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El tabú del Banco Central


La designación en diciembre próximo de un nuevo presidente del Banco Central representa para el Gobierno una oportunidad única -diríase irrepetible- de abrirse a un debate sobre la corresponsabilidad que debiera tener esa institución en las tareas del crecimiento económico del país y de contribuir con sus políticas a promover un desarrollo más equilibrado.



La visión excluyente y tecnocrática incubada en la ley orgánica que consagró la autonomía del Banco Central en las postrimerías del régimen militar ha permanecido inexplicablemente inmutable. Casi dos décadas después de su dictación, y cuando los equilibrios macroeconómicos han sido sólidamente establecidos, cuesta entender por qué la entidad debe permanecer al margen de los desafíos y oportunidades que en todo este tiempo se han abierto en áreas socialmente tan relevantes como el empleo y el nivel de ingresos.



Resguardados en su autonomía y respaldados -por acción u omisión- por las tres últimas administraciones, los sucesivos consejeros del Banco Central y quienes han ejercido la presidencia del mismo han mantenido una inalterable y cerrada oposición a todo debate que pudiese significar rediscutir cuáles son los objetivos que debe tener la institución. No se trata, como han postulado desde algunos think tanks y parlamentarios de derechas, de debilitar su tarea esencial y excluyentemente anti-inflacionaria que le asignó en su momento la Junta Militar. El punto, más precisamente, es preguntarse por qué esa misión no puede ser complementada con la de velar también por el crecimiento y el empleo.



La conveniencia -si no la necesidad- de complementar ambas misiones es algo que se da por sentado en la mayoría de las economías modernas. Asimismo, en la casi totalidad de las sociedades animadas por algo más que el prurito de hacer del crecimiento un fin en sí mismo, es casi un imperativo que también es tarea de los bancos centrales (y no sólo de la autoridad fiscal) velar por el crecimiento. Sobre todo cuando, como en el caso chileno, éste continúa cimentado sobre unas bases económicas muy concentradas y socialmente regresivas.



Precisamente ha sido la descoordinación entre el Banco Central y el Ministerio de Hacienda la que ha provocado al menos dos episodios de «sobre-reacción» en gran parte responsables en un caso (1988) de la profundización de los efectos de la ‘crisis asiática’ sobre Chile, y en el otro (2006) de ralentizar la recuperación económica -desaprovechando una inédita coyuntura de altos precios de nuestros commodities.



Aunque ésos son los ejemplos más llamativos, han sido múltiples las ocasiones en que el Banco Central -en una jactanciosa demostración de su autonomía- ha continuado aplicando unas políticas que representan verdaderos cerrojos al crecimiento, y cuyos efectos han sido neutros, cuando no opuestos, a los esfuerzos que simultáneamente efectuaba la autoridad fiscal para inyectar más vitalidad a la economía.



Nadie duda de que algunas políticas exclusivamente bajo su tutela -como la cambiaria y la crediticia- están directamente vinculadas al crecimiento. Pero no pocas veces la entidad ha dado muestras fehacientes de nadar contra la corriente de la economía real (no de la financiero-especulativa), que le demandaba flexibilidad en su administración. Guiado por una visión irreductiblemente monetarista, el Banco ha actuado con impasible neutralidad o a destiempo en materia cambiaria cuando la competitividad del sector externo ha sido resentida por el derrumbe del dólar. Esta actitud adquiere doble relevancia cuando el abanico de las políticas públicas está siendo crecientemente constreñido por las obligaciones contraídas en los numerosos Acuerdos Comerciales suscritos por el país.



La oposición a cualquier cambio en la ley que ciñó al Banco Central a un objetivo casi excluyentemente anti-inflacionario no ha sido patrimonio de los consejeros de derechas que han pasado por la entidad en este último tiempo. Es una predilección políticamente trasversal e incluso defendida (con ‘presiones indebidas’, según algunos parlamentarios) por representantes de la ‘sensbilidad’ socialista. Lo cual demuestra que hay tras suyo una convicción identitariamente institucional de que cualquier intromisión en el quehacer del Banco es considerada como un atentado a su autonomía.



Así sucedió hace un año cuando -en el marco del proyecto de ley de responsabilidad fiscal- algunos senadores intentaron condicionar la capitalización del Banco Central a que sin salirse de sus tareas de velar por la estabilidad de precios y el normal funcionamiento del sistema de pagos, la entidad incluyese el efecto de sus políticas sobre el crecimiento, el empleo y la competitividad internacional del país. Y la misma actitud refractaria al cambio ha vuelto a observarse hace unos días, cuando en el contexto del debate sobre la trasparencia, sus autoridades han expresado su negativa a que la entidad esté obligada a informar de su gestión al Congreso -y no a que el país dependa para ella sólo de la buena voluntad de sus consejeros.



La designación de un nuevo consejero y, a continuación, de un nuevo presidente del Banco Central sitúa a la Presidenta Michelle Bachelet ante una posibilidad inmejorable para corregir un tema no menor del ‘modelo’. La posibilidad de que Ricardo Ffrench-Davis -un economista de gran solvencia intelectual y vasto prestigio internacional- fuese propuesto para suceder a Vittorio Corbo sería una muestra de la voluntad política gubernamental y de la Concertación de abordar uno de los inexplicables tabúes arrastrados en una década y media. Principalmente, porque el debate accesorio a esta designación debiera generar un piso político suficiente para abrirse a una posterior reforma a la normativa del Banco.



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Nelson Soza Montiel. Periodista, Magíster en Economía

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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