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El beso de un mendigo


Ayer me besó un mendigo. Por vez primera. Nunca lo habría pensado, menos uno inglés y en Londres. Habíamos almorzado con un amigo de la embajada en un restaurante del barrio y nos tomábamos un café en otro local de por ahí. De pronto se acercó un hombre por el costado y me pidió dinero. Para comer, dijo, en un inglés interrumpido y arrastrado. No le entendí bien. Sé que me pidió disculpas por tener que hacerlo. En su voz entrecortada reconocí la dignidad herida, el latido de su alma derrotada. Vacilé unos segundos. Mi amigo y el mendigo me miraban en silencio. Entonces metí la mano al bolsillo y saqué unas pocas monedas. Descolocada, se las entregué, sin decir nada. Entonces él, vaciló también y con torpeza me dio un beso en la mejilla derecha, tambaleando un poco, murmurando algo. Su cuerpo indeciso. El mío, tieso.



Afuera lloviznaba, como sucede día por medio en esta ciudad, en esta época. Cuando salimos y me subí el cuello del impermeable algo tibio se anidó en mi pecho. Al par de cuadras sonreí. Bueno, pensé, esto no sucede todos los días. Es más: hace tiempo que un hombre no me besaba de sorpresa.



Londres me hace pensar en las callampas. Siempre húmeda, mojada. De calles adoquinadas, lustrosas, por la lluvia recién caída. Cielos revueltos, de colores indefinidos, grises, azules y violetas que no se deciden nunca. Un enredo, como todo en esta ciudad. Uno camina una cuadra y escucha tres idiomas, dos con suerte reconocibles. A la esquina siguiente hueles el café, el curry, el azafrán, el sudor, el tabaco y la lavanda. Sale el sol y, al minuto cae el chapuzón y los paraguas brotan de los bolsos, bolsillos y carteras como Â….callampas.



Llevo cuatro meses acá y, como la ciudad, tengo sentimientos encontrados. Gran plaza, Londres. Vibrante, loca, voraz, un huracán. A ratos, Washington parece un pueblo del midwest, una provincia del mundo, un enclave aburrido, almidonado por la diplomacia mal entendida. En peligro, expuesto, al borde del abismo, por la ambición y demencia de un tejano analfabeto.



Pero lo extraño. Me siento como un árbol arrancado de cuajo, a medianoche, sin testigos. Miro mis raíces desnudas, patéticas, a la intemperie, en medio de una calle que no conozco. No tengo a quién llamar ni nadie que me llame a mí. Una vida nueva, tan nueva que tengo la certeza de que podría caminar durante semanas sin toparme con nadie conocido. Extraña sensación la de saber que no le dices nada a nadie. Salvo a un puñado de compatriotas de la embajada, casi tan solos como yo.



Soy una mujer sin referencia, con credenciales diplomáticas pero sin registro. Coming out of the cold. Out of the blue. Me gusta la libertad del anonimato, las alas de la soledad. Ese es mi paisaje, ésa es mi identidad.



Podría ser, me digo, una segunda oportunidad. No tengo claro para qué ni por qué. Es el momento, si uno quisiera o tuviera el valor, para fabricarse otra personalidad, otra persona, otra vida. Inventar al antojo el pasado, presente y futuro. Genial, aterrador, tentador.



Extraño a mis amigas y amigos. A mi hija. Unidas ambas por un amor porfiado, persistente, a prueba de ausencia y distancia. Ella es mi hogar. Pero hay otras plazas, otros árboles, otros techos que son también míos. Como los que dejé atrás. Sé que me esperan, con sus columpios al vuelo, sus troncos enormes, sus tejados calientes. El sol alcanza para todos. Los afectos no pesan ni pagan impuestos. Se llevan como un legado itinerante, como la memoria, nuestra brújula, profunda, silenciosa.



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Odette Magnet. Periodista.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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