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Editorial: Doctrina militar chilena y el Tribunal Penal Internacional


Han transcurrido diecisiete años de gobiernos democráticos. Exactamente el mismo tiempo que gobernó la dictadura militar al país. Es un período suficiente para evaluar con distancia y objetividad lo avanzado en política y doctrina militar. Tanto en la recomposición del perfil profesional de las Fuerzas Armadas como de su ethos doctrinario y su adscripción a la democracia.



A pesar de las serias dificultades iniciales, ellas han retomado un rol de instituciones disciplinadas, no deliberantes, y sometidas al poder civil con un estricto apego a la legalidad. Parte importante de sus esfuerzos los han concentrado en la modernización necesaria para encarar los desafíos de seguridad que los nuevos escenarios globalizados le presentan a nuestro país.



Pero aún existen indicios de que la política sectorial de defensa sigue siendo una de las mayor atraso en el sector público. Y no por falta de recursos -pues las compras e inversiones han sido importantes-, sino fundamentalmente por un déficit de conducción civil del sector. Porque, tal como lo demuestran las resistencias corporativas que surgen en su interior de tanto en tanto, la auto reforma militar no existe, y es el poder civil el que debe conducir los cambios.



Que en Chile aún se carezca de una ley orgánica del Ministerio de Defensa Nacional moderna y estructurada para realizar una gestión del siglo XXI, o de un Estado Mayor Conjunto con capacidad de planificación y comando integrado de fuerzas es, por lo tanto, una deficiencia de la conducción civil, y no de lo que piensen los militares.



Este retraso también se ha percibido recientemente en un tema tan trascendente como el proceso de ratificación en el Senado de la República del Estatuto de Roma, que creó el Tribunal Penal Internacional. Las sucesivas postergaciones de que ha sido objeto dicho instrumento, y el argumento de que se debe reconsiderar su aprobación, so pena de sufrir las consecuencias de suspensión de la ayuda militar norteamericana, no se condicen con la historia reciente del país.



En primer lugar, porque dignidad, soberanía y Patria se someten a un cálculo sobre el costo económico que implicaría la ratificación del TPI, transgrediendo valores doctrinarios fundamentales del Estado de Chile, entre ellos, relativizar el valor moral de los derechos humanos como doctrina, precisamente en un tema vinculado al ejercicio de la fuerza militar.



La extraterritorialidad para las tropas de Estados Unidos -país consuetudinariamente abstencionista en materia de tratados internacionales-, así como para cualquier otro país, no es justificable en ningún contexto. Menos para Chile, por la historia de violaciones a los derechos humanos que en el pasado reciente exhibieron nuestras Fuerzas Armadas, y su largo y trabajoso proceso de retorno a una doctrina de respeto en esa materia.



En segundo lugar, para un país como Chile, con un gasto de alrededor de seis mil millones de dólares en nuevos sistemas de armamento en los últimos diez años, el siquiera considerar este tema parece contradictorio, más aún si se tiene en cuenta lo declarado por la Ministra de Defensa en orden a que las sanciones no llegarían a los diez millones de dólares al año.



Pero sería más complejo si la razón de fondo fuera que la sanción efectivamente puede afectar esos costosos sistemas de armamentos, porque ello demostraría que cuando se hizo la planificación, la doctrina fue hacia una dirección y las consideraciones técnicas, hacia otra. Especialmente si se considera que Estados Unidos es el país que más restricciones impone a las ventas militares, y el Tribunal Penal Internacional viene siendo discutido desde hace varios años, e incluso Chile fue uno de sus promotores.



La doctrina militar no es sólo un tema de organización y capacidad técnica y operativa. Ella tiene que ver con los principios, fundamentos legales y tradiciones culturales que sostienen el carácter de las Fuerzas Armadas y su vínculo con los valores fundantes del Estado, categoría a la cual pertenecen los derechos humanos. De ahí proviene tanto la legitimidad social que pueden exhibir en sus actuaciones, como el mandato de una actuación más clara y decidida para los gobiernos que las mandan.



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