del Gobierno de ascender al juez Carlos Cerda a la Corte Suprema tiene significados más profundos para nuestra institucionalidad, que un revés político del Ejecutivo en torno a una de las figuras de mayor prestigio hoy en el Poder Judicial. Dicha situación demostró el enorme poder de veto que puede movilizarse al interior del Congreso, especialmente en el Senado, frente a las decisiones del Ejecutivo.



Poco antes de la elección que dio paso a la actual composición parlamentaria, el escenario político se agitó en torno al debate sobre el necesario y saludable recambio generacional en el Senado, aunque ello significase dejar afuera de dicha corporación a senadores considerados emblemáticos.



Parte de los argumentos en contra de dicha renovación descansaron en que, atendida la reducción numérica de los senadores como resultado del fin de los designados, traería como consecuencia que los nuevos honorables -mucho más jóvenes e imbuidos de prácticas políticas aguerridas, lejanas del tradicional espíritu señorial de la cámara alta- verían incrementado su poder, casi sin contrapesos en la institucionalidad vigente.



Aparentemente, los resultados electorales han confirmado esta pesimista previsión, más allá de lo esperado. Hoy se encuentra en pleno proceso de desarrollo un cambio -en los hechos- en los equilibrios entre los diferentes poderes del Estado, a base de actitudes y prácticas parlamentarias que, sin tener visos abiertos de ilegalidad, manifiestan una disposición a interpretar y ejercer el poder en los bordes de la ética política.



Poca atención se ha brindado, hasta ahora, a la enorme concentración de poder político, totalmente ajena al principio de representación proporcional, que produjo la reforma al Senado sin la necesaria complementación con cambios al sistema electoral binominal, con aumento del número de senadores.



Hasta que no se apruebe la modificación al sistema electoral binominal, el Senado ha pasado a ser un exclusivo club de treinta y ocho representantes cuyo voto -articulado con las competencias del cargo y los sistemas de quórum calificado- lo transforma de facto en una institución de veto gubernamental.



Ello permite no sólo que la derecha actúe como lo hizo en el caso del juez Carlos Cerda, si no también que senadores de la Concertación, principalmente algunos de los nuevos, se dediquen a presionar -invocando sus potestades en materia de ley- a los ministros y altos ejecutivos de la administración pública para la designación de funcionarios en ámbitos que son de exclusiva responsabilidad de estos últimos. Pruebas de esta práctica pueden encontrarse en varios ministerios, sin que exista ningún mecanismo que regule estas conductas ni claros principios de corrección ética por el propio Senado.



Es evidente que en una agenda de mayor sustancia legislativa, como la que se espera a partir de los próximos meses, la nueva cultura senatorial -que en opinión de muchos no es tan nueva y que solo se ha visto exacerbada por la llegada de una nueva generación de senadores- podría cambiar definitivamente el tipo de vínculo que hasta ahora ha caracterizado las relaciones entre el Ejecutivo y el Parlamento, pasando a configurarse un sistema parlamentario encubierto.

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