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Clodomiro Almeyda en el recuerdo


Recordar a Clodomiro Almeyda significa internarse en la historia socialista de la segunda mitad del siglo XX.



Almeyda vivió la política con actitud crítica, humanidad y serena pasión. Fue actor principal de los grandes acontecimientos partidarios y nacionales. Luchó por ideas, nunca por intereses o poder personal. Firme en el debate, siempre respetó al adversario, buscó convencerlo con sus argumentos, jamás lo avasalló o lo excluyó.



Almeyda perteneció a una generación de sólida formación y vigorosa mística que, en la década de los cuarenta, cuando se apagaba ya el carisma de Marmaduke Grove y comenzaba a resplandecer la estrella de Allende, reconstruyó un Partido Socialista organizado y con definido perfil. A la consistencia política del notable Ampuero, al tesón de Aniceto Rodríguez, a la lucidez de Eugenio González, se sumaron dirigentes de la talla y raigambre de Carmen Lazo, Carlos Altamirano, Mario Palestro y el propio Clodomiro Almeyda. Fue un grupo dirigente que construyó la alianza más duradera de la historia chilena: la unidad entre socialistas y comunistas, rota luego de la experiencia del Frente Popular y reconstruida con la fundación del FRAP en 1957.



Conocí a Almeyda cuando, a comienzos de los sesenta, colaboré con la revista «Arauco». Él era un opositor a Ampuero en las lides internas, aunque juntos habían apoyado, en 1951, la candidatura presidencial de Ibáñez (tras lo cual Salvador Allende se desafilió del Partido Socialista), y luego la reunificación partidaria y la formación del FRAP. Más tarde tuve el privilegio de compartir con Almeyda las reuniones del núcleo «Engels», de la Seccional Primera Comuna del Regional Santiago. Impresionaba por su sencillez, la ausencia total de arrogancia y su libertad para pensar desde un marxismo que todos compartíamos pero que no asumíamos como dogma.



Era un tiempo impresionante. La Revolución Cubana abría nuevas esperanzas, los proyectos de lucha armada se extendían por el continente, los militares peruanos exhibían una veta latinoamericanista y de izquierda. El Partido Socialista rechazaba formatos ideológicos prefabricados, de acuerdo a su mejor tradición, y el debate interno abordaba las discusiones internacionales respecto del marxismo, la pugna chino-soviética, la autogestión y disidencia yugoslavas, las singularidades del comunismo italiano y las intervenciones militares soviéticas en Hungría y Checoslovaquia.



Si bien tanto Almeyda como Altamirano habían sido activos participantes en la inolvidable campaña presidencial de 1964, en 1970 miraban con cierto escepticismo la persistencia de Allende. Sin embargo, una vez alcanzado el triunfo por la Unidad Popular, Allende supo con grandeza despejar todas las diferencias, nombró a Almeyda como Canciller y apoyó a Altamirano para la Secretaría General del Partido Socialista.



De esos tiempos recuerdo la brillante presentación que Almeyda hizo frente a los acreedores en la renegociación de la deuda externa chilena en el Club de París. Lo acompañaban en la testera Pablo Neruda y Orlando Letelier. Rememoro también una cena diplomática, para mí muy tensa, a la que el compañero Canciller, con su habitual buen humor, me demandó asistir en mi calidad de jefe de CODELCO. Almeyda despedía, según el protocolo, al Embajador saliente de los Estados Unidos, Edward Korry, a quien yo había comunicado, por encargo del Presidente Allende, su decisión sobre rentabilidades excesivas de las empresas de cobre nacionalizadas.



Almeyda fue uno de los pilares del gobierno de la Unidad Popular. El día del golpe fue hecho prisionero por los militares y luego encarcelado en la isla Dawson. Volví a verlo en México, cuando él y Orlando Letelier, recién liberados, participaron en la sesión de la Comisión Investigadora de los Crímenes de la Junta Militar, en 1975. Poco tiempo después se trasladó a Berlín, República Democrática Alemana, donde yo cumplía funciones partidarias. La firme convicción de Almeyda, luego de lo que ha de haber sido una importante reflexión durante su confinamiento en Dawson, era que la carencia de una dirección única de las fuerzas de izquierda y las debilidades orgánicas y direccionales del Partido Socialista habían sido factores de gran importancia en la derrota de la Unidad Popular. Los debates que surgieron en torno a estos puntos y a sus múltiples complejas aristas condujeron a la división de 1979, proceso en el que sostuve posturas contrarias a las de Almeyda. En aquellos años Almeyda fue un ácido crítico de la «renovación» que, entre otras cuestiones, postulaba la necesidad de constituir amplias mayorías para llevar adelante proyectos significativos de cambio social. Tiendo a creer que su visión tan severa se fundaba, no en el rechazo a esa perspectiva, sino en el temor a una eventual evolución hacia posiciones que he denominado de «ultra renovación». Pudiera decirse que el tiempo ha confirmado esa prevención, a juzgar por los procesos de adaptación a las tendencias mundiales que confunden sociedad con mercado y política con negocios, hoy manifiestas en el socialismo. También podría sostenerse que el peso de esas tendencias es la explicación principal, ya que el fenómeno ha afectado tanto a los «renovados» de entonces como a algunos de los más «ortodoxos» de aquel tiempo.



El socialismo chileno se dividió no sólo entre los dos sectores principales sino que también en varios otros grupos. El sector que se conoció como «Partido Socialista (Almeyda)» fue ampliamente mayoritario en Chile y llegó a constituir una fuerza de gran presencia social en el mundo estudiantil, poblacional y sindical. El sector de la «renovación», liderado en el interior por Ricardo Núñez, comenzó, por su parte, laboriosamente, a ocupar creciente espacio en la limitada política de entonces. Los fuegos de aquella disputa habían empezado a extinguirse cuando Almeyda hizo su intrépido ingreso clandestino para romper el exilio forzado. Fue encarcelado por segunda vez, condenado, despojado de su condición ciudadana y confinado. Lo reencontré con motivo de mi visita al anexo Capuchinos de la Cárcel Pública, al día siguiente de mi regreso a Chile en 1987. Más tarde lo visité para proponerle que los socialistas, juntos, participáramos en la creación de un «partido instrumental», fugaz, nada más que para controlar la votación del plebiscito. Pero, no obstante que la reunificación socialista estaba ya en el horizonte, impulsada por Almeyda y Núñez, aún no existían las condiciones para ese emprendimiento conjunto.



Dos años más tarde, el 29 de diciembre de 1989 sellamos, como Secretarios Generales de los dos sectores principales, la unidad partidaria. A ella se incorporaron los otros grupos socialistas, figuras históricas como Raúl Ampuero y Aniceto Rodríguez, el Partido MAPU y ex militantes del MIR y el PC.



No fue fácil la unidad. Socialistas de mi sector estimaban que la base paritaria convenida era inadecuada, toda vez que el partido de Almeyda había elegido muchos menos diputados que el sector «renovado». Olvidaban que la presencia social organizada del «almeydismo» era mucho más poderosa. Por otra parte, fue preciso imponerse a quienes privilegiaban al Partido por la Democracia y aspiraban a que allí terminara integrándose una parte significativa de los socialistas, los «almeydistas» incluidos. Finalmente, Almeyda asumió la presidencia del partido unificado y yo la Secretaría General. Confirmé entonces la sencillez, generosidad y carencia de espíritu protagónico de Clodomiro. La prensa, como era obvio, se dirigía a él, que era una gran figura histórica, pero él siempre intentaba que compartiéramos el rol público, para favorecerme incluso más allá de lo que hubiera sido equitativo. No era una cuestión personal, era su responsabilidad hacia la unidad, cuyas «Bases Doctrinarias» habíamos concordado luego de reelaborar un texto borrador que Almeyda preparó.



Clodomiro Almeyda comprendió tempranamente que, tras los fracasos de la línea insurreccional en 1986, la transición negociada era el camino más viable a la democratización. Antes de la unidad, condujo a su partido a la fundación de la Concertación y realizó una contribución mayor a la tarea de desplazar a la dictadura y reestablecer en Chile los derechos democráticos básicos. Pero la coalición que se constituía no incluyó a toda la izquierda. Coincidimos con él en que se trataba de un momento, de un cierto período, y así lo hicimos saber al Partido Comunista, en una visita conjunta de la que Luis Corvalán ha dado testimonio en sus memorias. Por otra parte, el entendimiento con la Democracia Cristiana podía abrir, eventualmente, un capítulo en que el arco de las «fuerzas de avanzada social», para usar el lenguaje de Eugenio González, pudiera ampliarse a una nueva pluralidad. En esa misma línea Almeyda fue, en el Congreso Salvador Allende de 1990, el principal impulsor de la incorporación de la Izquierda Cristiana al Partido Socialista, a pesar de las inquietudes de sectores provenientes de la «renovación». Mi asunción como Presidente del Partido Socialista en aquel Congreso y la de Manuel Almeyda como Secretario General, fue posible gracias al apoyo leal, decisivo, de Clodomiro. La unidad no había sido sencilla, más aún cuando la relación con el PPD no estaba dilucidada. Con Almeyda propusimos que el PPD se definiera como un movimiento en el que, con un estatuto regulatorio, participara el Partido Socialista. El esquema no halló la acogida necesaria, debimos aceptar la fórmula de la «doble militancia» y el PPD se desligó de su carácter original meramente instrumental.



Clodomiro Almeyda aceptó la Embajada en Moscú para representar al nuevo gobierno democrático de Patricio Aylwin. Le interesaba vivir en el terreno mismo los momentos de cambio por los que atravesaba el régimen soviético luego del inicio de la «perestroika» y la caída del muro de Berlín. En Moscú dio una muestra de lealtad, al aceptar como asilado político a Erich Honnecker, que con gran solidaridad había cobijado en la República Democrática Alemana a muchos chilenos perseguidos por la dictadura. Contra la opinión del Partido Socialista, que me correspondió representar al Presidente de la República, el gobierno chileno estimó que no cabía el derecho de asilo. Almeyda prefirió sacrificar su cargo a renunciar a la gratitud que la izquierda chilena, más allá de sus diferencias, debía a los comunistas alemanes.



Los últimos años de Almeyda fueron de permanente activismo. Continuó como actor de la vida socialista y sus aportes, publicados en revistas partidarias, apuntaron a una idea de partido apropiada para los nuevos tiempos. Nuestro mejor y verdadero homenaje sería releerlos. Estoy seguro que nos servirían.



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(*) Jorge Arrate fue Presidente del Partido Socialista y es miembro del Directorio de la Fundación Clodomiro Almeyda.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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